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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (29 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—Esto sólo es arte, querida —repuso el francés con los ojos de cripta.

Un aroma a cirio se extendió por la habitación. Las aletas de la nariz de Margarita se hincharon. Eran como velas en alta mar. Y supo que él mentía. Que él amaba a su madre, que la deseaba.

—¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo? —le gritó mientras le golpeaba el pecho con los puños.

—Desde que contemplé su foto, ella es el sueño de cualquier artista —confesó Pierre buscando los ojos azules de su musa. Aún sentía en la boca el sabor de la cicatriz.

Margarita dejó de golpearlo y cayó de rodillas en el suelo. Un chorro de leche le brotó de un pezón. Sobre la alfombra quedaron unas manchas espesas. Olvido recordó que aquella noche había soñado con galeones piratas. Se levantó cubriéndose con una sábana y abrazó a su hija. La sintió rígida, gélida.

—No ocurre nada —le susurró en el cabello—. Hoy podríamos ir al claro de madreselvas a tomar el sol.

Margarita la apartó bruscamente. Sobre el escritorio había visto un abrecartas. Lo empuñó, ágil, y buscó el corazón de Pierre, pero sólo pudo clavárselo en la mano. Unas gotas de sangre se derramaron en la alfombra.

—Basta, hija, basta.

Intentó quitarle el abrecartas. Margarita la golpeó en la frente con la empuñadura. Se llevó la mano a la herida y sintió, como aquella noche helada, el murmullo de su sangre.

—Basta, hija, basta —repitió.

Pero Margarita forcejeaba con Pierre al borde de la ventana abierta.

Olvido quiso ir hacia ellos, protegerlos del vacío que un día se tragó a su amante. No tuvo tiempo. Él cayó por la ventana tras un empujón de Margarita.

—No mires —le rogó Olvido—. Lo recordarás siempre, hasta en tus sueños.

Se oyó, fantasmal, el aullido de un lobo, y entonces fue Margarita quien se precipitó al jardín de la casona roja.

Invadió la habitación el silencio y el olor ácido de la tragedia. Olvido ocultó el rostro dentro de las manos. Su vida se partía en dos por aquella arruga piadosa, cuando alguien le acarició el cabello. Tenía el tacto áspero y desprendía la fragancia dulce de la hiedra que cubría la fachada. Levantó los ojos para enfrentarse al deseo de la muerte, para entregarse a él, sin embargo, vislumbró la silueta de un hombre, alargada como una aguja. Era Pierre Lesac. Había conseguido sujetarse en las celosías de madera y escaló hasta regresar al dormitorio. Olvido se asomó a la ventana.

—No —dijo Pierre—, ella no.

Margarita Laguna yacía sobre el recuerdo de su padre, se había abierto el cráneo con una piedra del jardín.

15

P
or un sendero del pinar cubierto de fango, caminaba Olvido Laguna .Vestía de luto, medias gruesas, traje abrochado al cuello con un imperdible de costura, velo cubriéndole el cabello. Avanzaba deprisa, segura de su pena, en dirección al pueblo. Era domingo. Una mañana en la que las ardillas supervivientes del diluvio dormitaban entre las ramas de los pinos. Aún olía a lluvia. Numerosos cadáveres de hormigas y saltamontes flotaban en los charcos. Olvido los pisaba sin detenerse. De vez en cuando, arrullaba a Santiago. Lo sostenía en los brazos, hambriento de un pecho. El niño echaba de menos el calor de aquella carne perfumada por la maternidad, y el latido del corazón que vivía bajo ella. Manuela Laguna quiso exprimir la última cosecha de los pechos ya muertos, pero no se atrevió a tocarlos: tuvo miedo de que Olvido la descubriese y la acusara de profanar el cuerpo de su hija; tuvo miedo de que los huesos le olieran después a lavanda; tuvo miedo de perder a su bisnieto.

En el horizonte, aparecieron los tejados de las primeras casas del pueblo y el campanario de la iglesia. Olvido apuró el paso, el bebé lloraba. Ella sabía lo que el niño necesitaba. Se desabotonó el vestido y se descubrió un pecho. Al entregarlo a su nieto, escuchó el graznido de la urraca gigante que acompañó la llegada de Pierre Lesac. Sintió la boca de Santiago, ansiosa, succionándole el pezón. Cerró los ojos. Era Margarita a quien sostenía en el regazo. Era su hija la que le chupaba la memoria y le sumergía las entrañas en una felicidad perdida. Un viento ardiente agitó las copas de los pinos. Santiago había dejado de llorar. Del pecho de su abuela no manaba leche, pero poseía el sabor que provocó su nacimiento.

Tras abrocharse el luto, continuó caminando. El pueblo desprendía un vaho a yeso húmedo, a ropas y muebles empapados por el diluvio. Nadie tostaba pan tierno en el fogón. Ni se ataviaba con vestidos limpios y jabones olorosos. Las campanas de la iglesia tocaron las nueve. Fue la desgracia la que tiró de las cuerdas. El muchacho, al que también apodaban ya el Tolón, dormía la resaca del diluvio. Aquel domingo no habría misa; el Cristo del altar aún agonizaba bajo una viga podrida. La iglesia era un conglomerado de mantos, cirios y cascotes chorreando lluvia. El padre Rafael lamentaba en la sacristía el final de la estación megafónica. Quien quisiera comulgar esa mañana tendría que acercarse hasta el pueblo vecino, donde su iglesia había sobrevivido a la marea del cielo. Olvido descendió por una calle estrecha y llegó a la plaza. Estaba vacía. Sólo se escuchaba el sonido de los caños de la fuente. Los perros habían huido hacia otros pueblos. Y los burros soñaban con tormentas en las cuadras inundadas. Dejó a un lado el ayuntamiento y se dirigió hacia el barrio donde las casas eran más pobres. Una anciana achicaba agua de un zaguán. El luto de Olvido Laguna rebotó contra el suyo. Dejó en el suelo un balde y partió calle arriba para contar a las comadres que una de las malas mujeres se había cubierto la desvergüenza y la hermosura con el color de la muerte.

Olvido llegó ante un porche mugriento. Las petunias de las macetas que lo adornaban se habían partido en dos. Llamó con los nudillos a la puerta.

—Pase —dijo una voz triste.

Había una habitación cercada por el silencio. Apestaba a invierno, a pesar de que agosto devoraba el pueblo y sus alrededores. Tenía muy pocos muebles, una mesa redonda cubierta por un tapete de hule, dos sillas de paja, un sofá con la tapicería raída y una estufa de carbón. Sobre la mesa, dominaba la estancia una montaña de calcetines y medias; tras ella sobresalía la cabeza de una anciana calva con unas gafas de aumento ajustadas en la nariz. Aquella mujer no se molestó en mirar hacia la puerta; no le importaba quién pudiera visitarla. Continuó cosiendo con la cabeza hundida en los zurcidos; hacía muchos años que su vida no era más que una hilera de puntadas perfectas. El agua se había colado en la habitación y empapaba los tobillos de la anciana.

—Deje sus mediecitas sobre la mesa y vuelva pasado mañana o mañana mismo si lo prefiere. Hoy, aunque es domingo, trabajaré hasta la tarde. Como no hay misa…

—No traigo nada para zurcir. Vengo a hablarle de una tumba.

La anciana se quitó las gafas de aumento. No le costó trabajo reconocer a Olvido Laguna bajo la sobriedad del velo; aquellos ojos azules, aquella belleza que había matado a su hijo en plena juventud, continuaban vivos en el rostro de esa mujer. Quiso ordenarle que abandonara la casa de pobres a la que tuvo que mudarse tras el asesinato de su marido, pero le intrigó el luto de Olvido.

—¿Quién necesita una tumba? —preguntó.

—Su nieta.

—Yo nunca tuve una nieta. —La voz se tornó fiera—. Se equivoca usted.

—Se llamaba Margarita Laguna y tenía los mismos ojos grises que su hijo, usted lo sabe.

La anciana se chupó los labios.

—¿Qué lleva ahí?

—A su bisnieto. Se llama Santiago, Santiago Laguna.

—Lo sé, la Manuela se encargó de pregonarlo por el pueblo como si hubiera nacido el heredero del reino. Pero no nos interesa emparentar con ustedes, aunque tengan dinero. —Le temblaban las manos, los labios, su voz era una espina—. Ya sabe todo el pueblo de dónde ha salido…

—¿Quiere verlo? —Olvido apartó al niño del pecho.

Se oyó un suspiro infantil.

—Acérquemelo más, sólo quiero comprobar que, en verdad, su estirpe de hembras alumbró un varón.

La luz del cielo atravesaba la ventana sucia.

—Mejor déjemelo coger. Así, sin tocarlo, no se puede comprobar nada.

Tomó a Santiago entre los brazos; él se desperezó risueño. El corazón de aquella anciana sintió el peso de los huesos blandos, el calor de la carne recién nacida, la caricia del talco.

—Lo único que vengo a pedirle es que me deje enterrar a mi hija en la tumba de Esteban. Ella debería reposar junto a su padre.

—Ni lo sueñe —respondió una voz desconocida, áspera.

Olvido se dio la vuelta. La voz pertenecía a la hermana de Esteban. Había envejecido mucho desde que su silueta, huesuda y pequeña, apuntalaba la pena de su madre frente al agujero del cementerio.

—No meterá a su bastarda junto a mi hermano. —Caminaba por la habitación, ajena al agua que inundaba el suelo—. Y voy a decirle algo más: como me entere de que pasa otra noche sobre la tumba de Esteban comiéndose las flores como un caníbal, ya no seré yo quien me ocupe de usted, sino que haré que la encierren por loca o que la lleven presa.

—Si desea que se lo pida de rodillas, no tengo inconveniente en hacerlo —contestó Olvido.

—Coja su luto y su nuevo bastardo, y márchese de mi casa.

—Hija… —A la anciana le ardían las mejillas.

—Devuélvale el bebé, madre. No es nada suyo.

Olvido tomó a Santiago de los brazos viejos.

—Déjeme verlo un momento. —Agarró el rostro del bebé con una mano herida por pinchazos de agujas y sabañones—. Si no fuera por la edad que debe de tener usted, juraría que es hijo suyo —aseguró con desprecio—. Ha heredado sus ojos diabólicos.

A pesar de que era domingo, el abogado había conseguido que el maquillador de una funeraria de la ciudad viajara hasta la casona roja para reparar el rostro maltrecho de Margarita Laguna. Habían acomodado a la muerta en el comedor, dentro de un ataúd blanco con un Cristo sangrante sobre la tapa.

—Consígame la sepultura que esté más cerca de la de Esteban, ya sabe a quién me refiero —rogó Olvido al abogado—. Así mi hija no se sentirá tan sola. No importa lo que cueste.

Manuela afirmó con la cabeza cuando él buscó su aprobación.

—La enterrará donde desea, no se preocupe —repuso él lamentando el velo, el imperdible en el cuello y las medias gruesas de la mujer que aún deseaba.

Olvido se sentó junto al ataúd para vigilar cómo aquel hombre de la ciudad, con unos pinceles y unos ungüentos, borraba del rostro de Margarita la verdad de su muerte. Detrás de ella, dibujando bocetos con la lengua, se hallaba Pierre Lesac. Nadie se dio cuenta, pero había pintado un puñal en el ataúd.

Cuando llegó la noche y el abogado y el maquillador abandonaron la casona roja, Olvido se encerró en su dormitorio y tapió con unos ladrillos la ventana por la que habían caído su amante y su hija. No volvería a penetrar el sol en aquella habitación con un cuadro marítimo, ni el dibujo sobre el musgo de las muertes de sus seres más queridos; permanecería para siempre en la penumbra. Sólo a través de la abertura que dejó entre dos ladrillos, se ventilaría la desdicha.

Hubo que esperar tres días más para celebrar el entierro de Margarita. El cementerio se había inundado y lápidas y huesos andaban sonámbulos por el barro. Además, la tierra estaba blanda y no sostenía a los muertos recientes.

Olvido encontró en el desván una palma del domingo de Ramos y, como una esclava nubia, se puso a abanicar el cadáver; el calor de agosto aceleraba la descomposición de la joven. Manuela Laguna, acostumbrada a la presencia de la muerte, continuó bordando sus
petit point
frente a la chimenea, pero Pierre Lesac se pasaba las horas deambulando por las habitaciones con una pinza de tender la ropa prendida en la nariz, y un lapicero azul sujeto en una mano. También, oculto en las esquinas, murmuraba oraciones en francés y se atiborraba a comer melocotones dulces para que la podredumbre de su novia no se le quedara pegada en la garganta.

La noche del tercer día, bajó al jardín huyendo del calor y los remordimientos. Lamentaba su traición a Margarita, pero lamentaba más que su musa le despreciara desde entonces. En varias ocasiones había intentado agarrarle la mano o besarle una mejilla mientras le susurraba disculpas y declaraciones de amor. Ella siempre rehuía su tacto, su aliento, sus palabras.

Tendido sobre la humedad del porche, Pierre la vio aparecer caminando descalza. La luna continuaba líquida sobre los campos.

—Márchate —le exigió—. Regresa a Francia.

Él estaba mojado y se sintió como un náufrago.

—¿Y
l'amour
?

—La única mujer que te amaba está dentro de una caja.

—Quizá con el tiempo… —Su mano derecha sintió el deseo de empuñar un lápiz.

—Aunque pasen mil años, cuando me toques veré a mi hija muerta. Márchate, yo cuidaré de Santiago.

Durante varias horas resonaron en el jardín gritos extranjeros y sollozos.

Al alba, el único rastro que quedaba en la casona roja de Pierre Lesac era un lapicero, un lapicero desvalido sobre las losetas de barro, como un niño sin madre.

Enterraron a Margarita Laguna con los primeros ecos de esa tarde. Iba desnuda dentro del ataúd, rodeada de flores de madreselva. No asistió el padre Rafael a escupir latín con su temblor del mundo, tampoco el abogado, ni ningún habitante del pueblo; sólo asistió el enterrador con botas de goma y tres dientes que mascaban una bola de tabaco palada tras palada. Cuando el último golpe de tierra cubrió el ataúd, Olvido sintió en el hombro un calor desconocido. Giró la cabeza y descubrió un guante de algodón aferrado a su luto. Estaba pulcro, sin una sola mancha de sangre de gallos. Aguantó la respiración un instante y saboreó aquel peso maternal. El sol se derrumbaba en el horizonte de lápidas. No había nubes en el cielo y el calor de agosto había cedido.

A partir de entonces, la casona roja conoció una época de paz. Olvido y Manuela se sentaban juntas a pasar las tardes en el porche. Compraron unos sillones y una mesa, y quemaron lo que quedó de los viejos tras la inundación; también quemaron el cuadro de Pierre Lesac. Manuela cosía mientras Olvido se entregaba a los poemas y atendía a Santiago.

—Parece que ya llega el otoño —dijo un día Manuela después de veintitantos años sin hablar a su hija—. Será más fresco que el pasado.

—Habrá que cortar más leña —contestó ella, y continuó leyendo a san Juan de la Cruz como si lo hiciera por vez primera.

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