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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (7 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Los matices del ritmo y la sincronía de la más sencilla de las interacciones son tan complejos como una improvisación de jazz. Si simplemente se tratara de algo tan sencillo como asentir con la cabeza no habría motivos para sorprendernos, pero lo cierto es que las cosas son mucho más complejas.

Consideremos las muchas formas en que nuestros movimientos se entremezclan. Cuando dos personas se hallan inmersas en una conversación, el movimiento de sus cuerpos parece replicar el ritmo y la estructura del discurso. El análisis fotograma a fotograma de una conversación revela que los movimientos de los implicados puntúan el ritmo de su conversación y que los movimientos de su cabeza y manos coinciden con las vacilaciones y los puntos de mayor tensión del discurso.

Lo más sorprendente es que esta sincronización corporal y verbal tiene lugar en fracciones de segundo en una danza cuya complejidad queda muy lejos del alcance de nuestro pensamiento. En este sentido, el cuerpo es una especie de marioneta del cerebro y el reloj cerebral funciona en el orden de los mili o hasta microsegundos, mientras que nuestro procesamiento de información consciente (y, en consecuencia, nuestros pensamientos al respecto) lo hace en el orden de segundos.

Pero, aunque se halle fuera del alcance de la conciencia y baste, para ello, con la información proporcionada por la simple visión periférica, nuestro cuerpo se sincroniza con las pautas sutiles de la persona con la que estamos relacionándonos. Esto resulta fácil de advertir cuando caminamos con alguien porque, al cabo de pocos minutos, nuestros brazos y piernas se mueven en perfecta armonía, como sucede también cuando entran en sincronía dos péndulos que oscilan libremente.

Los osciladores son el equivalente neuronal de la cancioncilla de Alicia en el país de las maravillas que dice: “¡Venga, baila, venga, baila, venga, baila y déjate llevar!”. Cuando estamos con otra persona, esos marcapasos nos sincronizan inconscientemente, como sucede con los amantes que se acercan para darse un abrazo o se toman las manos en el mismo instante mientras caminan por la calle. (En cierta ocasión, una amiga me contó que el hecho de que el chico con el que estaba paseando mostrase dificultades en seguir el mismo ritmo era, para ella, un indicador de que más adelante podía tener problemas.)

Cualquier conversación exige cálculos cerebrales muy complejos en los que los osciladores neuronales se ven obligados a realizar continuos ajustes para mantener la sincronía. En esa microsincronía, precisamente, se basa la afinidad que nos permite experimentar lo mismo que la persona con quien estemos hablando.

Esta rumba intercerebral silenciosa nos resulta tan sencilla porque aprendimos sus movimientos básicos durante nuestra más temprana infancia y, desde entonces, la hemos estado ejercitando durante toda nuestra vida.

La protoconversación

Imagine a una madre sosteniendo a su bebé en brazos. La madre frunce los labios dándole un beso a distancia y el bebé, a su vez, le devuelve el beso apretando sus labios. Cuando la madre sonríe, su hijo relaja los labios y esboza una sonrisa para acabar estallando en risas, al tiempo que mueve insinuantemente la cabeza hacia un lado y hacia arriba.

Esta interacción —a la que se conoce como “protoconversación”— duró menos de tres segundos y, aunque no ocurrieron grandes cosas, hubo entre ellos una clara comunicación. Éste es el prototipo básico de toda interacción humana, el rudimento básico de la comunicación.

Los osciladores también operan en la protoconversación. El microanálisis revela que los bebés y las madres establecen muy precisamente el comienzo, las pausas y el final de esta comunicación infantil, estableciendo un acoplamiento en el que cada uno de ellos registra la respuesta del otro y ajusta la suya en consecuencia.

Estas “conversaciones” no son verbales y la presencia de las palabras cumple en ellas con la función de un mero efecto de sonido. La protoconversación con un bebé discurre a través de la mirada, el tacto y el tono de voz y los mensajes se transmiten a través de las sonrisas y los arrullos y, más especialmente, del “maternés” el correlato adulto del habla infantil.

Más semejante a una canción que a una frase, el “maternés” subraya la prosodia y sus matices melódicos trascienden toda cultura, independientemente de que la madre hable chino mandarín, urdu o inglés. El “maternés” siempre suena amable y juguetón, con un tono muy elevado (en torno a 300 herzios), declamaciones cortas y un ritmo regular.

Es frecuente que la madre sincronice su “maternés” palmeando o acariciando a su bebé a un ritmo repetido y periódico. Su cara y los movimientos de su cabeza se hallan en sincronía con sus manos y su voz y el bebé a su vez suele responder al movimiento de las manos de su madre sincronizando sus sonrisas, arrullos y movimientos de mandíbula, labios y lengua. Esas piruetas son cortas, cuestión de segundos o milisegundos y finalizan cuando los dos se acompasan, de un modo habitualmente feliz. Madre e hijo entran con frecuencia en lo que se asemeja a un dueto sincronizado o alternante, marcado por un ritmo lento que oscila de manera estable en torno a las 90 pulsaciones por minuto.

Esas observaciones son el fruto de un minucioso e interminable análisis de interacciones entre madre y bebé grabadas en vídeo por un equipo de psicólogos evolutivos dirigidos por Colwyn Trevarthen en la University of Edinburgh. Las investigaciones realizadas al respecto por Trevarthen le han convertido en un experto mundial en la protoconversación, un dueto en el que los actores «buscan —según dice— la armonía y el contrapunto para crear una melodía».

Pero, más que establecer una especie de melodía, su interacción gira en torno a un tema central, las emociones. La frecuencia del contacto y del sonido de la voz de la madre transmite al bebé el reconfortante mensaje de su amor que, como dice Trevarthen, establece «un rapport no verbal y no conceptual inmediato».

Este intercambio de señales establece un vínculo que permite a la madre alegrar, excitar, tranquilizar o sosegar a su bebé o, por el contrario, alterarle y provocar su llanto. Durante una protoconversación feliz, la madre y el bebé se sienten contentos y sintonizados pero, cuando la madre o el niño no cumplen con su parte de la conversación, los resultados son muy diferentes. Si la madre, por ejemplo, presta poca atención a su hijo o responde sin ganas, el bebé reacciona replegándose y, si la respuesta de la madre es inoportuna, se queda perplejo y angustiado. Si, por el contrario, es el bebé el que deja de participar en el juego, será la madre la que, a su vez, se sienta mal.

Estas sesiones de protoconversación son, para el niño, seminarios intensivos en los que aprende a relacionarse. Aprendemos a sintonizar emotivamente con los demás mucho antes de disponer de palabras para referirnos a esos sentimientos. La protoconversación es la plantilla básica de toda relación humana, una conciencia tácita que nos sintoniza quedamente con los demás. Es por ello que la capacidad de entrar en sincronía como hicimos cuando éramos bebés guía todas las interacciones sociales que mantenemos a lo largo de nuestra vida, del mismo modo que, siendo niños, los sentimientos fueron el tema fundamental de la protoconversación, siguen siendo el vehículo a través del cual discurre la comunicación adulta. Este diálogo silencioso de sentimientos constituye el sustrato sobre el que se asientan los demás encuentros, la agenda oculta, en suma, de toda interacción.

CAPÍTULO 3

EL
WIFI
NEURONAL

Apenas me hube acomodado en mi asiento del metro de Nueva York se desencadenó una de esas inquietantes y confusas situaciones que con tanta frecuencia sacuden la vida ciudadana, un grito a mis espaldas que procedía del fondo del vagón y, cuando levanté la vista, advertí que el semblante del hombre que se hallaba frente a mí asumía un aspecto ligeramente ansioso.

Mi mente se puso entonces rápidamente en marcha para tratar de entender lo que había ocurrido y, sobre todo, cuál debía ser mi respuesta. ¿Se trataba acaso de una pelea? ¿Alguien había sufrido un ataque de pánico? ¿Había algún peligro o no era más que una broma de un grupo de adolescentes?

La respuesta me la dio inmediatamente el rostro de mi compañero de asiento que, abandonando su aspecto preocupado, volvió a sumirse tranquilamente en la lectura del periódico. Entonces supe que, independientemente de lo que hubiese ocurrido, todo estaba bien.

Mi ansiedad inicial se había visto azuzada por la suya hasta que su semblante sereno me devolvió la calma. En tales momentos prestamos instintivamente atención al rostro de la gente que nos rodea en busca de sonrisas o ceños fruncidos que nos proporcionen indicios para detectar las señales de peligro y las intenciones de los demás.

Los numerosos ojos y orejas de que disponía la horda prehistórica le permitían detectar el peligro con mayor celeridad de lo que hubiera podido hacer el individuo aislado. No cabe la menor duda de que, en el mundo poblado de dientes y garras en que se movían nuestros ancestros, esa capacidad de diversificar la vigilancia —asociada a un mecanismo cerebral que se ocupa de la detección automática de los signos de peligro y de la correspondiente activación del miedo— ha sido una herramienta muy poderosa en la lucha por la supervivencia.

Aunque, en los casos de ansiedad extrema, el miedo puede desbordarnos hasta el punto de impedirnos conectar con los demás, la ansiedad moderada intensifica las relaciones emocionales, de modo que quienes se sienten amenazados y ansiosos son especialmente propensos a captar las emociones ajenas. Qué duda cabe de que, en el caso de la horda primordial, bastaba con la expresión aterrada de quien acababa de ver un tigre para provocar el pánico y estimular la respuesta de huida de nuestros congéneres hacia un lugar más seguro.

Eche un vistazo al siguiente rostro:

Fig. 1

La amígdala reacciona de inmediato a esta imagen con una intensidad directamente proporcional a la emoción exhibida. Cuando alguien que se halla conectado a un RMNf contempla esta imagen, su propio cerebro expresa el miedo aunque en un rango, ciertamente, bastante más silencioso.

Los circuitos neuronales que operan en paralelo en el cerebro de los implicados durante las relaciones interpersonales propagan un contagio emocional que abarca el amplio rango de los sentimientos, desde la tristeza y la ansiedad hasta la alegría.

Los momentos de contagio constituyen un auténtico acontecimiento neuronal y ponen de relieve el vínculo funcional que, trascendiendo las barreras de la piel y del cráneo, une nuestros cerebros. En términos sistémicos podríamos decir que, mientras perdura ese vínculo, los cerebros implicados se “acoplan” de modo que el output de uno se convierte en el input del otro, un feedback intercerebral en el que un cambio en uno de ellos desencadena en el otro el mismo tipo de respuesta.

El cerebro de quienes se hallan así conectados emite y recibe un flujo de señales que, en el caso de discurrir de la manera adecuada, amplifica la resonancia. Este vínculo es precisamente el que posibilita la sincronización de nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Tengamos en cuenta que, independientemente de que se trate de la alegría y la ternura o, por el contrario, de la ansiedad y el resentimiento, siempre estamos emitiendo y recibiendo estados internos.

La física describe la resonancia como una vibración simpática, es decir, como la tendencia de una parte a acoplarse al ritmo de la otra y provocar así una especie de efecto secundario que amplifica y prolonga la respuesta.

Esta conexión intercerebral tiene lugar de manera automática sin necesidad de prestar ninguna atención especial. Bien podríamos decir que el intento deliberado de imitar a alguien para acercarnos más a él resulta bastante torpe. La mejor coordinación es espontánea y no responde a motivos ocultos ni a la intención consciente de congraciarnos con nadie.

Esa espontaneidad sólo es posible gracias al concurso de la vía inferior. La amígdala, por ejemplo, sólo necesita treinta y tres milisegundos —y, en ocasiones, diecisiete (menos de dos centésimas de segundo)— para registrar las señales de miedo en el rostro de otra persona. Esto pone claramente de manifiesto la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior sin mediación consciente alguna de nuestra parte (aunque podamos sentir la emergencia difusa del desasosiego).

Pero, por más que ignoremos conscientemente el modo en que opera esta sincronización interpersonal, lo cierto es que discurre con gran facilidad gracias a la participación de una clase muy especial de neuronas.

Los espejos neuronales

Aunque no debería tener más de dos o tres años, todavía conservo muy vivo el siguiente recuerdo. Caminaba con mi madre por el pasillo de la tienda de comestibles cuando una mujer me sonrió tiernamente y mi boca esbozó automáticamente una sonrisa. Ese día sentí claramente que mi insospechada sonrisa no procedía de mi interior, sino de fuera, como si mi rostro fuese una simple marioneta movida por hilos invisibles que tiraban de mis músculos.

Hoy en día sé que esa inesperada reacción fue una consecuencia de la actividad de las llamadas “neuronas espejo” de mi joven cerebro. Porque la función de las neuronas espejo consiste precisamente en reproducir las acciones que observamos en los demás y en imitar —o tener el impulso de imitar— sus acciones. En estas neuronas se asienta, en suma, el mecanismo cerebral que explica el viejo dicho “Cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo”.

Es muy probable que los grandes senderos de la vía inferior discurran a través de este tipo de neuronas. Hay muchos sistemas de neuronas espejo y, con el paso del tiempo, probablemente se descubran muchas más.

Estas neuronas wifi son el fruto de un descubrimiento accidental. El hallazgo tuvo lugar en 1992, cuando los neurocientíficos que estaban cartografiando el mapa del área sensoriomotora del cerebro de un simio utilizaron electrodos tan minúsculos que podían ser implantados en una sola neurona y vieron las células que se activaban durante un determinado movimiento. La investigación demostró que la gran especificidad de las neuronas de esta región, porque algunas de ellas sólo se ponían en funcionamiento cuando el simio cogía algo con sus manos, mientras que otras sólo lo hacían cuando, por el contrario, lo dejaba.

Lo realmente asombroso, sin embargo, tuvo lugar la calurosa tarde en que un auxiliar entró en el laboratorio con un helado de cucurucho. Los científicos se sorprendieron al descubrir la activación de una célula cerebral en el mismo instante en que el simio vio que el auxiliar se acercaba el helado a los labios. Entonces fue cuando se dieron cuenta de la activación de un conjunto diferente de neuronas cuando el simio simplemente observaba a otro simio o a uno de los experimentadores haciendo un determinado movimiento.

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