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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

La Biblioteca De Los Muertos (7 page)

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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—Dos hijas y un hijo. El mayor tiene quince años.

—Bueno, no hay duda de que querrán ver a su padre de vuelta cuanto antes.

Atwood se emocionó y mostró su vena sensible.

—Usted fue una inspiración para todos nosotros, señor primer ministro, un héroe para todos nosotros, y a día de hoy es usted mi héroe personal. Le doy las gracias de todo corazón por haber intervenido. —Estaba llorando.

A Churchill le horrorizó que un hombre permitiera que lo vieran así.

—No piense más en ello. Bien está lo que bien acaba.

Tras esto, Churchill se quedó solo allí sentado, con el puro a medio fumar. Casi podía oír los ecos de la guerra, las voces apremiantes, la electricidad estática de las transmisiones sin cable, el crujido distante del zumbido de las bombas. La columna de humo azul del puro y las espirales que formaba eran como apariciones fantasmagóricas que flotaban en el miasma subterráneo.

El teniente general Stuart, un hombre al que Churchill había conocido durante la guerra, entró en la sala y se detuvo en posición de firmes.

—Descanse, teniente general. ¿Le han contado que este lío está ahora en mis manos?

—Me han informado, señor primer ministro.

Churchill dejó el puro en su viejo cenicero.

—Tienen a Atwood y a los suyos en Aldershot, ¿correcto?

—Correcto, señor. El profesor cree que ha sido liberado.

—¿Liberado? No. Llévelo con su gente. Estaremos en contacto. Este es un asunto delicado. No podemos precipitarnos.

El general miró a ese hombre corpulento, dio un taconazo y saludó con elegancia.

Churchill recogió su abrigo y su sombrero y salió por última vez de la Sala de Guerra sin mirar atrás.

10 de julio de 1947, Washington, DC

Harry Truman parecía pequeño ante el enorme escritorio del Despacho Oval. Iba hecho un pincel: corbata a rayas blanquiazul anudada con cuidado, traje de verano color marengo abotonado hasta arriba, zapatos de costura inglesa negros relucientes, y cada mechón de su ralo cabello perfectamente peinado.

Estaba en el ecuador de su primer mandato y ya tenía una guerra a sus espaldas. Ningún presidente desde Lincoln había tenido que soportar esa prueba de fuego. Los caprichos de la historia le habían catapultado a una posición inconcebible. Nadie, ni siquiera él mismo, habría apostado por que ese hombre simplón y más bien mediocre llegaría a la Casa Blanca. Ni cuando vendía camisas de seda en Truman & Jacobson en Kansas City veinticinco años atrás; ni cuando, como juez del condado de Jackson, se convirtió en una garra más de la máquina democrática del jefe Pendergast; ni cuando fue senador por Missouri, otra marioneta de apoyo; ni siquiera cuando Franklin Delano Roosevelt lo eligió como candidato a la vicepresidencia, un compromiso sorprendente que se forjó en la pegajosa y caldeada trastienda de la convención de Chicago de 1944.

Pero ochenta y dos días después de que le nombraran vicepresidente Truman era citado con urgencia en la Casa Blanca para ser informado de la muerte de Roosevelt. De repente debía tomar el relevo de un hombre con el que apenas había hablado durante los tres primeros meses del mandato. En el círculo interno del presidente se le había declarado «persona non grata». Le habían dejado fuera del circuito cerrado de la planificación de la guerra. Jamás había oído hablar del Proyecto Manhattan. «Chicos, os pido que recéis por mí», les dijo a un grupo de reporteros que le esperaban, y lo dijo de todo corazón. Cuatro meses más tarde, el ex vendedor de camisas estaba autorizando el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki.

En 1947 estaba metido en la difícil tarea de gobernar una superpotencia en un mundo caótico, pero su estilo metódico y decidido le estaba rindiendo un buen servicio y había conseguido mantener el paso. Los acontecimientos se habían desarrollado de manera rápida y vertiginosa: la reconstrucción de Europa con el Plan Marshall, la fundación de las Naciones Unidas, la lucha contra el comunismo con su Ley de Seguridad Nacional, la reactivación automática de la economía del país con su Trato Justo. «Puedo desempeñar este cargo —se decía a sí mismo—. Demonios, estoy hecho para esto.» Entonces cayó en su agenda algo de fuera de este mundo. Estaba allí, ante él, sobre su vacío escritorio, junto a su famosa placa: THE BUCK STOPS HERE.

El sobre de papel manila estaba marcado con letras rojas: PROYECTO VECTIS - ACCESO: ULTRASECRETO.

Truman recordó la llamada telefónica que había recibido de Londres cinco meses antes, uno de esos vividos acontecimientos que quedarían permanente y exquisitamente grabados en su memoria. Recordó cómo iba vestido aquel día, la manzana que se estaba comiendo, en qué estaba pensando en los momentos previos y posteriores a la llamada de Winston Churchill.

—Me alegro de oírle —le había dicho—. ¡Menuda sorpresa!

—Hola, señor presidente. Espero que esté usted bien.

—Nunca he estado mejor. ¿En qué puedo ayudarle?

A pesar del ruido estático en la línea transatlántica, Truman percibía la opresión en la voz de Churchill.

—Señor presidente, puede usted hacer mucho. Nos encontramos ante una situación extraordinaria.

—No le quepa duda de que lo haré si está en mi mano. ¿Es esta una llamada oficial?

—Lo es. Me han pedido que la haga. Al sur de nuestras costas se halla la isla de Wight.

—Sí, he oído hablar de ella.

—Un equipo de arqueólogos ha encontrado algo allí que, sinceramente, es demasiado peligroso para tratar con ello. El descubrimiento es de vital importancia, pero somos conscientes de que carecemos de la capacidad necesaria para lidiar con ello en esta situación de posguerra. En el mejor de los casos sería una distracción nacional; en el peor, una catástrofe nacional.

Truman podía imaginarse a Churchill allí sentado, inclinándose hacia el teléfono, su enorme figura apenas visible tras la columna de humo del puro.

—¿Por qué no me dice qué han encontrado sus chicos?

El pequeño presidente imperturbable escuchaba, tenía la pluma preparada por si acaso debía hacer alguna anotación. Poco después dejó caer la pluma, que no había usado, y sus dedos tamborilearon nerviosos en el escritorio. De repente la corbata le apretaba demasiado y el trabajo le venía grande. Había creído que lo de la bomba atómica había sido su prueba de fuego. Ahora solo le parecía el precalentamiento hacia algo de mayor envergadura.

Aparte del presidente de Estados Unidos solo había seis hombres en el gobierno que tenían autorización Ultra, una denominación tan reservada que incluso su nombre era alto secreto. Cientos de personas, tal vez miles, habían tenido conocimiento del Proyecto Manhattan en su día, pero solo media docena de ellas estaban al tanto del Proyecto Vectis. El único miembro del gabinete de Truman que tenía autorización Ultra era James Forrestal. A Truman le caía bastante bien Forrestal, pero además confiaba en él plenamente. Era un tipo como él, había sido un hombre de negocios antes de comprometerse con el servicio público. Había sido secretario de Marina con Franklin Delano Roosevelt, y Truman lo mantuvo en su puesto.

Forrestal, frío, exigente y adicto al trabajo, compartía la rabiosa visión anticomunista del presidente. Truman había estado preparándolo para algo más importante. A su debido momento Forrestal asumiría el nuevo cargo de ministro de Defensa. Y el Proyecto Vectis recaería en él a tiempo completo.

Truman rompió el lacre de cera de la carpeta carmesí, una herramienta de privacidad arcaica pero efectiva. En su interior había un memorando escrito por el contraalmirante Roscoe Hillenkoetter, otro de su círculo que tenía acceso Ultra y al que Truman nombraría en breve director en jefe de una nueva agencia que se llamaría CÍA. Truman leyó el memorando, luego metió la mano dentro del paquete y sacó un puñado de recortes de periódico.

Roswell Daily Record
: EL EJÉRCITO DEL AIRE CAPTURA PLATILLO VOLANTE EN UN RANCHO DE LA REGIÓN DE ROSWELL; y al día siguiente: EL GENERAL RAMEY VACÍA EL PLATILLO VOLANTE.
Sacramento Bee
: EL EJÉRCITO REVELA QUE SE HA ENCONTRADO UN DISCO VOLANTE EN NUEVO MÉXICO. Había unas cuantas decenas más de noticias parecidas de las diferentes asociaciones de prensa nacionales e internacionales.

«Alea jacta est
», pensó Truman recordando el latín aprendido cuando era joven. César cruzó el Rubicón afirmando: «La suerte está echada», y alteró el curso de la historia al desafiar al Senado y entrar en Roma con sus legiones. Truman le quitó el capuchón a su pluma y escribió un breve mensaje a Hillenkoetter en una hoja limpia con el membrete de la Casa Blanca. Volvió a meter su carta y los demás papeles en la carpeta y sacó del primer cajón que había a la derecha en su escritorio su pintoresco kit de lacre dorado. Encendió su Zippo, prendió la mecha de un botecito de queroseno y lentamente, gota a gota, fundió sobre el cartón un trozo de cera, hasta que se formó un charquito color rojo sangre. La suerte estaba echada.

El 24 de junio de 1947 un piloto privado que sobrevolaba el monte Rainier, en el estado de Washington, informó sobre unos objetos con forma de platillos que volaban a gran velocidad y de manera errática. Unos días después eran cientos las personas que habían tenido sus propios avistamientos por todo el país y los periódicos se llenaron de platillos volantes. Roswell estaba a punto de caramelo.

Diez días más tarde, en el día de la Independencia, en el transcurso de una fiera tormenta eléctrica, el cielo nocturno de Roswell, Nuevo México, quedó iluminado por un flamante objeto azul que cayó a tierra al norte de la ciudad. Aquellos que lo vieron juraron que no fue un relámpago ni nada parecido.

A la mañana siguiente, Mack Brazel, capataz del rancho de J. B. Foster, una granja de ovejas a unos ciento veinte kilómetros al noroeste de Roswell, estaba conduciendo un rebaño hasta su abrevadero cuando descubrió un campo en el que había esparcidas piezas de metal, aluminio y goma. La densidad de desperdicios era tal que las ovejas se negaron a atravesar el pastizal y hubo que rodearlo.

Brazel, un hombre sobrio con la piel ajada por las inclemencias del tiempo, le echó un vistazo y se convenció a sí mismo de que aquello no era como los globos sonda de aluminio que había encontrado en el pasado. Eso era algo mucho más sustancioso. En las inspecciones que siguieron descubrió el dibujo entrecruzado de unas huellas de neumático que salían del campo de los residuos. «Huellas de todoterreno —pensó—. ¿Quién demonios ha estado en mis tierras?» Recogió unos pocos fragmentos de metal y acabó su labor de pastoreo. Algo más tarde llamó al sheriff del condado de Chavez, George Wilcox, y le dijo como si tal cosa: «George, ¿sabes todo eso que dicen de los platillos volantes? Pues creo que hay uno esparcido por mis tierras.»

Wilcox conocía bien a Brazel y sabía que no estaba chiflado. Si Mack decía eso, por Dios que se lo tomaría en serio. Hizo una llamada a la base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos de Roswell, la brigada 509, y puso sobre aviso al comandante. El coronel William Blanchard, por su parte, movilizó a sus dos oficiales de alta inteligencia, Jesse Marcel y Sheridan Cavitt, para que fueran al rancho a la mañana siguiente. Después de eso hizo llegar un mensaje a su superior en el Octavo Regimiento de las Fuerzas Aéreas, el general de brigada Roger Ramey quien insistió en que se le mantuviera informado con pelos y señales de lo que ocurriera en el campo. El general creía firmemente en aquello de que «la mierda siempre sale a la superficie», así que llamó a Washington e hizo un informe preliminar a un asistente del secretario del Ejército. Se quedó a la espera de que le devolvieran la llamada.

En unos minutos el asistente le informó de que tenía a Washington al otro lado de la línea.

—¿Secretario Patterson? —preguntó.

—No, señor —le respondieron—. Aquí el secretario de Marina, el señor Forrestal.

«¿La marina? Pero ¿qué diantres está pasando aquí?», se preguntó.

El domingo por la mañana el calor ya estaba horneando el barro rojo cuando Mack Brazel se encontró con los dos oficiales de inteligencia, junto a una patrulla de soldados, a la entrada del rancho. El convoy siguió la camioneta de Brazel por los caminos polvorientos hasta la frondosa ladera de la colina en la que estaban la mayoría de los residuos. Las tropas, arrastrando los pies con dificultad bajo el sol abrasador, marcaron el perímetro, en tanto que el comandante Marcel, un joven pensativo, fumaba un cigarrillo detrás de otro mientras hurgaba entre los restos. Cuando Brazel señaló hacia las huellas de las ruedas y le preguntó si el ejército había pasado por allí con anterioridad, el comandante dio una calada especialmente larga y respondió: «Le aseguro que no tengo conocimiento de eso, señor».

En unas horas las tropas habían recogido cosas del lugar, habían cargado un montón de residuos en sus camionetas cubiertas con lonas y se habían marchado. Brazel observó cómo el convoy desaparecía en el horizonte y sacó un trozo de metal de su bolsillo. Era tan fino y tan ligero como el papel de aluminio que hay dentro de los paquetes de tabaco. Pero había algo extraño en él. Brazel era un tipo fuerte con manos como palas, pero por más que lo intentaba no podía doblarlo ni un poquito.

Durante los dos días siguientes Brazel observó el ir y venir del ejército del lugar del impacto. Le dijeron que se mantuviera a distancia. El martes por la mañana estuvo seguro de haber visto la estrella de un general de brigada en un todo terreno que pasó a toda velocidad. Era inevitable que toda la ciudad supiera que algo estaba pasando en el rancho de Foster, y el martes por la tarde el ejército ya no podía encubrir más la historia. El coronel Blanchard envió a la prensa un comunicado oficial de las Fuerzas Aéreas en el que se admitía que un granjero local había encontrado un platillo volante. El artefacto había sido recuperado por la Oficina de Inteligencia base y había sido transferido a unas dependencias de mayor capacidad. Esa misma tarde el Roswell Daily Record dio el campanazo con una edición especial y comenzó el frenesí en todos los medios de comunicación.

Curiosamente, una hora después del anuncio oficial de Blanchard, el general Ramey estaba al teléfono con la agencia internacional de prensa cambiando la versión de la historia. No era un platillo volante ni nada por el estilo. Se trataba de un globo sonda ordinario con un radar reflector, nada como para llevarse las manos a la cabeza. ¿Podría la prensa tomar fotos de los restos? El general contestó que bueno, que Washington había levantado un cerco de seguridad en toda la zona pero que vería qué podía hacer para ayudarles. Poco después había invitado a los fotógrafos a su oficina de Texas para que tomaran fotos de un globo sonda laminado en aluminio que yacía sobre su moqueta. «Aquí lo tienen, caballeros. Este es el culpable de tanto alboroto.»

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