Read Imago Online

Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Imago (2 page)

BOOK: Imago
13.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó la hembra.

—¿Entero? —Parecía interesada en mí: olía a sexualmente atraída, lo cual, a su vez, la convertía en interesante para mí. Yo acostumbraba a gustarles a las hembras humanas, siempre que mantuviese cubiertos con ropa los pocos tentáculos de mi cuerpo y mi cabello ocultase los de mi cabeza. En cuanto a los puntos sensibles de mi cara y brazos, parecían piel normal, pese a que para mí no lo eran, en absoluto.

—Tu nombre humano —me dijo la hembra—. Ya sé que te llamas… Eka y Khodahs, pero no estoy muy segura de por cuál de ellos te he de llamar.

—Eka es sólo un apelativo cariñoso para los niños pequeños —le expliqué—, como lo es lelka para los niños casados y chka entre los cónyuges. Khodahs es mi nombre propio. La versión humana de mi nombre completo es Khodahs lyapo Leal Kaalnikanjlo. O sea mi nombre, los apellidos de mi madre de nacimiento y mi padre humano, y el nombre de Nikanj, precedido por el grupo familiar en el que él nació y terminado por el grupo familiar de sus cónyuges oankali. Si yo fuera nacido de oankali o te diera la versión oankali de mi nombre, sería mucho más largo y complicado.

—He oído algunos de ellos —dijo la mujer—. Supongo que, con el tiempo, los dejaréis correr.

—No. Los cambiaremos para que se adapten a nuestras necesidades, pero no los abandonaremos. Dan una información útil, sobre todo para la gente que anda buscando atriarse.

—Khodahs no se parece a ningún nombre que yo haya oído antes —intervino el hombre.

—Es un nombre oankali. Un oankali llamado Khodahs murió por ayudar a la emigración a Marte. Mi madre de nacimiento dijo que merecía ser recordado. Los oankali no tienen una tradición de recordar a los muertos a base de poner su nombre a los niños, pero mi madre de nacimiento insistió en ello. Eso es algo que hace de vez en cuando: el insistir en guardar las costumbres humanas.

—Tú tienes un aspecto muy humano —dijo con voz queda la mujer.

Sonreí.

—Soy un niño. De lo que tengo aspecto es de inacabado.

—¿Qué edad tienes?

—Veintinueve.

—¡Buen Dios! ¿Y cuándo te considerarán un adulto?

—Después de la metamorfosis. —Sonreí para mí. Pronto—. Tengo un hermano que la pasó a los veintiuno, y una hermana que no llegó a ella hasta los treinta y tres. La gente cambia cuando sus cuerpos están dispuestos, y no a una edad específica.

Guardó silencio durante un rato. Llegamos a la última de las verdaderas casas de Lo…, las casas que habían crecido a partir de la sustancia viva de ese ser que era Lo. En tales casas, los humanos sin cónyuges oankali no podían abrir paredes o alzar plataformas para tener mesas, camas o sillas. Dejados a solas en las mismas, esos humanos se convertían en prisioneros, hasta que algún construido, oankali o humano atriado los liberaba. Por ello se les había dado primero una casa, y luego toda una zona, para invitados. En esa parte habían edificado sus casas muertas, con madera cortada y paja trenzada. Usaban fuego para cocinar y tener luz y, de vez en cuando, les ardía alguna de las casas. Las casas que no ardían se infectaban de roedores e insectos, que devoraban los alimentos de los humanos e incluso les mordían o picaban. Periódicamente, los oankali entraban en esas casas y echaban de ellas a la vida no humana. Pero ésta siempre regresaba: había estado alimentándose de los humanos, comiendo su comida y viviendo en sus casas, desde mucho antes que llegaran los oankali. De todos modos, la zona para invitados seguía siendo razonablemente confortable. Los invitados comían de árboles y plantas que no eran lo que parecían ser, sino que eran extensiones de la entidad Lo. Ésta había sido inducida a sintetizar frutas y verduras en formas, sabores y texturas que los humanos pudiesen reconocer. Los alimentos crecían en lo que parecían ser sus árboles y arbustos correctos. Y Lo se ocupaba de los desechos humanos, manteniendo limpia su zona, a pesar de que ellos acostumbraban a mostrarse descuidados acerca de donde tiraban los desperdicios en aquél su hogar temporal.

—Ahí hay una casa vacía —les dije, señalando.

La mujer miró mi mano en vez del lugar donde señalaba. Desde un punto de vista humano, yo tenía demasiados dedos, tanto en las manos como en los pies: siete en cada uno. Pero, dado que formaban parte de manos y pies de aspecto totalmente humanos, los seres humanos no acostumbraban a fijarse en ellos, al principio.

Mantuve en alto mi mano abierta, con la palma hacia arriba, para que pudiese verla, y su expresión pasó de una de curiosidad y sorpresa a otra de azaramiento, para volver a ser de curiosidad.

—¿Cambiarás mucho en la metamorfosis? —me preguntó.

—Probablemente. Los nacidos de humana nos hacemos más oankali y los nacidos de oankali más humanos. Yo soy un primera generación. Si queréis ver qué nos depara el futuro, dad una ojeada a los construidos de tercera o cuarta generación. Desde el principio al fin son mucho más uniformes.

—Ése no es nuestro futuro —dijo el macho.

—Vosotros escogéis —les dije. El hombre se alejó, en dirección a la casa vacía. La hembra dudó.

—¿Qué es lo que piensas de nuestra emigración? —me preguntó.

La miré y, como me caía bien, deseé no tener que contestarle. Pero estas preguntas debían ser contestadas. Y, sin embargo, ¿por qué las hembras humanas que insistían en hacerlas eran, tan a menudo, pequeñas y débiles? El ambiente al que se dirigían, en Marte, era mucho más duro que cualquier otra cosa que hubiesen conocido. Nos ocuparíamos de que tuviesen las mayores posibilidades de sobrevivir, y muchas resistirían y tendrían sus hijos en su nuevo mundo. ¡Pero sufrirían tanto! Y, al cabo, todo sería para nada. Su propio conflicto genético los había traicionado y destruido en una ocasión. Y lo volvería a hacer.

—Deberíais quedaros —le dije a la mujer—. Y uniros a nosotros.

—¿Por qué?

¡Sentía tales deseos de no mirarla, de alejarme de ella! Pero seguí dándole cara.

—Comprendo que los humanos deben de ser libres para irse, si así lo desean —le dije con voz baja—. En mi cuerpo hay lo bastante de humano como para poder comprender eso. Pero también hay lo bastante de oankali como para saber que, con el tiempo, os volveréis a destruir a vosotros mismos.

Frunció el ceño, arrugando su lisa frente.

—¿Quieres decir que habrá otra guerra?

—Quizás. O tal vez halléis otro modo de hacerlo. Antes de vuestra guerra ya estabais trabajando en varios métodos para lograrlo.

—No puedes saber nada de eso; eres demasiado joven.

—Deberíais quedaros y juntaros con construidos o con oankali —le dije—. Los niños que nosotros construimos están libres de las taras inherentes. Lo que nosotros construimos durará…

—¡No eres más que un niño, que repite lo que le han dicho!

Negué con la cabeza.

—Percibo lo que percibo. Nadie tuvo que explicarme cómo usar mis sentidos, del mismo modo que no tuvieron que decirte a ti cómo ver o cómo oír. En la Humanidad hay un conflicto genético letal, y eso también tú lo sabes.

—Lo único que sabemos es lo que nos han dicho los oankali. —El macho había vuelto. Rodeó con su brazo a la hembra, apartándola de mí, como si yo representase alguna amenaza—. Podrían estar mintiéndonos…, sus motivos tendrán.

Pasé mi atención a él.

—Sabes que no mienten —le dije, con suavidad—. Vuestra propia historia os lo explica: vuestro pueblo es inteligente, y eso es bueno. Los oankali dicen que, potencialmente, sois una de las especies más inteligentes que jamás hayan hallado; pero también sois jerárquicos…, vosotros, vuestros más próximos parientes animales, y vuestros más lejanos antepasados animales. La inteligencia es una cosa relativamente nueva para la vida en la Tierra, pero sus tendencias jerárquicas vienen de muy antiguo. Lo nuevo ha sido puesto muy a menudo al servicio de lo viejo. Y esto volverá a suceder. Sois lo bastante listos como para aprender a vivir en vuestro nuevo mundo, pero sois tan jerárquicos que os destruiréis tratando de dominarlo y de dominaros los unos a los otros. Quizá duréis largo tiempo, pero al final acabaréis por destruiros.

—Podemos durar un millar de años —dijo el macho—. No lo hicimos tan mal en la Tierra, hasta la guerra.

—Quizá. Vuestro nuevo mundo será difícil y os exigirá la mayor parte de vuestra atención, quizás incluso ocupe vuestras tendencias jerárquicas por un tiempo, convirtiéndolas en inofensivas.

—Seremos libres: nosotros, nuestros hijos, los hijos de nuestros hijos.

—Quizá.

—Seremos totalmente humanos y libres. Ya es suficiente. Quizás incluso algún día volvamos al espacio por nuestra cuenta. Puede que tu gente se equivoque por completo con nosotros.

—No. —Él no podía leer las combinaciones genéticas como yo. Era como si fuera a saltar por un precipicio, simplemente porque no lo podía ver o, lo que aún era peor, porque hasta pasado mucho tiempo él, o mejor dicho su descendencia, no iba a estrellarse contra las rocas de abajo. Y, ¿qué era lo que estábamos haciendo, nosotros que sabíamos la verdad? Le estábamos ayudando a llegar hasta el borde del abismo…, le llevábamos allí en los transbordadores.

—Quizá duremos más que lo que dure tu gente aquí en la Tierra —dijo.

—¡Ojalá! —Su expresión me decía que no creía en mis buenos deseos, pero eran auténticos. No estaríamos aquí…, la Tierra que él conocía no seguiría aquí, más que unos pocos siglos. Nosotros, los oankali y los construidos, éramos un pueblo de navegantes espaciales, tan curiosos acerca de las otras formas de vida, y tan adquisitivos de las mismas, como jerárquicos eran los humanos. Llegaría un día en el que tendríamos que iniciar la larga, larga búsqueda de nuevas especies con las que combinarnos, con las que construir nuevas formas de vida. Buena parte de la existencia de los oankali se empleaba en esas búsquedas. Dejaríamos este sistema solar más o menos dentro de unos tres siglos. Yo mismo viviría para ver este adiós. Y, cuando nos separásemos y nos dispersásemos, dejaríamos tras de nosotros un despojo de rocas esquilmadas, que se parecería más a la Luna que a la azul Tierra de antaño. Naturalmente, él no sabía esto; y el decírselo sería una crueldad.

—¿Alguna vez piensas en ti o en tu especie como humanos? —me preguntó la hembra—. ¡Algunos de vosotros tenéis un aspecto tan humano!

—Sentimos nuestra humanidad. Nos ayuda a comprenderos tanto a vosotros como a los oankali. Por sí solos, los oankali no os hubieran dejado jamás tener vuestra colonia en Marte.

—¡Me habían dicho que nos estaban ayudando! —dijo el macho—. ¡Tu…, tu padre ha dicho que nos estaban ayudando!

—Os ayudan por lo que les decimos nosotros los construidos: que debe de seros permitido el ir allí, incluso a pesar de que, al final, acabaréis por destruiros. Los oankali creen…, no, los oankali saben en lo más profundo de su ser que es un error ayudar a la especie humana a regenerarse incambiada, porque se destruirá de nuevo a sí misma. Para ellos, es como causar deliberadamente la concepción de un niño que es tan defectuoso que, indefectiblemente, morirá en su infancia.

—Se equivocan. Algún día les demostraremos lo mucho que se equivocan.

Era una amenaza. No tenía sentido, pero a él le daba algún tipo de satisfacción el proferirla.

—Los otros humanos os enseñarán dónde encontrar comida —le dije—. Si necesitáis alguna otra cosa, pedidla a uno de nosotros.

Me di la vuelta para irme.

—¡Tan jodidamente prepotentes! —murmuró el macho.

Me volví de nuevo, sin pensármelo.

—¿Realmente lo soy?

El macho frunció el ceño, murmuró una maldición y regresó al interior de la casa. Entonces me di cuenta de que, simplemente, estaba irritado. Me preocupaba el que, a veces, yo los irritaba…, y nunca queriéndolo hacer.

La mujer se me acercó, me tocó la cara, me examinó el cabello. Los humanos que no se habían atriado entre nosotros jamás aprendían a tocarnos de un modo correcto. En el mejor de los casos, nos molestaban, frotándonos con sus manos las zonas sensoriales, y, una vez sus manos se hallaban con dichos puntos, jamás les gustaba su tacto.

La mujer apartó la mano con un estremecimiento cuando sus dedos descubrieron el punto que tengo bajo mi oreja izquierda.

—Son algo así como unos ojos que no se pueden cerrar para protegerse —le dije—. No es que nos hagan daño cuando nos los tocan, pero no nos gusta mucho que lo hagan.

—¿Y qué pasa, pues? ¿Acaso tenéis que enseñarle a la gente a tocaros?

Le sonreí y tomé su mano entre las mías.

—Con las manos nunca hay problemas —le dije. Y la dejé allí en pie, mirándome. La podía ver mediante los tentáculos sensoriales que había entre mi cabello. Se quedó allí, hasta que el macho salió de la casa y se la llevó dentro.

2

Regresé con Nikanj y me senté cerca de él, mientras se ocupaba de cuestiones familiares, mientras se reunía con gente de la nave-hogar de los oankali, Chkahichdahk, que giraba alrededor de la Tierra más allá de la órbita de la Luna, mientras intercambiaba información con otros ooloi o recibía información biológica de mis compañeros de camada. Todos le traíamos a Nikanj pedacitos de piel, carne, polen, hojas, semillas, esporas u otras células, vivas o muertas, de plantas y animales sobre los que teníamos preguntas, o que eran nuevos para nosotros.

Nadie me prestaba atención. En eso hallaba una extraña tranquilidad. Los podía examinar a todos con mis nuevos sentidos agudizados, para ver lo que nunca antes había visto, oler aquello en lo que antes jamás me había fijado. Supongo que parecía que me estaba echando una siestecilla. Al cabo de un tiempo, Aaor, mi compañera de camada más próxima, mi hermana nacida de oankali, vino a sentarse a mi lado. Era hija de mi madre oankali y todavía no era totalmente hembra, pero yo siempre había pensado en ella como en una hermana. Tenía un aspecto tan femenino…, o me lo había parecido antes de que yo empezase a cambiar. Ahora ella…, ahora ello tenía el aspecto que siempre debería haber tenido para mí. Se la veía eka, en el auténtico significado del término: un niño demasiado pequeño como para haber desarrollado ya el sexo. Esto era lo que ambos éramos…, por el momento. Aor olía a eka y, literalmente, podría en un sentido u otro, convertirse en macho o hembra. Naturalmente, yo siempre había sabido esto, que era válido para los dos. Pero ahora, de repente, ya no podía ni siquiera pensar en Aor en femenino. Probablemente algún día sería una hembra, del mismo modo que yo, posiblemente, me convertiría en el macho que parecía. Los nacidos de humana rara vez cambiaban su sexo aparente. En mi familia, sólo un nacido de humana había cambiado de hembra aparente a macho real. Varios nacidos de oankali habían cambiado, pero la mayoría de ellos sabían, mucho antes de su metamorfosis, que se sentían más atraídos a convertirse en lo opuesto de lo que aparentaban.

BOOK: Imago
13.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

At the Edge of Summer by Jessica Brockmole
All the Gates of Hell by Richard Parks
Blood Symmetry by Kate Rhodes
An Affair of Honor by Scott, Amanda
Wolf's-own: Weregild by Carole Cummings
Portal (Nina Decker) by Anna, Vivi