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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (11 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Jamás sabremos exactamente qué sentimientos llevaron a ese “ángel” a arrodillarse junto a esa mujer y consolarla pero, en cualquiera de los casos, la compasión se asienta necesariamente sobre la empatía.

La empatía requiere de algún tipo de compromiso emocional, un requisito esencial para comprender cabalmente el mundo interno de otra persona. No cabe la menor duda de que, en este caso, se hallan también en juego las neuronas espejo. Como dijo cierto neurocientífico: «Ella son las que nos proporcionen la riqueza de la empatía, el mecanismo fundamental que nos lleva experimentar personalmente el dolor que vemos que está sintiendo otra persona».

Constantin Stanislavski, el creador ruso del conocido método de formación de actores que lleva su nombre, se dio cuenta de que el actor que “vive” un determinado papel puede apelar a sus recuerdos emocionales pasados para evocar un sentimiento poderoso en el presente. Pero esos recuerdos, según Stanislavski, no se hallan limitados a nuestras experiencias, porque gracias a la empatía podemos apelar perfectamente a las emociones de los demás. Como aconseja el legendario maestro de actores «debemos estudiar a los demás y acercarnos emocionalmente a ellos tanto como podamos, hasta que la simpatía acabe convirtiéndose en un sentimiento».

El consejo de Stanislavski parece profético porque los estudios realizados sobre imagen cerebral han puesto de relieve que, cuando preguntamos “¿cómo se siente?”. se activan los mismos circuitos neuronales que se ponen en marcha cuando preguntamos “¿cómo se siente ella?”. Y es que el cerebro actúa de manera casi idéntica cuando experimentamos nuestros propios sentimientos que cuando experimentamos los sentimientos de los demás.

Cuando se nos invita a imitar la expresión facial de infelicidad, miedo o disgusto de alguien y generamos esas mismas emociones, ese “sentir en” intencional activa los mismos circuitos que se ponen en marcha cuando simplemente observamos a la persona (o cuando sentimos espontáneamente esa emoción). Como bien entendió Stanislavski, estos circuitos son todavía más intensos cuando la empatía es deliberada. Cuando advertimos una emoción en otra persona, literalmente sentimos lo mismo que ella y, cuanto mayor sea nuestro esfuerzo o más intensos los sentimientos expresados, más claramente los experimentaremos en nosotros mismos.

Resulta interesante constatar que el término alemán Einfühlung empezó traduciéndose al inglés en 1900 como “empatía”. lo que literalmente significa “sentir en”, lo que sugiere una imitación interna de los sentimientos que experimenta otra persona. Como dijo Theodore Lipps, que fue quien importó la palabra “empatía” al inglés: «Cuando observo a un funambulista en la cuerda floja, siento que estoy dentro de él». Es como si, en tal caso, experimentásemos, en nuestro propio cuerpo, las emociones de otra persona. Pero eso es precisamente, según los neurocientíficos, lo que sucede porque, cuanto más activo es el sistema de neuronas espejo de una persona, más intensa es también la empatía que experimenta.

La psicología actual emplea la palabra “empatía” en tres sentidos diferentes: conocer los sentimientos de otra persona, sentir lo que está sintiendo y responder compasivamente ante los problemas que la aquejen, tres variedades diferentes de la empatía que parecen formar parte de la misma secuencia 1-2-3, es decir, le reconozco, siento lo mismo que usted y actúo para ayudarle.

Como señalan Stephanie Preston y Frans de Waal en una gran teoría que vincula la percepción y la acción interpersonal, esas tres acepciones coinciden perfectamente con los descubrimientos realizado por la neurociencia actual sobre el modo en que funciona el cerebro cuando conectamos con otra persona. Se trata de dos científicos excepcionalmente dotados para abordar esa discusión, porque Preston ha sido pionero en el empleo de los métodos desarrollados por la neurociencia social para estudiar la empatía en los seres humanos, mientras que de Waal, director del Living Links del Yerkes Primate Center, lleva décadas tratando de aplicar a la conducta humana las conclusiones extraídas de la investigación sistemática de los primates.

Preston y De Waal señalan que, en un determinado momento de empatía, nuestras emociones y pensamientos discurren paralelos a los de otra persona. Al escuchar un grito aterrador de alguien, por ejemplo, pensamos espontáneamente en lo que podría estar asustándole porque, desde una perspectiva cognitiva, compartimos con ella una cierta “representación” mental, es decir, un conjunto de imágenes, asociaciones y pensamientos relacionados con su problema.

El movimiento que conduce de la empatía al acto discurre a través de las neuronas espejo, porque la empatía parece haber evolucionado a partir del contagio emocional y, en consecuencia, también comparte sus mecanismos neuronales. La empatía primordial no descansa en una determinada región especializada del cerebro, sino que implica a muchas de ellas, dependiendo de la persona con la que estemos empatizando y del modo en que nos metamos en su piel y sintamos lo que están experimentando.

Preston ha descubierto que los circuitos cerebrales que se activan cuando alguien evoca uno de los momentos más felices de su vida y cuando imagina un momento parecido de la vida de uno de sus amigos más próximos son casi los mismos. Para entender, dicho en otras palabras, lo que alguien experimenta — es decir, para empatizar con esa persona—, empleamos exactamente los mismos circuitos cerebrales que se ponen en marcha durante nuestra propia experiencia.

Toda comunicación requiere que lo que es importante para el emisor también lo sea para el receptor. Cuando dos cerebros comparten pensamientos y sentimientos, toman un atajo que les lleva de inmediato al mismo punto, sin tener que perder tiempo ni palabras en explicar detalladamente lo que ocurre.

Este proceso “reflexivo” tiene lugar cada vez que nuestra percepción de alguien activa automáticamente una imagen o sensación sentida en nuestro propio cerebro de lo que ellos están haciendo y expresando, en cuyo caso, lo que está en su mente también está en la nuestra. Confiamos en esos mensajes internos para sentir lo que puede estar sucediendo en la otra persona. ¿Qué significa, después de todo, una sonrisa, una mirada o un ceño fruncido, sino un indicio de lo que está sucediendo en la mente de otra persona?

Un antiguo debate

Hoy en día se recuerda al filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes por haber afirmado que la vida, en estado natural —en ausencia de todo gobierno fuerte— es “sucia, cruel y corta”. una guerra sin cuartel de todos contra todos. Pero, a pesar de esta visión dura y cínica, Hobbes tenía un lado blando y, un buen día en el que paseaba por las calles de Londres, pasó junto un hombre viejo y enfermo y, conmovido, le dio una generosa limosna. Cuando el amigo que le acompañaba le preguntó si hubiera hecho el mismo caso de no existir un principio religioso o filosófico que hablase de ayudar a los necesitados, Hobbes replicó afirmativamente. Y también añadió que la mera contemplación de la miseria humana le llevaba a experimentar en su interior el mismo sufrimiento, de modo que el hecho de dar limosna no sólo contribuía a aliviar un poco el sufrimiento de quien la recibía, sino que también resultaba liberador para quien la daba.

Desde esta perspectiva, es como si, cuando pretendemos aliviar el sufrimiento de los demás, lo hiciéramos motivados por nuestro propio interés. De hecho, hay una escuela moderna de teoría económica que, siguiendo a Hobbes, sostiene la opinión de que la caridad se debe parcialmente al placer derivado de imaginar el consuelo de la persona beneficiada y del alivio que conlleva aliviar nuestra propia ansiedad.

Las versiones más actuales de esta teoría han tratado de reducir los actos altruistas a formas disfrazadas de interés por uno mismo. Hasta hay una versión, según la cual la compasión es el efecto de un “gen egoísta” que trata de maximizar su probabilidad de transmitirse a la siguiente generación favoreciendo a los parientes cercanos que lo lleven.

Pero, por más ciertas que sean estas explicaciones, sólo resultan aplicables a casos muy especiales porque, como bien dijo el sabio chino Mencio (o Mengzi) en el siglo III aC, siglos antes de Hobbes, hay otro punto de vista que brinda una explicación más inmediata y universal: «La mente del ser humano no puede soportar el sufrimiento de sus semejantes».

La neurociencia actual corrobora la visión de Mencio, añadiendo algunos datos a este debate multisecular. Cuando vemos a alguien en apuros, en nuestro cerebro reverberan circuitos similares, en una especie de resonancia empática neuronal que constituye el preludio mismo de la compasión. De este modo, el llanto de un niño reverbera en el cerebro de sus padres, provocando en ellos la misma sensación que, a su vez, les moviliza automáticamente a hacer algo que le tranquilice.

Esto significa que, de un modo u otro, nuestro cerebro está predispuesto hacia la bondad. Automáticamente acudimos en ayuda del niño que grita despavorido o abrazamos a un bebé sonriente. Esos impulsos emocionales son “predominantes “y elicitan reacciones instantáneas y no premeditadas. Que ese flujo de empatía que nos lleva a actuar discurra de un modo tan automático sugiere la existencia de circuitos cerebrales que se ocupan de ello. El desasosiego, pues, estimula el impulso a ayudar.

Cuando escuchamos un grito de desesperación, se movilizan en nuestro cerebro las mismas regiones que experimentan la angustia, así como también la corteza cerebral premotora, un signo de que estamos preparándonos para la acción. De manera semejante, al escuchar una historia triste en un tono pesaroso se activa en el oyente la corteza motora —que guía los movimientos—, así como también la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza. Asimismo, este estado compartido estimula el área motora del cerebro y nos prepara para ejecutar la acción pertinente. Nuestra percepción inicial nos predispone a la acción, puesto que ver es prepararnos para hacer.

Los circuitos neuronales de la percepción y de la acción comparten, en el lenguaje cerebral, un código común que permite que lo que percibimos nos conduzca casi de inmediato a la acción apropiada. Ver o escuchar una determinada expresión emocionada o tener nuestra atención orientada hacia un determinado tema estimula de inmediato las neuronas a las que afecta ese mensaje.

Todo esto fue anticipado ya por Charles Darwin que, en 1872, escribió un erudito tratado sobre las emociones que los científicos siguen considerando muy interesante. Aunque Darwin consideró a la empatía como un factor de supervivencia, la interpretación errónea popular de su teoría evolucionista enfatiza, como dijo Tennyson, «la naturaleza roja de dientes y garras», una visión despiadada sostenida por los “darvinistas sociales”. según la cual, la naturaleza sacrifica a los débiles, distorsionando así la evolución como una forma de racionalización de la codicia.

Darwin consideraba que cada una de las emociones nos predispone a actuar de un determinado modo. Así, por ejemplo, el miedo nos paraliza y nos conduce hacia la huida; la ira nos moviliza hacia la lucha; la alegría nos prepara para el abrazo, etcétera, etcétera, etcétera, algo que se ha visto corroborado neuronalmente por los recientes estudios de imagen cerebral. En este sentido, la activación provocada por una determinada emoción estimula el correspondiente impulso a actuar.

La vía inferior permite que el sentimiento-acción nos lleve a establecer vínculos interpersonales. Cuando, por ejemplo, vemos que alguien está asustado —aunque sólo sea en su postura corporal o en el modo en que se mueve— se activan de inmediato en nuestro cerebro los circuitos relacionados con el miedo y, junto a este contagio, se activan también las regiones cerebrales que nos predisponen a realizar la correspondiente acción. Y lo mismo podríamos decir con respecto a otras emociones, como la ira, la alegría, la tristeza, etcétera. De este modo, el contagio emocional no se limita a transmitir sentimientos, sino que también prepara automáticamente al cerebro para ejecutar la acción correspondiente.

Según una regla general de la naturaleza, los sistemas biológicos emplean la mínima cantidad de energía, algo que el cerebro realiza estimulando las mismas neuronas cuando percibe una acción que cuando la ejecuta, una economía que se repite en todos los niveles del cerebro. En el caso especial de que alguien se encuentre en peligro, el vínculo percepción-acción hace que tratar de ayudar sea una tendencia natural del cerebro. De este modo, sentir con nos predispone a actuar por.

Hay datos que sugieren que, en la mayoría de las situaciones, el ser humano tiende a ayudar antes a sus seres queridos que a un extraño. A pesar de ello, sin embargo, la sintonía emocional con un desconocido que se halla en apuros nos conduce a ayudarle del mismo modo que lo haríamos con nuestros seres más queridos. Así, por ejemplo, es más probable que las personas más entristecidas por el llanto de un niño de un orfanato, entreguen dinero o incluso ofrezcan al niño un hogar provisional, sin importar la distancia social que los separe.

La predisposición que nos lleva a ayudar a los similares desaparece en el mismo instante en que nos hallamos ante alguien desesperado o en una situación muy difícil. En un encuentro directo con tal persona, el vínculo intercerebral primordial nos lleva a experimentar su sufrimiento como si fuera el nuestro y estimula, en consecuencia, nuestra acción. Y no olvidemos que ese enfrentamiento directo con el sufrimiento fue, en el inmenso período de tiempo en que la distancia interpersonal se medía en centímetros o en palmos, la regla.

Pero por qué, si el cerebro humano dispone de un sistema destinado a sintonizar con los problemas que experimenta otra persona y nos predispone a ayudarle, no siempre lo hacemos así. Son muchas las posibles respuestas que han puesto de relieve los numerosos experimentos realizados al respecto en el campo de la psicología social. Pero la más sencilla de todas tal vez sea que la vida moderna va en contra de eso y nos relacionamos a distancia con los necesitados, lo que implica que no experimentamos la inmediatez del contagio emocional directo, sino tan sólo la empatía “cognitiva” o, peor todavía, que nos quedamos en la mera simpatía y, si bien sentimos lástima por la persona, no experimentamos su desasosiego y nos mantenemos a distancia, lo que debilita así el impulso innato a ayudar.

Como señalan Preston y De Waal: «En la era del correo electrónico, los ordenadores, las frecuentes mudanzas y las ciudades dormitorio, la balanza se aleja cada vez más de la percepción automática y exacta del estado emocional de los demás en cuya ausencia es imposible la empatía». Las distancias sociales y virtuales que caracterizan a la vida han generado una anomalía que hoy en día consideramos normal. Y esa distancia impide el desarrollo de la empatía, sin la cual es imposible el altruismo.

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