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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (11 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Algunas mañanas, Clara obligaba a su hija a sentarse bajo el dosel púrpura, y le hablaba de la maldición de la familia, de la desgracia helada que te licuaba los huesos, de las lágrimas como puñales, de las náuseas de un cuerpo vacío porque se le había ido el alma. También le transmitía las enseñanzas de la bruja Laguna: «Una mujer maldita ha de morir en una iglesia —le decía— para morir en paz, y cuando hables de maldiciones, procura tener siempre un trago de agua o de vino cerca de la boca porque se queda seca». Pero, sobre todo, le enseñaba a esperar la llegada del hacendado andaluz. Los ojos aceituna no habían envejecido en los labios de Clara, no los habían achicado las arrugas; las piernas continuaban tersas y altivas en los pantalones de montar, en las botas que atravesaban, en sus sueños, el umbral de la casona roja.

—Hay que saber esperar para vengarse —indicaba a su hija.

—Sí, esperar —repetía ésta.

—A esperar se aprende.

—Sí, yo espero.

Y Manuela Laguna aprendió a esperar, escabulléndose entre las sendas de las rosas, dibujando el mar en su cabeza, en la tierra de pétalos y escolopendras. Esperó diez años hasta que un invierno su madre no pudo levantarse de la cama, porque la sífilis que le había diagnosticado el doctor le devoraba las carnes y se las llenaba de pústulas.

El padre Imperio, al conocer la noticia de su enfermedad, le hizo llegar por correo la Biblia de tapas violeta que pertenecía al pasado. Bernarda le acercó el paquete al lecho, y ella lo abrió con dedos de cadáver.

—Vete a devolver esto al padre y entra en la iglesia por la puerta de atrás con cuidado de que nadie te vea —le ordenó.

Luego se recostó en la almohada y se dio cuenta de que ya no le quedaban lágrimas.

—Y cuando regreses vienes a la habitación a que te afeite.

—Sí, ama.

Unas semanas después, llegó por correo otro paquete. Venía envuelto en papel de colores y traía pegados más de cincuenta sellos. Esta vez fue su hija la que se encargó de abrirlo. Era un juego de tocador, cepillo, peine y espejo, con los mangos labrados en plata, que su cliente más distinguido, el diplomático, le enviaba desde alguna parte del mundo.

—Me servirán para atusarme en la tumba —dijo incorporándose en la cama—. Péiname tú, Manuela, a mí no me quedan fuerzas.

Se sentó mirando hacia la ventana y ofreció a su hija la melena canosa. Por los cristales se escurrían cataratas de nieve. De pronto, sintió un estertor en el pecho, como si alguien le hubiera arrojado un puñado de tierra. Se puso de rodillas en la cama, con los labios rígidos, y golpeó los cristales helados.

—Abre la ventana, ábrela —rogaba a la hija—, ábrela, tiene que llegar ya.

—Hace demasiado frío, se le van a congelar las pústulas —le contestó ella.

—Necesito verlo llegar —gimió—, ya esperé demasiado.

—Siempre se puede esperar más, madre. Hay que aprender a esperar, usted me lo enseñó. —Sonreía.

Clara Laguna se derrumbó sobre la almohada, pero aún estaba viva. Recordaba las palabras que su madre le susurró en la iglesia antes de morir: «No lo esperes más porque el muchacho no regresará, lo vi en las costillas». Recordaba aquel olor a aceite bendito, a incienso dormido. Recordaba la fe del padre Imperio y sus manos dibujando cruces. Por un momento, deseó rogar a su hija que buscara una estampa de santa Pantolomina entre los tarros de melocotones, y luego la llevara a la iglesia en la carreta para morir como una mujer maldita junto al padre Imperio. Una rabia titánica se lo impidió. Rabia contra el destino de las mujeres Laguna, rabia contra la espera de margaritas, rabia contra una vida malgastada en una venganza que, en su lecho de muerte, se le revelaba inútil, rabia contra el hacendado andaluz y contra la luna clavada en las encinas. Se aferró a los cristales y lo oyó llegar cantando una saeta con los rizos de olivas, joven y esbelto, con el pelo de tumba intacto y en las botas clavadas margaritas. La vida se le fue por los labios como un beso, y en el camino de piedras sólo quedó el viento rugiendo un atardecer de copos de nieve.

Conforme su cuerpo se enfriaba, desprendía un aroma a encinas que inundó el dormitorio y se quedó allí para siempre.

Se encargó de amortajarla la prostituta gallega. Ninguna otra quiso tocar ese cadáver comido por la enfermedad. Según había dispuesto la difunta, le puso el vestido con el que amó por primera vez al hacendado andaluz, mientras Manuela la espiaba detrás de la puerta. Su madre le había dejado en herencia un burdel próspero, una repulsión crónica a cualquier contacto físico con otro ser humano y el peso de su venganza. A los veinticuatro años, Manuela Laguna se convirtió en una muchacha adinerada y arisca.

El entierro de Clara se celebró en la intimidad de la casona roja, a pesar de los esfuerzos que hizo el padre Imperio para que la difunta reposara en el cementerio del pueblo. Manuela se negó porque su tiempo de esperar había terminado. El burdel y los restos de su madre le pertenecían y pensaba disponer de ellos como le diera la gana. Bernarda y las tres prostitutas que quedaban cargaron el féretro en sus hombros como si se tratase de una reina y, siguiendo las instrucciones de Manuela, lo transportaron hasta la rosaleda silvestre. En aquel lugar, ella había cavado una tumba; tenía tierra en las cejas, en las uñas, en la sonrisa. Hubo un silencio de ligas y flores antes de que las prostitutas precipitaran el féretro dentro del agujero, y el ruido de su caída espantase a los pájaros. Cuando la cocinera comenzó a echar paladas de tierra, Manuela buscó los ojos aceituna del hacendado andaluz que su madre le había enseñado a esperar desde los catorce años. Si no llegan mucho antes, el día en que me muera estate segura de que vendrán, le decía una y otra vez. Pero durante el entierro, lo único que vio de color aceituna fue la bufanda de la prostituta gallega que estaba con anginas. Ningún hombre llegó hasta aquella rosaleda remota que, con el paso de los años y los rencores, se había convertido en un laberinto de sendas espinosas a semejanza del alma de Manuela.

Mientras tanto, el padre Imperio, arrodillado en el oratorio de santa Pantolomina, rezaba llorando, mordiéndose los labios por el perdón de aquella alma que no había conseguido salvar. «No supe cómo —se lamentaba arrancándose los cabellos blancos de las sienes—, o sí, lo supe —se atormentaba—, y me dejé llevar por la soberbia, Dios me perdone, por el dolor que me causaba el comprobar que mis palabras y mi presencia ya le eran indiferentes». Lloró en el oratorio de la santa del pueblo hasta que se puso el sol; las viejas de luto se apelotonaban en el confesionario cerrado, espiando sus lágrimas entre cuchicheos y rumores de rosario. Pero él continuó absorto en esa pena que consideraba un fracaso como su irrisión en el trópico. Le envejeció de golpe tanto desaliento, y aquella noche, en el dormitorio junto a la sacristía, unos ojos amarillos le asaltaron los sueños y se quedaron en ellos hasta su muerte.

Tras el sepelio, Manuela preparó la maleta. En su estomago se alborotaba la libertad. Dejaría el burdel en manos de la prostituta gallega —hacía unos años que Clara la había relegado a las tareas domésticas, pues ya sólo le quedaba firme el corazón de eucalipto— y ella se marcharía en busca del mar. Sin embargo, antes de emprender el viaje hacia la costa, Manuela, bajo la bruma de una mañana de invierno, se internó entre las rosas para visitar por última vez la tumba de su madre. Había prohibido que alguien se acercara hasta aquel montón de tierra donde clavó tan sólo una cruz de hierro sin el nombre de la muerta. Se la había comprado a un chatarrero que pasó cantando coplas junto a la verja el mismo día del fallecimiento. Deseaba que las espinas y el olvido se comieran la tumba de Clara Laguna.

Caminó aprisa por las sendas. Muy cerca de su destino, se rajó la bruma que asfixiaba el cielo dejando paso a un rayo de sol que cayó sobre la tumba, y alumbró a una mujer arrodillándose en ella. Manuela reconoció a Bernarda, iluminada por el rayo como una santa; en una mano tenía unos tomates frescos y en la otra un tarro de sal como si se dispusiera a desayunar. La cocinera la miró sonriéndole con sus ojos mansos.

6

L
o primero que le vino a la cabeza a Manuela Laguna cuando, desde la ventanilla del vagón del ferrocarril, divisó el mar liso en el horizonte, fue que se trataba de un prado de color azul a causa de las heladas.

—¿Y las vacas? —murmuró para sí—, será que el pasto se les quedó duro y marcharon en busca de otro.

Sin embargo, conforme el ferrocarril fue acercándose a él, Manuela pudo comprobar que se rizaba de olas. Los cuentos de su infancia le estallaron en el pecho. Pegó las manos y la nariz a la ventanilla, y permaneció así, empañando el cristal con el vaho de la boca, hasta que el ferrocarril entró en un túnel y el paisaje se volvió negro. A la salida, el mar había desaparecido; en su lugar se alineaban pazos rodeados de huertas y tierras de labranza. Manuela aprovechó para sentarse correctamente en el asiento de madera, se alisó las arrugas del vestido, puso la espalda recta y las manos en el regazo sujetando con discreción el bolso. En la ventanilla habían quedado las huellas de los dedos, de la nariz e incluso de un beso descuidado. Ella miraba de reojo aquellas marcas, apretaba el bolso contra el regazo, escudriñaba a la mujer que tenía sentada enfrente, una mujer mayor acompañada por su hija, y le sonreía a pesar de que en su rostro había una mueca de dureza.

El ferrocarril llegó a la estación de La Coruña. A Manuela le temblaron las manos cuando cargó con la maleta.

—Adiós, buen viaje —le dijo a la mujer y a su hija.

No le contestaron; ella continuó sonriendo.

Al bajar al andén, comenzaron a temblarle también las piernas. Caminaba frágil, como si las rodillas fueran a quebrársele bajo el vestido. La locomotora silbaba expulsando bocanadas de humo que impregnaban el andén de un olor a carbonilla.

—¿Va a tomar usted un coche, señorita? —le preguntó un mozo.

—Aún no, gracias.

Entre el olor a carbonilla, Manuela había descubierto un aroma denso, salado, que se le pegaba a la piel, y supo que él había ido a recibirla. Se sentó en un banco de la estación, un banco de láminas de madera, la maleta junto a sus botines, y permaneció un buen rato aspirando la brisa húmeda que él le enviaba. A su alrededor, los mozos cargaban las maletas de los pasajeros, las mujeres ayudaban a los niños a subir a los vagones, los hombres ayudaban a las mujeres, los parientes se abrazaban los novios se miraban a los ojos, todos ellos ajenos, inútiles, ante la fragancia del mar.

Era mediodía y el cielo estaba gris. Las nubes parecían de espuma.

Manuela Laguna se instaló en un hotel cercano al puerto. Era pequeño y barato, pero estaba limpio, aunque a veces, en los pasillos, se notaba el tufo a brea de los marineros. Lo había elegido por la terraza, que tenía una balaustrada de piedra justo enfrente de la playa, y varias mesas y sillones donde los huéspedes podían leer el diario o jugar a las cartas incluso cuando llovía, pues estaba bajo una cubierta. Ella pasaba las tardes en la terraza a pesar de que comenzaba febrero. El clima le resultaba más templado que en su tierra y la humedad no le molestaba; todo lo contrario, la recibía gustosa en su carne y sus huesos como lo que era, el aliento del océano, gélido, penetrante. En la adolescencia, aprendió que amar no debía ser cómodo sino doloroso, y su destino, como el de toda mujer Laguna, le exigía sufrir por amor, romperse el alma aunque fuera de frío. Al principio, se quedaba contemplando el mar durante horas, diseccionando los tonos azules y verdes, escuchando el conversar de las olas. En la terraza había una escalera que conducía a la calle y cruzando ésta se alcanzaba la playa. Algunos días, aunque hubiera anochecido, se acercaba hasta ella y dejaba que sus botines se hundieran en la arena blanca, y que el viento de sal vapuleara su sonrisa; las gaviotas graznaban en el cielo y descendían hasta el agua para atrapar algún pescado. Manuela les tenía celos.

—Creéis que sois las únicas que podéis tocarlo —susurraba entre clientes.

Y se aventuraba a la orilla. Las olas chillaban y le mojaban los botines y el bajo de su vestido de lana, pero ella se agachaba, las acariciaba, las olía, se chupaba los dedos saboreándolas.

Durante las mañanas, solía pasear por el puerto entre los barcos de los pescadores. Le gustaba ver cómo las mujeres cosían las redes y cómo ellos descargaban el pescado, con su piel de espejo y su perfume a entrañas del mar. También los envidiaba, aunque ellos estaban muertos y con los ojos bobos, y ella viva para arrancarles las escamas, destriparlos y cocinarlos a su gusto. Lo que más echaba de menos era guisar al lado de Bernarda. Una tarde en que la oprimía demasiado la nostalgia, bajó a la cocina del hotel y encontró a la dueña atareada en preparar un besugo en salsa.

—¿Le echo una mano? —le preguntó mirando con ansia las viandas que se desparramaban sobre una mesa de mármol.

La dueña del hotel observó unos instantes a aquella muchacha que llevaba un mes viviendo en una de las habitaciones y que no hablaba con nadie. Aquella muchacha de ojos negros, sin gracia ni atractivo, que usaba vestidos pueblerinos, burdos y sombreritos de paño pasados de moda.

—Yo solía cocinar en casa, lejos de aquí, y… —se excusó Manuela con su acento del norte.

—Y tiene morriña —contestó la señora—. Pero usted es gallega, o sus padres, porque habla como de la tierra.

—No, no, sólo viví con alguien que era de Galicia. Si tiene usted una gallina se la puedo preparar encebollada.

—Tengo un ave, pero iba a echarla al cocido.

—Pues le hago el cocido en el puchero. Me sale riquísimo.

Manuela se puso un delantal. Desplumó el ave y la despedazó con una habilidad que dejó pasmada a la señora.

En primavera se aficionó a recoger conchas, caracolas y cualquier objeto que quisiera entregarle el mar. Los almacenaba en unas cajas dentro del armario de su dormitorio y por las noches, después de su paseo por la playa, se entretenía clasificándolos por colores, tamaños y sabores. También continuaba cultivando su afición a la belleza de los insectos. Atrapaba cucarachas en los pasillos del hotel y las sometía a un baño aromático.

Un día, paseando por las callejuelas cercanas al puerto, descubrió una tienda donde vendían lanas y útiles de costura. Se compró un
petit point
de una rosa encarnada y comenzó a bordarlo por las tardes, sentada en la terraza mientras escuchaba las novedades que le traía el mar. Cuando lo acabó, compró otro de un barco y después otro de diferente dibujo, hasta que incorporó el bordado de los
petit point
a la rutina de su vida, a la rutina de su amor.

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