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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (47 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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—Adelante, entonces. La abertura de la cueva está arriba, a la derecha. Si veis unas matas de retama amarilla ante un fondo de roca gris puntiaguda, deberéis torcer a la derecha. Subid con la cabeza gacha. No podemos evitar que nos avisten, pero tal vez podremos hacerles creer que somos más numerosos.

* * *

La piedra corazón no deseaba entrar en la cueva; parecía obvio. Owen advirtió en ella el mismo dolor salvaje y mudo que sentía en las parturientas que morían en el lecho donde daban a luz, conscientes de que su muerte significaba otra vida, pero apenadas por no vivir para verlo.

Era desconcertantemente distinto en el caso de las dos muertes más recientes a las que había asistido en calidad de amigo. Tanto Edward Wainwright como Najakmul habían llegado al final de una vida plenamente vivida, y se habían alzado para recibir el abrazo de la Parca con un sentimiento cercano al entusiasmo.

Ambos, con su último suspiro, habían insistido en la ineludible necesidad de llevar la piedra corazón azul hasta su hogar, hasta ese mismo lugar donde debería permanecer a partir de entonces. Ambos le habían advertido que ella se resistiría.

Fue en aquel momento, al entrar por la boca de la cueva, cuando reparó en la resistencia que oponía. Había escalado el último trecho de la vertiente lidiando con una fuerza que le retenía como el empuje de la gravedad, escuchando sin cesar el lamento de sus pensamientos que le avisaban de un peligro mortal o de una pena desesperada, si bien era incapaz de saber cuál de los dos.

—Esperaremos aquí un momento —decidió—. Si nos están siguiendo, los veremos antes de que nos descubran ellos.

La abertura era una grieta al soslayo en la pared de roca que tenían delante, medio oculta por unos matorrales de espinos. Owen agarró a Martha por el codo y tiró de ella hasta que entraron en un lugar llano y seco donde podían observar sin ser vistos gracias a los árboles. Allí se quedaron, en la penumbra, exhalando sonoros resuellos tras el ascenso.

A su espalda se alzaba una roca calcárea maciza rematada por un techo de bóveda alta. A su izquierda el sol se cernía sobre los páramos y dibujaba sombras más claras en los brezales y los helechos. Un túnel se perdía en la oscuridad a su derecha; al inicio, era lo bastante ancho para que cupieran los dos, aunque Owen recordaba que a medida que se adentraba se volvía mucho más angosto.

Esperó a que sus ojos se adaptaran a la luz grisácea. Unos antiguos nidos de golondrinas arropados en un rincón de la bóveda más alta fueron ganando nitidez. Una carriza entró revoloteando sin avisar y del mismo modo salió de la cueva con un par de aleteos, formando una mancha de color en la lúgubre luz. Cuando ya parecía que no se acercaba nadie y que no había más motivos que justificaran la espera, Owen hizo lo que había hecho en su día, cuando era un crío que exploraba esas cuevas: evocó la figura de su abuela y el cariño que sentía por la piedra corazón azul.

Un recuerdo concreto despuntaba de sus tiernos once o doce años, cuando su abuela había empezado a hablarle de la existencia de la piedra. Un apacible atardecer de otoño, con los montones de hojarasca rojiza ardiendo en los huertos y los arándanos hirviendo en la cocina para una tarta vespertina, lo había llevado a una estancia tranquila en el ala norte de la casa y le había enseñado lo que podía hacerse con las velas para conseguir que los ojos de la calavera desprendieran luz.

Él se dedicó a practicar con la supervisión de su abuela hasta que manejó perfectamente la técnica; de ese modo se formó un vínculo entre él y la piedra, como el vínculo que podría establecer con un nuevo perro al que tirara de su correa o, aún mejor, con un halcón que volara hasta posarse en su puño. Paulatinamente, la concentración se convirtió en alborozo y su mundo empezó a arder con la llama de una nueva vida.

Al final, casi había logrado orientar los tenues rayos de luz azulada hacia su abuela, pero ella se lo impidió amonestándole con la mano, pues afirmaba que le gustaba su pelo cano tal como era y no tenía ningunas ganas de que volviera a su

tonalidad morena original. Él se lo tomó como una broma, apartó la calavera, levantó las velas, una en cada mano, y encuadró el rostro de su abuela con su luz. En aquel instante su apariencia fue de pura belleza, de alguien en paz.

Más tarde esa misma noche, le describió las cuevas que conocía y la manera de encontrar la catedral de la tierra. No le pidió que fuera en persona; sencillamente se limitó a mencionar su paradero convencida de que, por grande que fuera su miedo a los lugares pequeños y estrechos, iba a tener que verlo.

Pero su miedo era mayor de lo que ella imaginaba. Dejó pasar el otoño y no fue hasta la primavera; pero entonces era demasiado tarde para transmitirle la belleza que presenció, pues su abuela había pasado ya a mejor vida.

Como obsequio para ella, entró en el laberinto de los túneles blandiendo como un baluarte contra la oscuridad el recuerdo de aquel instante en el que la luz de las dos velas iluminaron su rostro con un sabio relucir.

Privado del alivio de la piedra corazón, hizo lo mismo en esta ocasión, aunque era difícil esclarecer si el rostro que se iluminaba en su recuerdo era el de su abuela o el de Najakmul. Ambos habían empezado a difuminarse en su memoria. Fuera cual fuese el semblante -quizá eran ambos-, lo utilizó para afianzar su valor del mismo modo como afianzaba el extremo suelto de su hilo de lana para poder salir a la luz del día a salvo.

Martha seguía a su lado. Observaba cómo él anudaba la lana y fijaba un extremo en una grieta para que no se soltara. Al igual que haría cualquier mujer encinta, su mano reposaba sobre la pequeña curva de su vientre.

—Si deseáis quedaros aquí, volveré a buscaros cuando lo permita el túnel.

—Aceptaría gustosamente, pero prometí a mi padre que conocería el lugar donde debe descansar la piedra corazón —confesó con gesto duro—. Aquellos que recorremos los senderos tenemos nuestro propio destino que cumplir.

Exhibía la misma valentía que su abuela. Al adentrarse en la oscuridad, vio que desaparecía el último rastro de color de sus mejillas y las finas líneas de sus ojos se endurecían.

Le dio un casto y breve abrazo.

—Cuando lleguemos, veréis que el esfuerzo valía la pena. Además, la primera parte del trayecto es sencilla. Imaginad que recorréis un pasillo de vuestra casa de noche y sin velas.

El trayecto de entrada no era tan complicado como apuntaban sus recuerdos de niño, pero tampoco era algo que deseara volver a repetir.

Momentos más tarde llegaron a un espacio llano en el que se detuvieron, hombro con hombro, y en el que no se veía el techo, tan arriba estaba. Lo mismo sucedía con las paredes laterales. Los envolvía el ruido de una cascada como si estuvieran metidos en ella.

—Ayudadme, podemos encender la vela, y el farol también —dijo Owen, y luego prosiguió con el afán de un niño por mantener el misterio—. ¿Podríais cerrar los ojos?

Llevaba consigo pedernal, yesca y un manojo atado de hierbas. Incluso para quien lo había visto antes, aquel lugar era asombroso, le robaba a uno el corazón. Finalmente, logró encender el farol, tenerlo en alto y pronunciar con inesperada timidez:

—Hacedme el favor, abridlos.

—Dios mío, Cedric...

Valía la pena haber pasado por la oscuridad, el frío y el miedo. También valió la pena que al final fueran dos y no tres quienes compartían ese instante, ya que en ese momento, su esposa, Martha Walker, se volvió hacia él con el alma saliéndole por los ojos y sin encontrar las palabras para expresar lo que sentía.

Él se le acercó y la abrazó una vez más, pero con un solo brazo, como en su día hizo Fernando.

—No tenéis que decir nada. Contemplad y recordad, pues las generaciones venideras entenderán que llegar a la catedral de la tierra justifica su difícil andadura.

—Le tendió el farol y él siguió con la vela—. Si os quedáis aquí, depositaré la piedra corazón en su lugar de reposo.

—Debería acompañaros...

—No. —Una súbita punzada de dolor le atenazó el corazón—. Debo hacerlo yo solo.

Encendió cuatro velas más y las colocó sobre unas repisas que circundaban el arco de entrada, para que Martha tuviera suficiente luz. Luego se marchó y recorrió una vez más el camino que había seguido antes: veinte pasos hacia el este y después cruzar el río sobre unas piedras muy resbaladizas. Rumbo al oeste nuevamente, siguió el perfil de la orilla del río hasta la prodigiosa y evocadora belleza del salto de agua.

Bajo la luz de hollín del farol, el agua se precipitaba como si de oro se tratara y se esparcía sobre el ancho crisol de piedra a sus pies, donde la roca blanca la recogía y la transformaba en mercurio.

Su abuela había descrito el lugar como un pozo de agua viva, y a decir verdad, no se le ocurrían palabras más apropiadas.

Owen balanceó el farol sobre su rodilla, se sentó en el borde haciendo caso omiso de su ropa mojada y por fin liberó la piedra corazón del zurrón de cuero en el que había recorrido medio mundo.

Descansaba en silencio entre sus manos, enmudecida al llegar la hora. Sintió su queja como un gran peso en su corazón, que le arrastraba hacia abajo, hasta hundirse. No pudo sino postrarse sobre el gélido suelo de caliza de la cueva.

Su cuerpo había perdido toda euforia, toda conciencia de belleza, todo júbilo por el éxito logrado. En el corazón de la caverna el mundo se vaciaba de luz y color, de aroma y tacto, de amor y canción. En ese renovado mutismo comprendió por primera vez cómo sería su vida una vez se desprendiera de la piedra corazón. Era incapaz de soportarlo.

—¿Por qué tiene que ser así?

Su alarido se hundió en el pozo de aguas blancas y se desvaneció. No volvió a hablar; se limitó a sentarse en el espacio oscuro de su alma y contempló de nuevo su vida con amargo asombro por no haberse atrevido a formular la pregunta hasta que por fin entonces pugnaba por salir de sus labios.

Cuando era niño, su abuela le había contado que existía un lugar donde debía reposar la piedra, y él lo había aceptado sin reservas, como todo cuanto procedía de ella. En la primavera de su vida, Nostradamus le había explicado cuál era su sino, y Owen se había sorprendido porque otro hombre lo conociera. Najakmul se lo había repetido, acaso con mayor claridad; había pasado treinta años en el paraíso formándose para hacerle frente, agradeciéndoselo todos los días, y había regresado a Inglaterra arrastrado tan solo por la necesidad de volver a pisar ese lugar y dejar ahí su legado a quienes le sucedieran.

Fernando de Aguilar, un hombre con toda una vida por delante, había dado su vida para que la calavera pudiera ser llevada hasta ese lugar donde iba a ser salvada del paso del tiempo, con el fin de que futuras generaciones la encontraran cuando más lo requiriera el mundo.

Pero a Cedric Owen no le importaban las necesidades del mundo. No hizo sino llorar por su dolor, por Fernando, por Martha, por la piedra.

«¿Desharías todo cuanto hemos hecho?»

En su ser más profundo conocía esa voz, por eso levantó la mirada. Ahí estaba

Najakmul, de pie, dotada de todo el poderío de la cascada. Tendió una mano hacia él.

«Si te digo que la piedra reposará aquí, donde yo me encuentro, ¿aliviará eso el dolor de tu partida? No te separarás de ella por mucho tiempo».

Unas gotas de agua más finas que la lluvia le salpicaron. Najakmul prosiguió:

«¿Has preguntado a la piedra qué espera de ti?».

No lo había hecho. Siempre había creído que la voluntad de la piedra era también la suya, que sus corazones eran uno solo. Le envolvió un plácido azul que procedía del remanso de paz que escondía su alma. Era un lamento azul que no impugnaba su destino o el de la piedra, tan solo daba fe de la verdad de Najakmul.

Entre el agua de la cascada, ella volvió a hablar: «Entrégala al agua viva, hijo de mi corazón. Estás a punto de cumplir la misión de tu vida».

«Hijo de mi corazón». Así le había llamado ella los últimos días de su vida. Fueron esas palabras las que le dieron el valor para levantarse y para alzar la piedra corazón, para que absorbiera un último instante la luz de las velas y el reflejo plateado del salto.

El pozo de agua blanca era un hervidero allá abajo, en lo más profundo; estaba abierto como un corazón que se ofrece, que deja entrever la callada oscuridad de su interior.

—¡Cedric!

Un cortante brillo amarillo cruzó sus pensamientos, como amarilla era la voz de Martha, que le avisaba desde un extremo de la cámara. Al otro lado del río, bajo la flamígera luz de las cuatro velas, vio cómo forcejeaba con uno o quizá con dos asaltantes.

Su decisión colgaba de un hilo muy fino; se debatía entre dos responsabilidades. Con una valentía inusitada, Cedric Owen arrojó a la cuenca que ocultaba la cascada la piedra que contenía su alma. Las blancas aguas la envolvieron a modo de corona. El resplandor de su último rayo azul quedó marcado a fuego en su visión para la eternidad.

* * *

Echó a correr con el farol en una mano y la navaja (inutilizable) en la otra, hacia la otra orilla, donde Martha Walker luchaba contra los hombres que pretendían arrebatarles la vida a ella y al hijo que llevaba en su vientre.

Capítulo 32

Herrería de Weyland, Oxfordshire, cinco de la madrugada,

21 de junio de 2007

El amanecer llegó lentamente a los campos de Oxfordshire. Las piedras que

circundaban el túmulo fueron los primeros objetos en mostrar su color; ráfagas de liquen gris adquirieron, a ojos de Stella, tonalidades más sutiles de verde. El gallo ganaba empaque allá en el valle. En lo alto graznaba un cuervo desde el haya más alta. Hacía un rato que le respondía una carriza.

Cerca del camino crujieron unas ramas. Tony Bookless era una masa informe que avanzaba por la senda de árboles que llevaba a la Herrería de Weyland y proyectaba su voz como un faro en la tenue penumbra.

—Stella, ¡estás ahí! —Echó a correr los últimos metros, sorteando los árboles, sin aliento, hasta el claro que era la antesala del túmulo—. Y Kit, y Gordon, y la piedra calavera. ¡Qué alivio!

Los nombró por orden, como si pasara lista, pero sus ojos no dejaban de mirar a Stella y a la piedra azul, con su aura. De forma algo extraña, llevaba la mano derecha en el bolsillo. Desde donde estaba, Stella podía contar sus nudillos.

—¿Dónde está Davy?

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