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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (9 page)

BOOK: Islas en la Red
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—Cuanto más grande más estúpido, ¿es ésa la estrategia? —dijo Laura—. ¿Qué le ocurrió al buen viejo divide y vencerás?

—No se trata de política. Se trata de tecnología. No es su poder lo que nos amenaza, es su imaginación. La creatividad procede de los grupos pequeños. Los grupos pequeños nos proporcionaron la luz eléctrica, el automóvil, el ordenador personal. Las burocracias nos dieron las centrales nucleares, los embotellamientos de tráfico y las redes de televisión. Las primeras tres cosas lo cambiaron todo. Las tres últimas no son ahora más que un recuerdo.

Otras tres gaviotas brotaron de la nada. Lucharon graciosamente entre sí por obtener su espacio, con estridentes chillidos de ansia. Laura dijo:

—¿No crees que deberíamos intentar algo un poco más enérgico? ¿Como, digamos, arrestarlos?

—No te culpo por pensar eso —dijo Emerson—. Pero tú no sabes cómo ha sobrevivido esa gente. Medran en la persecución, eso les une. Crea un abismo de clase entre ellos y la sociedad, les permite considerar al resto de nosotros como presas sin el menor remordimiento de conciencia. No, tenemos que dejarles crecer, Laura, tenemos que ofrecerles un lugar en nuestro
status quo.
Se trata de una lucha a largo plazo. De décadas. De vidas enteras. Exactamente igual que la Abolición.

—Hummm —dijo Laura, sin que aquello le gustara demasiado. La generación más vieja siempre estaba hablando de la Abolición. Como si el abolir las bombas que podían destruir el planeta hubiera requerido un genio trascendente—. Bueno, no todo el mundo comparte esa filosofía. O de otro modo estos tiburones de datos no estarían ahora aquí, intentando imponerse los unos a los otros. —Bajó la voz—. ¿Quién crees que les está chantajeando? ¿Uno de ellos, quizás? Esos singapurianos… son tan reservados y desdeñosos. Parecen bastante suspicaces.

—Es posible —dijo plácidamente Emerson—. Sea como fuere, son profesionales. —Arrojó el último trozo de su dulce a las gaviotas, y se puso en pie con un ligero estremecimiento—. Está empezando a hacer frío.

Entraron. Dentro del Albergue se había establecido de nuevo la rutina. Los singapurianos se retiraban siempre a sus habitaciones tras las negociaciones. Los europeos se divertían en la sala de conferencias, haciendo subir las facturas de telecomunicaciones del Albergue.

Los granadinos, por su parte, parecían profundamente interesados en el Albergue en sí. Lo habían inspeccionado desde las torres hasta los cimientos, haciendo halagadoras preguntas acerca del diseño por ordenador y la arena conglomerada. Desde un principio los granadinos parecían haber mostrado una activa predilección por David. Se habían reunido con él por tercera noche consecutiva en el salón de abajo.

Laura fue a ayudar con las tareas de limpieza. El personal se las arreglaba bien, pese a las exigencias de seguridad. Hallaban excitante tener auténticos criminales en el lugar. La señora Rodríguez había atribuido apodos apropiados a los huéspedes: los Opios, los Morfinos y, por supuesto, los Marihuanos. Winston Stubbs, El Jefe de los Marihuanos, era el favorito del personal. No sólo era el que tenía más aspecto de pirata, sino que había intentado darles propina varias veces. Los Morfinos europeos, en cambio, estaban en la lista de la mierda de todos.

Debra Emerson tampoco había escapado…, nadie la llamaba ya de otro modo distinto de «La Espía». Todo el mundo estaba de acuerdo en que era extraña.
Poca loca,
decían en su deformado español. Pero era Rizome, así que era correcta.

Laura no había ido a correr en tres días. Su tobillo ya estaba mejor, pero el obligado confinamiento la hacía sentirse como encerrada en un hormiguero. Necesitaba una copa. Se reunió con David y los granadinos en el bar.

David les estaba mostrando su colección de música. Coleccionaba antigua música pop texana: western swing, blues, polcas, baladas
conjunto
fronterizas. Una cinta de
conjunto
con sesenta años de antigüedad sonaba en aquellos momentos por los altavoces del salón, con rápidos riffs de acordeón puntuados con agudos lamentos. Laura, que había crecido con los sintetizadores y la música pop rusa, aún seguía considerando aquella música malditamente extraña.

Se sirvió un vaso de vino tinto de la casa y se reunió con ellos en torno de una mesa baja. El viejo estaba derrumbado en una silla, con aspecto soñoliento. Sticky Thompson y la mujer de la Iglesia de Ishtar estaban sentados juntos en un sofá.

Durante los debates, Sticky había estado muy animado, a veces casi demasiado. Entre su equipaje, Sticky había traído un termo de lo que afirmaba que era lactobacilina. Ahora estaba bebiendo un poco. Laura se preguntó qué sería realmente. Sticky no podía tener más de veintidós o veintitrés años, pensó. Era un poco demasiado joven para tener úlceras.

Carlotta bebía un vaso de zumo de naranja. Había dejado bien claro que nunca tocaba el café ni el alcohol. Permanecía sentada íntimamente cerca de Sticky, apretando su cadera envuelta en una media negra contra la pierna del hombre, acariciando ligeramente los rizos de la nuca de Sticky. Carlotta nunca había tomado parte en los debates, pero compartía la habitación de él. Lo contemplaba con un arrebato animal…, como las gaviotas ahí fuera.

La visión de Carlotta y Sticky —un amor joven tocado a 78 revoluciones por minuto— causaba en Laura una cierta sensación de inquietud. Había algo horriblemente falso en el ambiente que les rodeaba, como si estuvieran imitando de manera deliberada un romance. Adelantó una silla al lado de la de David.

—¿Qué piensan ustedes? —dijo David. —Es mejor que esos cowboys imitando el yodel —dijo Sticky, con sus ojos ámbar brillando—. Pero no puede decir usted que éstas son sus raíces, amigo. Esto es música del Tercer Mundo.

—Y una mierda —dijo David suavemente—. Es música de Texas, yo soy texano.

—Están cantando en español, amigo. —Bueno, yo hablo español —indicó David—. Quizá no se haya dado cuenta usted de que nuestro personal es texano hispano.

—Oh, sí que me he dado cuenta —dijo Sticky. Por primera vez empleó un lenguaje claramente coloquial—. Me he dado cuenta de que ustedes duermen arriba en el castillo de la torre —señaló hacia el techo—, mientras que ellos duermen aquí abajo junto a la cocina.

—Oh, eso. —David arrastró ligeramente la voz, picado—. Supongo que tal vez preferirá usted que esos viejos tengan que subir dos tramos de escaleras, mientras que nosotros dormimos con el bebé abajo para así despertar a todos los huéspedes.

—Veo lo que veo —dijo Sticky—. Usted dice: No más salarios de esclavo, iguales derechos para todos bajo la gran madre Rizome. Todo el mundo vota. No hay jefes…, sólo coordinadores. No hay cuadros directivos…, sólo un Comité Central. Pero su esposa sigue dando órdenes, y ellos siguen cocinando y limpiando.

—Seguro —intervino Laura—. Pero no para nosotros, Sticky. Para ustedes.

—Esa sí que es buena —exclamó Sticky, clavando sus ardientes ojos en Laura—. Hace usted honor a esos cursos de relaciones públicas de la universidad. Diplomática, como su madre.

Hubo un repentino silencio.

—Tranquilo, Sticky —murmuró el viejo—. Te estás poniendo colorado, muchacho.

—Sí —admitió David—. Será mejor que tome un poco más de esa leche.

—No hay nada en esta leche —dijo Sticky. Tendió el termo a Laura, que era la que estaba más cerca—. Pruébela.

—De acuerdo —dijo bruscamente Laura. Cogió el termo y dio un sorbo. Era empalagosamente dulce. Se lo devolvió—. Eso me recuerda: David, ¿le has dado de comer a la niña?

David sonrió, admirando su valentía.

—Sí.

No había nada en la leche, decidió Laura. No iba a ocurrirle nada. Dio un sorbo a su vino para eliminar el sabor.

De pronto Carlotta se echó a reír, relajando la tensión.

—Eres un auténtico tipo, Sticky —dijo. Empezó a frotarle los hombros—. No sirve de nada que te las tengas con el señor y la señora Vida Matrimonial. Ellos son como corresponde, eso es todo. No como nosotros.

—Todavía no lo ves, muchacha. Tú no los has oído hablar arriba. —Sticky había perdido su ecuanimidad… y su acento. Estaba sonando más y más como un locutor de un noticiario por cable, pensó Laura. Aquel llano inglés televisivo atlántico. La forma de hablar de la Red global. Sticky apartó la mano de Carlotta y la mantuvo sujeta—. Los honrados ya no son lo que eran. Ahora lo quieren todo…, el mundo entero. Un solo mundo. Su mundo. —Se puso en pie, haciendo que ella se pusiera en pie también—. Vámonos, muchacha. La cama necesita un poco de movimiento.

—Buenas noches
—les dijo David en español mientras se marchaban—.
Dulces sueños. ¡Cuidado con las chinches!
— Sticky lo ignoró.

Laura se sirvió otro vaso y derramó la mitad de él. El viejo abrió los ojos.

—Es joven —dijo.

—He sido demasiado rudo —dijo David, contrito—. Pero no estoy de acuerdo con esa vieja línea imperialista estadounidense…, no me gusta aquí donde vivo. Lo siento.

—No los Estados Unidos, no —dijo el viejo—. Ustedes los yanquis no son Babilonia. Ahora sólo son parte de ella. Babilonia la multinacional. Babilonia la multilateral. —Cantó casi las palabras—. Babilonia llega para atraparnos allá donde vivimos. —Suspiró—. Sé que a ustedes les gusta cómo son las cosas aquí. He preguntado a las viejas, y ellas dicen que también les gusta. Dicen que son ustedes amables, su hija es encantadora. Pero, ¿dónde crece esta niña, en su hermoso mundo con su hermosa colección de reglas? No tiene ningún lugar donde huir. Ustedes piensan que eso ha terminado, ¿no? Antes de tropezar con nosotros. —Se puso en pie con un bostezo—. Mañana, ¿eh? Mañana. —Se fue.

Hubo un silencio.

—Vámonos a la cama —dijo finalmente Laura. Se fueron arriba.

La niña dormía pacíficamente. Laura había estado comprobando periódicamente el monitor de su cuna a través del relófono. Se desvistieron y se metieron juntos en la cama.

—Ese Stubbs es un tipo auténticamente extraño —dijo David—. Lleno de historias. Dijo…, dijo que estaba en Granada en el 83, cuando los marines estadounidenses la invadieron. El cielo se pobló de helicópteros derramando cubanos. Ocuparon la emisora de radio y se pusieron a emitir música pop yanqui. Los Beach Boys, dijo. Al principio pensé que se refería a los marines: los chicos de la playa…

Laura frunció el ceño.

—Estás dejando que te influyan, David. Ese encantador viejo excéntrico y su pobre pequeña isla. Esta pobre pequeña isla nos está dando un buen bocado en el culo. Esta maliciosa observación acerca de mi madre…, deben tener dossiers sobre nosotros del tamaño de guías telefónicas. ¿Y qué hay de la chica esa, eh? Este asunto no me gusta en absoluto.

—Tenemos mucho en común con Granada —dijo David—. En su tiempo Galveston fue un paraíso de piratas. El buen viejo Jean Lafitte, ¿recuerdas? Allá en 1817. Asaltar barcos, yo-jo-jo, la vieja botella de ron, toda la rutina. —David sonrió—. Quizá tú y yo pudiéramos empezar nuestro propio paraíso, ¿no crees? Uno pequeñito, que pudiéramos manejar desde la sala de conferencias. Descubriríamos cuántos dientes le quedan a la vieja abuela de Sticky.

—Ni siquiera pienses en ello —murmuró Laura. Hizo una pausa—. Esa chica, Carlotta. ¿Crees que es atractiva?

Él se dejó caer en la almohada.

—Un poco —dijo—. Seguro.

—No dejabas de mirarla.

—Creo que estaba volando con esas píldoras de su Iglesia —dijo él—. Romance. Le hace algo a una mujer, le da ese brillo. Aunque sea falso.

—Yo podría tomar una de esas píldoras —indicó cuidadosamente Laura—. He estado completamente loca por ti antes. No creo que me hicieran ningún daño permanente.

David se echó a reír.

—¿Qué te ha pasado esta noche? No pude creer que bebieras esa leche. Tienes suerte de no estar viendo pequeños perros azules saltando de la pared. —Se sentó en la cama y agitó la mano—. ¿Cuántos dedos?

—Cuarenta —dijo ella con una sonrisa.

—Laura, estás borracha. —La clavó contra la cama y la besó. Le supo bien. Era bueno sentirse aplastada bajo su peso. Un cálido, sólido y confortable peso.

—Ha estado bien —dijo—. Dame diez más. —El rostro de él estaba a un par de centímetros de distancia, y Laura olió el vino de su propio aliento.

Él la besó dos veces, luego bajó la mano y la acarició de una forma profunda e íntima. Ella le rodeó con los brazos y cerró los ojos, disfrutando del momento. Una buena, fuerte y cálida mano. Se relajó, hundiéndose en un placentero estado de ánimo. Unos ligeros cambios químicos, como un roce de placer mezclado con deseo. La debilidad que la había acompañado durante todo el día se evaporó mientras se relajaba en su excitación.

Adiós, calculadora Laura; hola, Laura conyugal, mucho tiempo sin vernos. Empezó a besar a David en serio, de la forma que sabía que a él le gustaba. Era estupendo hacerlo, y sabía que a él le encantaba.

Allá vamos, pensó. Un agradable y sólido deslizar dentro de ella. Seguro que no había nada mejor que aquello. Sonrió al rostro de David.

Esa expresión en sus ojos. A veces la había asustado las primeras veces, y la había excitado también. Esa expresión que hacía que el dulce David desapareciera y algo distinto ocupara su lugar. Alguna otra parte de él, una parte primigenia. Algo que ella no podía controlar que podía llegar incluso a apoderarse de su propio control sobre sí misma. El sexo había sido así en los primeros días de su relación, algo salvaje y fuerte y romántico, y no enteramente placentero. Demasiado cerca del desvanecerse, demasiado cerca del dolor. Demasiado extraño.

Pero no esta noche. Se deslizaron a un buen ritmo de bombeo. Un fuerte abrazo y un sólido bombear. Estupendo, sólido, confortable sexo. Edificando el orgasmo como quien levanta una pared de ladrillos. Los arquitectos angélicos levantaban paredes así en el cielo. Nivel uno, nivel dos, tomándose su tiempo, nivel tres, ya casi terminada, y ahí estaba. El climax la inundó, y gimió feliz. Él todavía estaba en ello. No servía de nada ir a buscar otro y no lo intentó, pero llegó de todos modos, un pequeño hormigueo con un placer propio, como oler coñac en otra habitación.

Luego terminó él. Rodó hacia su lado de la cama, y ella sintió el sudor masculino secarse sobre su piel. Una buena sensación, tan íntima como un beso.

—Oh, señor —dijo él, sin querer significar nada, sólo dejando escapar las palabras junto con su aliento. Deslizó sus piernas bajo las sábanas. Se sentía feliz, eran amantes, todo estaba bien en el mundo. Pronto se quedarían dormidos.

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