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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (31 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—Quiero desayunar mollejas con ajo. —Parpadeó molesta.

—No nos quedan mollejas. Te haré tostadas con aceite. Y para almorzar, unas tripas de cerdo con hierbas y ajo, que tanto te gustan.

Una ráfaga de viento abrió la ventana de la cocina y penetró en la habitación un remolino de pétalos negros que rodeó a Manuela.

—Este temporal me está matando las rosas —aulló espantándolo con las manos—. Es el primer año que las vence la nieve y el aire.

—Vivimos un invierno duro y largo. Muchas no aguantarán.

Olvido cerró la ventana. Los pétalos cayeron al suelo, junto a los pies de Manuela.

—Oye, ¿tenemos tripas frescas para que me las hagas hoy?

—No, pero iré a comprarlas a la granja que está próxima a la del veterinario. Así, si lo veo, le pido que venga a llevarse lo que queda del caballo.

—Me parece muy bien. —Se frotaba los guantes—. No tardes en regresar y hazme las tripas bien sabrosas; esa receta me trae muy buenos recuerdos. Por cierto, ¿te llevarás contigo a nuestro hombrecito?

—Sí, le vendrá bien dar un paseo al sol.

—Lo mimas mucho, aunque ayer tarde ya aprendió que en esta casa hay que trabajar duro. —Golpeó con los nudillos la mesa de madera donde antaño celebraba las matanzas de gallos.

Cuando Olvido y Santiago regresaron de comprar las tripas, era casi mediodía. Al atravesar el recibidor, el niño percibió el perfume de la paliza; se filtraba por las puertas de rejilla del armario.

—No debes preocuparte más. Hoy se acabará todo.

—¿Qué se acabará, abuela?

—La lavanda, mi amor, la lavanda.

Prepararon el almuerzo. Juntos lavaron las tripas, acariciándose los dedos bajo el chorro de agua; juntos cortaron las cebollas, escudriñándose el brillo que refulgía en sus ojos iguales, y los ramilletes de hierbas frescas y el ajo; juntos mezclaron esos ingredientes en un puchero de barro que entregaron después a las llamas del fogón.

Cuando el guiso estuvo listo, Olvido lo sirvió en tres platos, pero llenó uno más que los otros y se encerró con él en la despensa. Santiago percibió un rumor de porcelana y cristal. Su abuela hurgaba entre los frascos que él tenía prohibido tocar. Esos frascos inalcanzables para los brazos de un niño de nueve años. La espera de lo que iba a suceder se le haría larga. Acarició la mesa de las matanzas de gallos. Se dejó llevar por el tacto áspero, irremediable, de los surcos que el cuchillo había dejado en la madera. Unas nubes tomaron el cielo. Pronto llovería. Olvido salió de la despensa. Una de sus mejillas estaba manchada con unos polvos blancos y le temblaba el pulso. Santiago se apresuró a cogerle el plato para que no se derramara la salsa y a limpiarle la mejilla con un paño.

—Espero que sepa igual que huele —dijo Manuela cuando el niño apareció en el comedor sosteniendo el plato humeante.

—Seguro que sí, bisabuela.

Se sentó junto a la anciana y, sonriéndole, le fue cortando las tripas, mojándoselas en la salsa y metiéndoselas en la boca. Tras el almuerzo, Manuela le contó un cuento mientras él la miraba a los ojos esperando el silencio.

Conforme atardecía, una lluvia de pétalos negros golpeó la ventana del salón inútilmente. El crujir de la leña en la chimenea se fue tragando la voz de Manuela Laguna. Sus manos dejaron de temblar. Y de su estómago y sus pechos desapareció el recuerdo del adolescente muerto, como si, en ese último momento, todo le fuera perdonado. Se quitó un guante y acarició la mejilla de su bisnieto, congestionada por la espera, hasta que la voz le desapareció tras un suspiro de eucalipto. En la habitación tan sólo se escuchaba el carraspeo del fuego. Santiago pensó: ya está. Un hilo de veneno azul como el mar de sus cuentos se escapaba por la boca de Manuela Laguna, y le recorría el cuello.

Al día siguiente Olvido caminó hasta el puesto de la Guardia Civil para informar de que había encontrado muerta a su madre. Tuvieron que practicarle la autopsia, y averiguaron que el fallecimiento se debía a una sobredosis de los polvos que el médico le recetaba para aliviar los dolores de la artritis. También le encontraron en el estómago restos de láudano y de fertilizante de rosas. Pero ninguna autoridad del pueblo quiso molestarse en investigar más el caso. En el informe oficial constaba que la ingestión de aquellas sustancias había sido accidental. A nadie le interesaba saber quién había acabado con esa vieja prostituta que llevaba años contoneándose por el pueblo con aires de marquesa. A nadie le importaba que las Laguna se destruyeran entre ellas. Además, Manuela, tras el nacimiento de su bisnieto, dispuso en testamento que el ayuntamiento heredara una suma de dinero para construir un polideportivo que llevaría el nombre de Santiago Laguna. Así que el alcalde deseaba cerrar el caso para recibir la herencia cuanto antes. Lo único que le importaba era qué suma engordaría las arcas municipales y si podía evitar que ese apellido maldito diera nombre a un edificio público.

Olvido le preparó a su madre un entierro de reina. Mandó que trajeran de la ciudad un carruaje fúnebre tirado por dos alazanes con penachos de plumas erguidos sobre las cabezas, cinchas con borlones de seda y las crines trenzadas con hilos de plata. El ataúd de caoba donde reposaban los restos de Manuela Laguna recorrió en él las calles del pueblo precedido por la banda municipal, cuyos músicos soplaban un réquiem a ritmo de trompetas y saxofones. Al paso de la comitiva, los perros asomaban el hocico por los zaguanes y los viejos golpeaban el cielo con los bastones. Cuando ésta llegó a la plaza, se puso a dar vueltas alrededor de la fuente de los tres caños mientras las campanas de la iglesia honraban la memoria de la muerta. Después, un muchachito rubio, hijo de un concejal, se asomó a uno de los balcones del ayuntamiento y leyó un panegírico a los curiosos que se apelotonaban en la plaza, peguntándose cuál sería el significado de las palabras que aquel querubín desmenuzaba con una lengua de hielo, y que se diluían en el viento de la mañana invernal.

A las doce del mediodía la comitiva se dispuso a subir la cuesta en dirección al cementerio. El padre Rafael, ataviado con un manto de brocados malva, convirtió su caminar por el camposanto en un estruendo de tambores y tintinear de huesos. Luego, provisto de la maza de plata, desperdigó, muy quieto, agua bendita sobre el ataúd. También asistieron dos monaguillos, el alcalde, el boticario, y otros personajes ilustres. Hasta se trajo Olvido de otros pueblos un puñado de plañideras uniformadas de negro, para que se desgañitaran en llantos y se tirasen del pelo delante de la tumba de Manuela como si alguien la hubiera querido.

Mientras metían el ataúd de caoba en el agujero, y la tierra caía sobre él como granizo, un marmolista dibujaba bocetos para construir un mausoleo de mármol rosa.

Cuando todos los asistentes al entierro abandonaron el camposanto, Olvido dejó en la tumba un puñado de pétalos de eucalipto. Se dibujaba en el horizonte otra tarde de nieve.

16

C
onforme a las enseñanzas de Manuela Laguna, Santiago creció con la certeza de que su nacimiento se produjo bajo la aureola de los elegidos. A los siete años, tras asistir a la catequesis que impartía el padre Rafael, estuvo a punto de ahogarse en una de las pozas del río que atravesaba el encinar. Convencido de sus aptitudes mesiánicas, quiso demostrar a Olvido que podía caminar sobre las aguas negras. Pero el viento del otoño vapuleó la rigidez de las encinas, y el niño se hundió antes de salir a flote braceando, y alcanzar la orilla de la que, por suerte, no se había alejado más de un metro.

—Si se te ocurre hacer otra locura como ésta, no volverás a cocinar conmigo —le advirtió su abuela una vez que estuvo a salvo, jadeando sobre el musgo—. Ser un chico Laguna es algo extraordinario, pero no hay nada más.

Aunque Olvido creyó entonces que su nieto carecía de cualquier atributo divino, con el paso de los años floreció en ella la sospecha de un milagro: Santiago había nacido dotado de una serie de facultades que acabarían por redimir la vida social de la familia. Su amistad con el padre Rafael desde que tenía apenas dos años también le ayudó a cumplir lo que, en un principio, se dibujaba como su destino. El cura sentía debilidad por ese niño de ojos azules que jamás se asustó del revuelo que arrastraba su caminar, con los redobles de tierra y el temblor de árboles. Mientras los otros niños del pueblo lloraban y corrían a esconderse detrás de las faldas de su madre, aterrorizados por la figura rubia y rojiza del gigante, Santiago le sonreía y le tiraba de la sotana balbuciendo palabras incomprensibles para que el cura, reconciliado por unos instantes con el rencor que sentía hacia el escándalo de su cuerpo, se agachara y le hiciera una caricia con aquella mano que cubría por completo el rostro del pequeño. Cuando Santiago cumplió los ocho años, el padre Rafael escuchó por casualidad cómo cantaba y descubrió su garganta angelical. Sin detenerse a pensar en maldiciones —era imposible que alguna pudiera empañar aquella voz dorada—, lo vistió con una túnica blanca y lo puso a cantar el Gloria y el Ave María celestial que él entonaba les fue templando la bilis y los recuerdos de deshonras, y tras varias misas, se emocionaban con los cantos e incluso, a la salida de la iglesia, algunas le sonreían y otras le daban una palmadita en la espalda felicitándole. La única mujer que no sucumbió a la voz de Santiago fue su tía, la hermana de Esteban. Se retorcía las manos en el banco, y entornaba los párpados para echar mal de ojo a su sobrino, blasfemando contra el velo y escupiendo insultos. En Semana Santa, el niño entonaba saetas con un cordón morado alrededor de la cintura y el rostro contraído por el fervor del sufrimiento, mientras los ojos viejos del padre Rafael se empapaban de lágrimas, y el vello de los feligreses atravesaba los paños y las lanas de entretiempo. Al finalizar la misa, en la sacristía, el cura envolvía al niño en un abrazo; Santiago notaba en el pecho una opresión que le dejaba sin aire.

—¿De dónde te vendrá este arte siendo tú tan castellano, pillastre? —le decía revolviéndole el cabello.

—No lo sé, padre.

Nadie recordaba ya en el pueblo que Santiago era tataranieto de aquel cazador andaluz, que conquistó a Clara con su garganta de coplas y saetas iluminadas por la sed de la luna.

Pero no acababan en el canto sus habilidades artísticas. Tras la muerte de Manuela Laguna, el niño leyó en voz alta, durante la catequesis, la parábola de la cizaña del Evangelio de san Mateo, y el padre Rafael descubrió su capacidad para recitar. El cura, que tras el ahogamiento de la estación megafónica bajo las aguas del diluvio, no se dio por vencido en su pasión por la modernidad y la técnica, había montado esta vez una emisora de radio que transmitía para todo el pueblo desde un cuartito situado junto a la sacristía. Enseguida decidió incorporar a Santiago a uno de sus programas religiosos de la tarde —para que el muchacho pudiera hacerlo a la salida del colegio—, dos días por semana, y lo ponía a leer pasajes del Evangelio de san Mateo, cartas a los Romanos y a los Corintios o poemas de santa Teresa de Jesús, mientras el pueblo merendaba café con leche y bizcochos o pan con tocino. Fue entonces cuando dejaron de referirse a él como el chico Laguna, y comenzaron a llamarlo «el Laguna prodigioso».

Olvido se había comprado un transistor para escuchar a su nieto sentada en la cocina; los pucheros en las alacenas, las hortalizas en los cestos, los cuchillos en los cajones y el silencio en sus manos para que nada la distrajera de aquella voz infantil que ensalzaba a Cristo. Al terminar el programa, se montaba en la carreta y partía hacia el pueblo para recoger a Santiago.

—¿Me escuchaste, abuela? ¿Lo hice bien?

—Mejor que bien. Si no tuviera fe, me vendría sólo de oírte.

—Tienes que escucharme siempre, porque cuando leo pienso en ti todo el tiempo, igual que cuando canto.

Ella lo abrazaba, y el traqueteo de la carreta los internaba en el horizonte con los mismos cabellos negros, los mismos ojos de océano. Sobre el tejado de la casona roja pernoctaba la tarde. Las margaritas del camino envueltas en sombras. La cocina les esperaba para que prepararan la cena.

Santiago hundía las manos en un bol de porcelana rebosante de harina. La sentía cálida, la sentía gruñir con ternura cuando la apretaba entre los puños. La liberaba, sonreía —con los dedos manchados de harina— y observaba a su abuela, frente a la encimera de yeso blanco, recortada en la ventana como una estrella más que embellecía la noche. Olvido decapitaba unos lenguados, les acariciaba la piel, les besaba la cola de mar, áspera como patillas de muchacho. Llevaba el pelo recogido en un moño y en él dormidas hebras de estaño. Sus ojeras parecían barcas encalladas en una playa, pequeñas contra el horizonte azul de sus ojos. Pero aún mantenía su hermosura sobrenatural, inmune al tiempo como lo fuera a los emplastos y remedios de Manuela Laguna.

Santiago le echó harina en el cabello.

—Voy a ponértelo más blanco, abuela.

Ella frunció el ceño, empuñó un lenguado y le amenazó con él.

—Eso será si puede, caballero.

Capturó al niño y le hizo cosquillas en los costados.

—Me rindo. —Santiago reía.

Tras la cena se sentaron junto a la chimenea: Santiago en el sillón de su bisabuela y Olvido en una silla muy cerca de él. Crepitaba el fuego y les sonrosaba las mejillas. Era Santiago quien contaba los cuentos de Manuela Laguna, era él quien los dejaba flotar en el bienestar de sus vidas. Entrelazadas sus manos, navegaban en el mar que inundaba el salón, escuchando las voces roncas de los pescadores, los cantos de burbujas de las sirenas. Se sobresaltaban en las tempestades, en las venganzas de los cachalotes, se adormecían en los romances de arena y brea. La noche se les echaba encima y la oscuridad se les acurrucaba en la espalda, cuando Santiago interrumpía el cuento. Entonces besaba la mano de su abuela, y era ella quien narraba, siempre, el final de la historia.

El verano en que Santiago Laguna cumplió doce años llegó a la casona roja un paquete de dos metros de alto por uno y medio de ancho. Venía atado con siete u ocho cuerdas, unas más gruesas que otras, y envuelto en un cartón con líquenes y mugre de media Europa. Tenía etiquetas de la oficina de correos de Londres, Lisboa, París, Bruselas y Ámsterdam, entre otras de ciudades y pueblos que había borrado la lluvia, el viaje o el sudor de los porteadores. Apestaba a pis de gato, a tulipanes, a mayonesa de patatas fritas, a chocolate rancio, a hollín de tren, a bulevares podridos.

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