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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (13 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Olvido estrenaba un vestido. Era de paño denso con dibujos de espigas. La cubría desde el cuello hasta los tobillos, y a la niña le picaba la primavera por todo el cuerpo. Sin embargo, lo que más le molestaba no eran esas ronchas que le mordían la carne después de rascárselas, sino la ceguera impuesta por su madre. Durante el camino al pueblo no podía contemplar las jaras en flor, ni las ardillas saltando de una rama a otra, pues llevaba un sombrero con enormes alas de paja calado hasta los ojos.

Al llegar a la iglesia, Manuela ayudó a la niña a bajar de la carreta y le alisó las arrugas del vestido antes de entregarla a la penumbra de la puerta. Olvido entró en el templo y se colocó con su madre en uno de los últimos bancos —las miradas del pueblo olían a cirios y a desprecio—; ése era el lugar que todavía merecían los pecados de la familia. Quieta en la tabla dura y libre de la tiranía del sombrero —Manuela había tenido que quitárselo por respeto a Dios—, la niña observó cómo temblaban las llamas de las velas encendidas por el espíritu de los muertos, y quiso creer que aquellas lucecitas eran hadas. Les dedicó una sonrisa, esquivando el rictus amarillo de su madre, y se atrevió a pedirles unos cuantos deseos: queridas hadas luminosas, que algún niño juegue conmigo, que a mi mamá se le rompa la palmeta, que a mi papá se le mueran las pulgas. Tenía las manitas entrelazadas y después de cada deseo aguantaba la respiración.

A lo lejos, en medio del altar, el padre Imperio, con los brazos extendidos como el águila que fue, rescataba de la memoria los sermones sobre el Imperio español que le valieron su nombre, y que proclamara recién llegado de las colonias con el furor de la juventud. Volvieron a la iglesia los mares del Caribe, las emboscadas entre cocoteros y plantas tabaqueras, y la muerte en las ciénagas. Volvió a asomarse el diablo en forma de bayoneta, de mosquito, de sol hirviente, de fiebres. Volvieron a emocionarse los feligreses más ancianos, a pesar de que algunos seguían sin comprender el significado después de treinta años. En cambio, otros lloraban porque lo comprendían ahora. Los más jóvenes permanecían ajenos a la gloria y al miedo que refulgía en las pupilas negras del cura. No conocían la historia que se escondía tras su nombre, pero también se les saltaban las lágrimas. Algunas muchachas sospechaban que el padre podía ser pariente lejano de Imperio Argentina, la protagonista de
La hermana San Sulpicio
, película que habían visto en el cine de verano que llegaba al pueblo, desde hacía unos años, con los primeros calores.

El padre Imperio se secaba el sudor con un pañuelo de hilo, el sudor de la frente aureolada por el cabello blanco, y se santiguaba al comprobar que había algunos bancos vacíos, que el templo no reventaba de fe y de olor a oveja como en el siglo anterior. Bajó los brazos —ya no hacía falta que el incensario se balanceara de una pared a otra abriendo surcos perfumados en las oraciones de los fieles—, puso las manos sobre la Biblia granate y suspiró.

Cuando llegó el momento de cantar el Gloria, Manuela Laguna unió su voz a la de los feligreses, pero cuando éstos la escucharon, guardaron silencio y recorrió la iglesia un insulto de hielo. Pasados unos minutos, volvió el Gloria a las gargantas. Era un Gloria ártico que habría dejado a Cristo con los labios morados. Luego el padre Imperio se dispuso a dar la comunión. Manuela no se movió de su sitio: debía redimir muchos pecados antes de atreverse a comulgar.

A la salida, Olvido sintió de nuevo el peso del sombrero. Aprovechó, sin embargo, el revuelo que armaron los jornaleros y campesinos clamando por sus derechos y coreando vivas a la recién estrenada República, para echar hacia atrás las alas de paja y dedicar una sonrisa a algunos habitantes del pueblo. Sólo uno se la devolvió jugando entre los cuerpos de los otros; era el hijo menor del maestro. Tenía siete años, el pelo con un remolino castaño en la nuca, los ojos grises, un hoyo en la barbilla —donde años después se escondería la luna— y los labios gruesos. Los arqueó para que ella los viera y Olvido se los guardó para siempre entre los suyos de sangre.

—¿Qué haces? ¿Qué haces? —Manuela acababa de descubrir la sonrisa de su hija—. No se debe sonreír a las personas que no conoces, sinvergüenza. —Apretó un bracito de la niña—.Vamos a casa, yo te enseñaré a portarte con decencia.

Subieron a la carreta. El caballo negro, inquieto, relinchó. El maestro del pueblo, un hombre enjuto de ojos ceniza, se quedó mirándolas. Inclinó la cabeza Manuela, pero él no contestó al saludo. Todavía es pronto para que perdonen las deshonras carnales de las Laguna, pensó mientras asía las riendas; ya saludarán a Manuela más adelante. Azotó el lomo del animal; el olor a caballo siempre le producía ganas de comer gallina en pepitoria.

De regreso a la casona roja, sufrieron el acoso de la primavera. Las perseguían el zumbido de las abejas, los campos de amapolas y campanillas, la brisa preñada de polen. Olvido se entretenía jugando con el recuerdo de aquel niño de ojos grises, mientras su madre conducía velozmente la carreta. Cuando aparecieron ante ellas las puertas con el lazo de difunto, Manuela le quitó el sombrero a la niña.

—Baja a abrir.

Se oyeron los ladridos de un perro.

—No sonreiré nunca más a un desconocido. Se lo prometo, madre.

Manuela, los guantes tensos sobre las riendas y el aroma de la primavera enroscado en el cuello, le respondió:

—Cállate y espérame en casa.

La niña recorrió el camino desgastado por los ojos de su abuela Clara y esperó en el recibidor. Se apoyó en el armario donde guardaban la ropa blanca; por sus puertas de rejilla se escapaba el aroma de los saquitos de lavanda escondidos entre las toallas y las sábanas.

Cuando llegó Manuela, sacó del armario la palmeta de caña para sacudir las alfombras.

—Quítate el vestido nuevo, no quiero que se manche.

Olvido se desabrochó los botones y la cremallera de un costado. «Esta criatura va a limpiar la memoria de las Laguna —murmuró Manuela escudriñando la delgadez que se escapaba del vestido de su hija—, y si es necesario que la muela a palos para que esto se cumpla, pues es que así lo quiere Dios». Lanzó la palmeta sobre la espalda de la niña. El sol estaba muy alto en el cielo, era más de mediodía, y su luz se mezcló con el sonido de los huesos tiernos.

Después de que la palmeta regresara a su lecho de ropa limpia y sacos de lavanda, llegó del pinar un olor a lluvia y Olvido se escapó al jardín. Escondido entre las hortensias y los dondiegos, vivía su padre. A la niña le gustaba imaginar que el hechizo de una bruja lo había convertido en un perro de lanas negras, flaco y pulgoso.

—¡Papi, papi, mira lo que te traigo! —Sacó de un zurroncito dos bollos de canela y unas rodajas de chorizo.

Los ojos del perro brillaron ante la visión de aquellos manjares, se humedeció el hocico y fue hacia la niña meneando un rabo lleno de mordiscos.

—Papi, te he echado de menos —le dijo abrazando el cuello del animal y dejando que le lamiese el rostro—. Me haces cosquillas. —Abrió las manirás y el perro masticó con ansiedad los bollos y el chorizo mientras ella le acariciaba la cabeza—. Está rico, ¿verdad, papi? Tienes que comer para curarte.

El perro se relamía con un amor desesperado.

—Ahora duerme un rato la siesta en tu canuta de hojas, verás como pronto se te van las pulgas. Se lo he pedido a unas hadas que había en la iglesia. Adiós, papá, me voy a jugar con mi amiga.

Se alejó de los ojos africanos del perro. Caminó entre las calabazas, las lechugas y los tomates del huerto; le escocía la espalda. El sol se ocultaba entre las nubes cuando Olvido se adentró en el claro rodeado de madreselvas. Comenzaba a llover.

—Hola —saludó a la madreselva más frondosa—. ¿A qué quieres jugar? —continuó hablándole a la mata.

Hubo un rumor de tallos y hojas.

—Siempre quieres jugar a lo mismo.

Se puso a saltar a la comba con una rama muy larga. Llovía con más fuerza, el agua empapaba el escozor que se cernía sobre la espalda de la niña.

—En cuanto sea mayor aprenderé magia y desharé el hechizo que os ha embrujado a mi papá y a ti, así podrás tener otra vez piernas y manos y un pelo muy rubio donde te peinaré trenzas. —Le sudaba la frente con el trajín del salto. Sus zapatos se hincaban en la tierra humedecida por la lluvia.

Cuando un perfume a gallina en pepitoria invadió el jardín, volvió a la casa. Desde que murió Bernarda, unos meses atrás, Manuela cocinaba las recetas de su infancia. Falleció en un accidente en el establo. Una mañana, después de terminar sus tareas, se le ocurrió esconderse entre unos fardos de alfalfa para chupar su mayor tesoro, un trocito de la mortaja campesina de Clara Laguna. Pero el caballo negro sintió el aroma que despedía su carne y lo confundió con el de una yegua en celo. Golpeó la puerta de la cuadra hasta que consiguió abrirla y se lanzó, coceando de gusto, contra los fardos de alfalfa. El cráneo de Bernarda se abrió con el primer impacto. Desnudos quedaron los sesos sobre su escondite amarillo; y el trocito de mortaja entre los labios. La enterraron en el cementerio del pueblo. «Al fin y al cabo, ella nunca había ejercido la profesión y su idiotez la protegió del pecado», sentenció el padre Imperio. Era invierno, caía del cielo una menstruación de nieve, y todo el pinar y las colinas de alrededor del camposanto apestaron a yegua durante semanas.

Manuela se había mudado a la habitación de la cocinera, junto a la despensa, a la habitación donde se había criado; su olor a cal y a viandas frescas la reconfortaba. Había decidido conservar la navaja con la que su madre afeitaba a Bernarda, la misma con la que continuó afeitándose ella sola en memoria de su ama. Podía haber vivido más a mi lado, pensó mientras rehogaba las tajadas de gallina, pero la prefirió a ella, como siempre.

Tras el almuerzo, Olvido se echó la siesta en el dormitorio que ocupaba en la primera planta. Deseaba que las horas pasaran muy rápido para que llegara su momento favorito del día: después de la cena, se sentaba con su madre en el salón, frente a la chimenea, y ella le contaba cuentos. Su voz perdía rudeza hablando del mar, de las playas y los acantilados. Aunque, en ocasiones, se quedaba mirándola con severidad y le decía:

—Lo hice por ti.

—¿El qué, madre?

—El pedirle a ella que se fuera.

—¿A quién?

—Ella debió entender y no colgarse del castaño.

—¿Quién se colgó del castaño?

—Calla, tú me compensarás por su muerte.

La boca de Manuela se llenaba de leña y contaba otro cuento para avivar la llama.

Entre misas, cuentos, guisos de gallina, hechizos y palizas, creció Olvido Laguna. Manuela pensaba, complacida, que los planes que tenía preparados para su hija acabarían cumpliéndose. Sólo le atormentaba su analfabetismo. Llevaba varios años intentando que el maestro la admitiera en la escuela. Por el mes de septiembre se arreglaba con el vestido más sobrio y se dirigía a ella atravesando las callejuelas del pueblo. Las ancianas, que habían ocupado el puesto de sus madres, habían roto las hileras separándose en dos bandos. Sus murmuraciones se habían silenciado. Ahora vigilaban las traiciones que flotaban en el viento. Cuando Manuela pasaba junto a ellas, sólo la miraban de arriba abajo y apretaban los labios.

La escuela era una casa solariega de dos plantas con las paredes desconchadas de moho, y un tejado sucio de enredaderas y excrementos de gato, pues éstos solían amarse en él entre maullidos y atracones de luna.

—Su hija no necesita educarse porque dedicará su vida miserable a lo mismo que usted, y para esa profesión da igual si es analfabeta —le decía cada año el maestro a Manuela Laguna centelleándole sus ojos grises.

—Mi hija será decente y debe tener educación.

—Le digo que se marche y no vuelva más. Mientras yo mande en esta escuela es inútil que malgaste más saliva y suelas de zapatos.

Tras aquella respuesta, Manuela se dirigía al ayuntamiento a poner una reclamación.

—Mi hija tiene derecho a escuela —decía a un funcionario—, los tiempos han cambiado. Yo sé esas cosas aunque no pueda leerlas en los diarios.

—Firme usted con una equis en este papelito —el funcionario cincuentón sonreía— y ya se lo termino de rellenar yo. Recibirá pronto la respuesta.

Y aquella respuesta no llegaba nunca a la casona roja, ni a ninguna parte, como si las Laguna no existieran, o no quisiesen que existieran.

El verano en que Olvido había cumplido ya once años, unos hombres del pueblo se apoderaron de la bandera republicana que ondeaba en el ayuntamiento y la quemaron en la plaza, mientras en la taberna el vino se atascaba en el gaznate de otros, sólido como un coágulo de sangre, y el silencio y las miradas de reojo se embozaban con el humo de los cigarros sin filtro. Había estallado la guerra civil.

En el mes de septiembre no llegaron los cazadores como otros años, con sus jaurías y escopetas gallardas. El pueblo olía a una pólvora que no mataba ciervos, ni jabalíes, sino parientes y vecinos. Muchos hombres fueron a alistarse para luchar en el frente, entre ellos el maestro, y una señorita de rostro amable, que habían enviado desde la capital de la provincia, ocupó su puesto. En cuanto Manuela Laguna se enteró de la marcha del maestro, se presentó en la escuela. Esperó ante la puerta a que salieran los niños. Ellos se quedaron mirando los guantes blancos. Sin duda, esa mujer ocultaba unas garras de lobo.

—Buenas tardes, señorita. Quisiera rogarle que aceptase usted en su templo del saber a mi única hija; tiene once años y aún no sabe leer ni escribir.

—Once años y analfabeta, qué atrocidad. —La señorita se fijó en las garras de algodón—. No hay más que hablar. Tráigala mañana mismo y lo solucionaremos.

Desde que la niña cumplió los seis, su madre le tenía preparado todo lo necesario para el primer día de escuela. Los lápices de colores, las cuartillas crema, la carterita para los libros y, lo más importante, el gorro blanco de perlé que había ido agrandando según pasaban los años y crecía la cabeza de Olvido. Deseaba ocultar el rostro de la niña; la vida le había enseñado que nada atraía tanto la deshonra como una belleza ilimitada, y a la escuela acudían también chicos adolescentes.

La despertó con el alba y la condujo hasta su dormitorio. Armada con las tijeras de la costura, le cortó un flequillo por debajo de los ojos.

—Escúchame bien, si te apartas el pelo de la cara te azotaré con la palmeta. —La luz lila que desprendía el jardín inflamaba el dormitorio.

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