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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (57 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Pero el concepto de felicidad nacional bruta no es una prerrogativa exclusiva de Bután, porque existe un pequeño, aunque creciente, número de economistas que están empezando a conceder a la felicidad personal y a la satisfacción con la vida la misma importancia que al desarrollo económico. Según dicen, la creencia universal en los círculos políticos de todo el mundo de que el consumo nos hace más felices está equivocada. Es por ello que esos economistas están desarrollando nuevos métodos para medir el bienestar que no se centran exclusivamente en el nivel de ingresos o en la tasa de empleo, sino que tiene también en cuenta la satisfacción con las relaciones personales y la sensación de que la vida tiene un sentido.

Daniel Kahneman advirtió la bien documentada falta de correlación entre el desarrollo económico y la felicidad (exceptuando el caso básico en el que las personas pasan de no tener nada a tener muy poco). Recientemente está difundiéndose entre los economistas el reconocimiento de que sus modelos hiperracionales ignoran la vía inferior —y las emociones en general— y por ese motivo no llegan a comprender las decisiones que toman las personas, mucho menos las que los hacen felices.

La noción de “solución tecnológica” —con la que se conoce a la aplicación de la tecnología y de la ingeniería a los asuntos humanos— fue acuñada por Alvin Weinberg, antiguo director del Oak Ridge Nacional Laboratory y fundador del Institute for Energy Analysis. Weinberg alcanzó su mayoría de edad científica de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, una época muy proclive a las visiones utópicas que consideraban a la tecnología como una panacea que podía resolver todos los problemas humanos y sociales. De ahí precisamente se derivó la propuesta de crear una gran red de centrales nucleares que, según se decía, abaratarían considerablemente el coste de la energía y, si se ubicaban en la costa, proporcionarían agua potable, fomentando el bienestar de naciones enteras. (Hay que decir que algunos ecologistas están empezando a reconsiderar el uso de la energía nuclear como una solución a los problemas derivados del calentamiento global.)

Ahora que ya ha superado los noventa años, la visión de Weinberg ha dado un giro filosófico y aleccionador. «La tecnología —según me dijo— nos permite desconectarnos de los demás y de nosotros mismos. La civilización está atravesando una época muy singular. Lo que una vez fue importante ha acabado dejándolo de ser. Actualmente, la vida se vive frente a un monitor de ordenador y las relaciones personales se mantienen a distancia. Vivimos en un metamundo y nuestra atención se centra en los últimos desarrollos tecnológicos. Pero las cuestiones más importantes siguen siendo la familia y la responsabilidad social y colectiva».

Como consejero científico de la presidencia de los Estados Unidos Weinberg escribió, durante los años sesenta, un artículo muy influyente sobre lo que él denominó “criterios para la decisión científica”. Ese artículo introdujo la idea de que los valores podrían servirnos como guía para la asignación del presupuesto dedicado a la ciencia y como una cuestión válida en la filosofía de la ciencia. Hoy en día, casi medio siglo más tarde, ha reconsiderado lo que es “útil” e importante para determinar las prioridades del presupuesto de una nación. Según me dijo: «La visión convencional opina que el capitalismo es la única forma eficaz de asignar los recursos ... pero lo cierto es que carece de compasión».

«Me pregunto si no estarán agotándose las posibilidades de nuestros modelos económicos y si la elevada tasa de paro global a la que asistimos no será un fenómeno estructural y muy profundo, en lugar de meramente coyuntural. Quizá siempre haya un número considerable (y probablemente creciente) de personas que no puedan encontrar un buen trabajo. ¿Cómo podríamos transformar, me pregunto, nuestro sistema para que no sólo fuese eficaz, sino también compasivo?»

Paul Farmer, el legendario cruzado por su trabajo sobre la salud pública en Haití y África, condena abiertamente la “violencia estructural” de un sistema económico que mantiene las desigualdades y lleva a tantos desheredados del mundo a salir a cualquier precio de la pobreza. Una solución, según él, consistiría en considerar a la asistencia sanitaria como un derecho fundamental. En el mismo sentido, Weinberg afirma: «El capitalismo compasivo nos obligaría a cambiar nuestras prioridades y asignar más recursos del presupuesto nacional a las buenas obras. Modificar el sistema económico en un sentido más compasivo también proporcionaría una mayor estabilidad a nuestros sistemas políticos».

Pero los modelos económicos que actualmente dirigen las políticas nacionales suelen desentenderse del sufrimiento humano (aunque rutinariamente estimen el coste económico de desastres naturales como inundaciones o hambrunas). Uno de los resultados más elocuentes de este abordaje son las políticas que sofocan económicamente a los países más pobres con deudas tan enormes que apenas si dejan dinero para el alimento y el cuidado médico de sus niños.

Esta actitud económica se halla aquejada de una ceguera mental que carece de la capacidad de asumir el punto de vista de los demás. La empatía es esencial para un capitalismo compasivo que tenga en cuenta el sufrimiento humano y su alivio.

Todo esto justifica la necesidad de crear una sociedad compasiva. Los economistas, por ejemplo, harían bien en considerar los beneficios sociales que podría suponer el parentaje socialmente inteligente y el establecimiento de programas escolares que promuevan el desarrollo de habilidades sociales y emocionales tanto en el sistema educativo como en el penitenciario. De este modo, los esfuerzos realizados por la sociedad para mejorar el funcionamiento del cerebro social podrían beneficiar tanto al niño como a la comunidad en la que vive. Estos beneficios irían, en mi opinión, desde el logro de objetivos escolares más elevados hasta un mejor rendimiento laboral, con el consiguiente aumento de la felicidad y la competencia social de los niños hasta una mayor seguridad y salud colectiva. Y qué duda cabe de que las personas más educadas, seguras y sanas contribuyen muy positivamente al desarrollo de cualquier economía.

Son muchos, en suma —dejando a un lado las especulaciones—, los beneficios que podría proporcionarnos el desarrollo de relaciones sociales más afectuosas.

El murmullo de la camaradería

En su exuberante “Yo canto al cuerpo eléctrico”. Walt Whitman dice poéticamente:

Me he dado cuenta de que basta estar con los que uno quiere,

Me basta demorarme al atardecer con aquellos que quiero.

Me basta sentir cerca la hermosa carne, la carne que es curiosa, que respira y que ama.

Pasar entre la gente y tocar alguno, o rozar con el brazo el cuello de un hombre o de una mujer. ¿No es esto mucho?

No pido otra alegría, nado en ella como en el mar.

Hay algo en estar cerca del hombre y de mujeres y de mirarlos, y en su contacto y en su olor, que es grato al alma.

Todas las cosas son gratas al alma, pero ésta es la más grata.

El contacto humano alienta la vitalidad, especialmente de las relaciones amorosas. Es por ello que las personas que más nos importan constituyen una especie de elixir, un manantial vivo de energía. El intercambio neuronal entre un padre y su hijo, entre un abuelo y su nieto, entre amantes, entre los miembros de una pareja satisfecha o entre buenos amigos tiene virtudes bien palpables.

Ahora que la neurociencia está comenzando a cuantificar el murmullo de la camaradería y sus beneficios, podemos prestar atención al impacto biológico de la vida social. Las implicaciones de los vínculos que mantenemos con nuestras relaciones, nuestra función cerebral y nuestra misma salud y bienestar son realmente sorprendentes.

Deberíamos revisar la creencia de que somos inmunes a los encuentros sociales tóxicos. Tenemos la curiosa creencia de que, exceptuando los tempestuosos estados pasajeros, las relaciones que mantenemos no afectan a nuestro funcionamiento biológico. Pero ésta no es más que una mera ilusión porque, del mismo modo que podemos contagiarnos de un virus, también podemos “pillar” un desaliento emocional que nos torne más vulnerables a ese “virus” y que, de un modo u otro, socave nuestro bienestar.

Desde esta perspectiva, los estados emocionalmente negativos como el disgusto, el desprecio y la rabia son el equivalente al humo del tabaco que va dañando lentamente los pulmones de los fumadores pasivos. El equivalente interpersonal del cuidado preventivo de la salud del cuerpo físico consistiría, pues, en añadir más emociones positivas a nuestro entorno.

En este sentido, la responsabilidad social comienza aquí y ahora, cada vez que nuestras acciones contribuyen a crear estados óptimos en los demás, tanto en las personas con las que casualmente nos cruzamos como en aquellos a los que amamos y cuidamos. Como Whitman, cierto científico que estudia el valor de supervivencia de la sociabilidad afirma que la lección práctica que deberíamos extraer de todo ello consiste en «la necesidad de cuidar nuestras relaciones sociales».

Todos eso está muy bien y es muy sano para nuestra vida personal, pero se ve afectado por las fuertes corrientes sociales y políticas de nuestro tiempo. El siglo pasado subrayó lo que nos divide y nos enfrentó a los límites de la empatía y la compasión colectiva.

Desde una perspectiva estrictamente logística, el antagonismo que atizó los odios intergrupales durante la mayor parte de historia humana resultaba bastante manejable. Los limitados medios de destrucción de que disponíamos mantuvieron el daño dentro de ciertos límites. Pero, en el siglo XX, sin embargo, la tecnología y la eficacia organizativa multiplicó extraordinariamente nuestro potencial destructivo. Es por ello que, como mordazmente profetizó el poeta W.H. Auden: «Hemos de amarnos los unos a los otros o morir».

Esta visión refleja perfectamente la urgencia que acompaña al desencadenamiento del odio. Pero ello no implica que estemos impotentes, porque esa misma sensación de urgencia puede servir para recordarnos que el reto esencial al que colectivamente nos enfrentamos en este siglo consiste en ampliar el círculo del “nosotros” y disminuir simultáneamente el del “ellos”.

La nueva ciencia de la inteligencia social nos proporciona herramientas para ir expandiendo gradualmente los límites de la frontera del “nosotros”. No necesitamos aceptar las divisiones que alimentan el odio, sino establecer puentes con los demás y ampliar nuestra empatía hasta llegar a incluirlos a pesar de las diferencias que nos separen de ellos. A fin de cuentas, los circuitos del cerebro social nos conectan a la misma esencia común que todos los seres humanos compartimos.

APÉNDICE A

Una nota sobre las vías inferior e superior

La vía inferior opera rápida, automática e inconscientemente. La vía superior, por su parte, nos brinda la posibilidad de asumir un control voluntario, pero requiere de un esfuerzo y una determinación consciente y funciona más lentamente. Esta diferenciación entre las vías superior e inferior posee una gran importancia para la conducta y simplifica extraordinariamente los confusos y complejos circuitos que se entretejen en el cerebro.

Aunque los detalles neuronales concretos de cada uno de esos sistemas todavía no estén claros y se hallen bajo el escrutinio de la ciencia, la diferenciación establecida al respecto por Matthew Lieberman, científico de UCLA, resulta muy valiosa. Lieberman denomina “sistema X” (que incluye, entre otras regiones neuronales, a la amígdala) y “sistema C” (que incluye a la corteza cingulada anterior y a ciertas áreas de la corteza prefrontal) a las modalidades automática y controlada, respectivamente.

Los distintos sistemas cerebrales operan en paralelo, combinando en diferentes proporciones las funciones automáticas y controladas. Cuando leemos, por ejemplo, decidimos dónde mirar y reflexionamos deliberadamente en el significado de lo que vemos (capacidades que implican a la vía superior), dejando funciones tales como el reconocimiento de pautas, la extracción de significado, el descifrado sintáctico, por ejemplo, en manos de los mecanismos automáticos. Son tantas las funciones que desempeña la vía inferior que mal podríamos concluir que la lectura es una actividad mental que depende exclusivamente de la vía superior. Por más pues que, en este libro, presentemos una clara dicotomía entre lo superior y lo inferior, conviene subrayar que, en realidad, se trata de un amplio espectro que abarca gradaciones muy diversas.

La tipología de las vías superior e inferior resume las dos grandes dimensiones cognitiva-afectiva y automática-controlada y las organiza como automática-afectiva y controlada-cognitiva. Para los propósitos de este libro hemos dejado de lado, pues, los casos de funciones cognitivas automáticas altamente adaptativas (como reconocer, por ejemplo, la palabra que estamos leyendo) y las emociones generadas intencionalmente (mucho más raras, pero que podemos advertir en aquellos actores que pueden emocionarse a voluntad).

El procesamiento automático propio de la vía inferior parece ser la modalidad por defecto con la que el cerebro opera de continuo. La vía superior, por su parte, se pone en marcha cuando un acontecimiento inesperado, un error o el intento deliberado de pensar interrumpe el procesamiento automático (como sucede, por ejemplo, cuando debemos tomar una decisión difícil). Desde esta perspectiva, la mayor parte de la corriente de nuestro pensamiento discurre a través de la vía automática.

Dentro de ciertos límites, sin embargo, la vía superior puede, si así lo queremos, anular el funcionamiento de la inferior. De ello depende, básicamente, la capacidad de decidir.

APÉNDICE B

El cerebro social

Para que un nuevo conjunto de circuitos aparezca en el cerebro debe tener una gran importancia para quienes lo poseen, aumentando la probabilidad de que su poseedor viva para transmitirlo a sus sucesores. La vida grupal fue, para los primates, un excelente mecanismo de adaptación. Todos los primates viven en grupos que les ayudan a satisfacer las exigencias de la vida multiplicando los recursos a los que puede acceder cualquier miembro aislado y proporcionando así una importancia extraordinaria a las buenas relaciones sociales. El cerebro social parece el mecanismo adaptativo utilizado por la naturaleza para enfrentarse al reto de sobrevivir como parte de un grupo.

¿Qué quieren decir los neurocientíficos cuando hablan de “cerebro social?” La idea de que el cerebro está compuesto de áreas discretas, cada una de las cuales se encarga aisladamente de una tarea concreta parece hoy en día tan anticuada como las imágenes de la frenología decimonónica que “explicaban” el significado de las circunvoluciones cerebrales. Hoy en día sabemos perfectamente que los circuitos neuronales que se ocupan de una determinada tarea mental no están ubicados en un lugar concreto, sino que se hallan distribuidos por todo el cerebro y que, cuanto más compleja es la tarea, más amplia es esa distribución.

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