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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

La fortaleza (10 page)

BOOK: La fortaleza
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—Dame. Déjame ver —pidió la vieja extendiendo la mano.

Magda le dio la hoja y observó mientras la mirada de la vieja se paséala de arriba abajo por la página. Josefa era la
phuri dai
, la mujer sabia de esta tribu de gitanos en particular. Papá frecuentemente hablaba de lo hermosa que fuera alguna vez; pero ahora su piel estaba curtida y su cabello negro y lustroso surcado de plateado y el cuerpo encogido. Sin embargo, su mente seguía estando perfectamente lúcida.

—Así que ésta es mi canción —exclamó Josefa, que no leía música.

—Sí. Preservada para siempre.

—Pero no la tocaré de ese modo todas las veces —aclaró la vieja devolviéndole la hoja—. Así es como me gusta tocarla ahora. Tal vez el mes próximo decida cambiarle algo. Ya la he modificado muchas veces con el paso de los años.

Magda asintió mientras colocaba la hoja, junto con las demás, en la carpeta. Sabía, antes de empezar su colección, que la música gitana era en gran parte improvisada. Eso era de esperarse, pues la propia vida de los gitanos resultaba improvisada en gran parte, sin otra casa más que una carreta, sin lenguaje escrito ni nada que los retuviera. Tal vez eso fue lo que la llevó a tratar de capturar algo de su vitalidad y enjaularla en un pentagrama, preservándola para el futuro.

—Estará bien por ahora —replicó Magda—. Quizá el próximo año veré lo que le has agregado.

—¿No será publicado el libro para entonces?

—Me temo que no —respondió Magda, sintiendo una punzada.

—¿Por qué no?

Magda se ocupó en guardar la mandolina, pues no deseaba responder, pero era incapaz de evitar graciosamente la pregunta. No levantó la vista mientras hablaba:

—Tengo que encontrar otro editor.

—¿Qué pasó con el actual?

Magda mantuvo la mirada baja. Estaba apenada. Fue uno de los momentos más penosos de su vida cuando supo que el editor renegaba de su acuerdo. Todavía le dolía.

—Cambió de opinión. Dijo que éste no era el momento adecuado para un compendio de música gitana de Rumania.

—Especialmente para una judía —añadió Josefa.

Magda levantó la vista penetrante y luego la bajó de nuevo.
Cuán cierto
.

—Quizá —aceptó. Sintió que se le formaba un nudo en la garganta. No quería hablar sobre esto—. ¿Cómo va el negocio?

—Terrible —contestó Josefa alzando los hombros mientras ponía a un lado el
naiou
y tomaba de nuevo el mazo de cartas. Estaba vestida con las desiguales ropas comunes a todos los gitanos: blusa floreada, falda rayada y pañoleta de calicó. Era un conjunto aturdidor de colores y diseños. Sus dedos, como si tuvieran voluntad propia, comenzaron a barajar el mazo—. En estos días sólo veo a unos cuantos clientes regulares. Nada de trabajo nuevo desde que me obligaron quitar el letrero.

Magda se percató de ello esa mañana cuando se acercaba a la carreta. Ya no estaba el letrero en la puerta trasera, que decía: «Doña Josefa: Se lee el porvenir», y tampoco el diagrama de la palma ni el símbolo cabalístico en el lado derecho. Había oído que la Guardia de Hierro ordenó a todas las tribus gitanas quedarse en donde estaban y «no defraudar» a los ciudadanos.

—¿Así que los gitanos también están fuera de gracia?

—Los rumanos siempre estamos fuera de gracia, sin importar el tiempo o el lugar. Ya nos hemos acostumbrado. Pero ustedes los judíos… —se rió y sacudió la cabeza—. Hemos escuchado cosas… cosas terribles de Polonia.

—También nosotros —repuso Magda conteniendo un estremecimiento—. Pero, asimismo, estamos acostumbrados a estar fuera de gracia.
Al menos algunos de nosotros
. —No ella. Nunca se acostumbraría a eso.

—Me temo que se va a poner peor —afirmó Josefa.

—Los rumanos no pueden hallarse mejor —repuso Magda. Se daba cuenta de que estaba siendo hostil, pero no podía evitarlo. El mundo se había convertido en un lugar atemorizante y su única defensa últimamente era negarlo. Las cosas que había oído no podían ser ciertas, no sobre los judíos o sobre lo que les estaba pasando a los gitanos en las regiones rurales: historias sobre redadas hechas por la Guardia de Hierro, esterilizaciones forzadas y trabajo de esclavos. Tenia que ser un rumor demente, relatos de miedo. Y no obstante, con todas las cosas terribles que ciertamente habían estado pasando…

—Yo no me preocupo —aseguró Josefa—. Corta a un gitano en diez pedazos y no lo habrás matado; solamente habrás hecho diez gitanos.

Magda estaba bastante segura de que bajo circunstancias similares, sólo se quedaría con un judío muerto. Otra vez trató de cambiar el tema.

—¿Es esa una baraja de tarot? —preguntó, aunque sabía bien que lo era.

—¿Quieres que te lea la suerte? —preguntó Josefa.

—No. Realmente no creo nada de eso.

—A decir verdad, muchas veces yo tampoco. En su mayor parte, las cartas no dicen nada, porque realmente no hay nada que decir. Así que improvisamos, justo como lo hacemos con la música. ¿Y qué daño hay en eso? No hago
hoklane baro
; sólo le digo a las muchachas
gadjé
que pronto encontrarán a un hombre maravilloso, y a los hombres
gadjé
, que sus aventuras de negocios pronto rendirán frutos. No hago daño.

—Ni dices la fortuna.

—A veces el tarot revela —replicó alzando sus angostos hombros—. ¿Quieres probar?

—No. Gracias —se negó. No quería saber lo que le deparaba el futuro. Tenía la sensación de que sólo podía ser malo.

—Por favor. Como un regalo mío.

Magda vaciló. No quería ofender a Josefa. Y después de todo, ¿acaso no le acababa de decir la mujer que generalmente la baraja no decía nada? Tal vez le fabricaría una hermosa fantasía.

—Oh, está bien.

Josefa extendió la baraja sobre la mesa.

—Corta.

Magda separó la mitad superior y la levantó. Josefa la deslizó bajo lo que sobraba de la baraja y comenzó a repartir las cartas hablando mientras sus manos trabajaban.

—¿Cómo está tu padre?

—Me temo que no muy bien. Apenas puede sostenerse en pie.

—Es una pena. No es frecuente encontrar un
gadjé
que sepa cómo
rokker
. ¿El oso de Yoska no lo ayudó con su reumatismo?

—No —sacudió la cabeza Magda—. Y no sólo tiene reumatismo. Es mucho peor. —Su padre había intentado cualquier cosa, todo, para detener el retorcimiento y deformación progresivos de sus miembros, incluso llegando tan lejos como para permitir que el oso entrenado del nieto de Josefa caminara sobre su espalda, una venerable terapia gitana que probó ser tan inútil como los más recientes «milagros» de la medicina moderna.

—Es un buen hombre —afirmó Josefa, cloqueando—. Es malo que un hombre que sabe tanto sobre esta tierra deba… ser privado… de verla… más —frunció el ceño mientras arrastraba la voz.

—¿Qué pasa? —preguntó Magda. La expresión preocupada de Josefa mientras miraba las cartas esparcidas sobre la mesa la hizo sentir incómoda—. ¿Estás bien?

—¿Hmmm? Oh, sí. Estoy bien. Es sólo que estas cartas…

—¿Hay algo mal? —inquirió Magda negándose a creer que las cartas pudieran decir el futuro más de lo que podían hacerlo las entrañas de un pájaro muerto y, sin embargo, sentía una bolsa de tensa anticipación bajo el esternón.

—Es la forma en la que están divididas —explicó la anciana—. Nunca he visto nada como esto. Las cartas neutrales están separadas, pero las que se pueden interpretar como buenas están todas aquí a la derecha. —Movió la mano sobre el área en cuestión—. Y las malas, todas a la izquierda. Es extraño.

—¿Qué significa?

—No lo sé. Déjame preguntarle a Yoska —le pidió. Gritó el nombre de su nieto por encima de su hombro y luego se volvió de nuevo hacia Magda—. Yoska es muy bueno con el tarot. Me ha visto desde que era un niño.

Un joven moreno y atractivo, de poco más de veinte años, con una sonrisa de porcelana y una constitución musculosa, llegó de la parte delantera de la carreta y saludó a Magda con los ojos negros clavados en ella. Magda miró hacia otro lado, sintiéndose desnuda a pesar de sus gruesas ropas. Era más joven que ella, pero eso nunca lo había intimidado. En el pasado le dio a conocer sus deseos en muchas ocasiones, y ella siempre lo rechazó.

Miró hacia la mesa a donde señalaba su abuela. Unos profundos surcos se formaron en su semblante suave mientras estudiaba las cartas. Estuvo callado mucho tiempo y luego pareció llegar a una decisión.

—Baraja, corta y reparte de nuevo —le indicó a su abuela.

Josefa asintió y repitió la rutina. Esta vez sin hablar. A pesar de su escepticismo, Magda se encontró inclinándose hacia adelante y mirando las cartas mientras eran depositadas una por una sobre la mesa. No sabía nada sobre el tarot y tenía que confiar únicamente en la interpretación de su anfitriona y de su nieto. Cuándo miró sus rostros, supo que algo no estaba bien.

—¿Qué piensas, Yoska? —preguntó la vieja en voz baja.

—No lo sé… tal concentración de bien y mal… y una división tan clara entre ellos…

Magda tragó. Tenía la boca seca.

—¿Quieren decir que salió lo mismo? ¿Dos veces seguidas?

—Sí —respondió Josefa—. Excepto que los lados fueron diferentes. El bien está ahora a la izquierda y el mal a la derecha. —Levantó la vista—. Eso indicaría una elección. Una grave elección.

Súbitamente, el enojo desplazó la creciente incomodidad de Magda. Estaban jugando algún tipo de juego con ella. Se negaba a ser la tonta de nadie.

—Creo que mejor me voy —avisó tomando la carpeta y el estuche de la mandolina. Se puso de pie—. No soy una ingenua chica
gadjé
con la que puedan ustedes divertirse.

—¡No! ¡Por favor, una vez más! —le pidió la vieja buscando su mano.

—Lo siento, pero realmente debo irme.

9

Notó que Kaempffer había envejecido un poco desde su fortuito encuentro en Berlín hacía dos años. Pero no tanto como yo, pensó Woermann torvamente. Aunque el mayor de la SS era dos años más viejo que él, estaba más delgado y en consecuencia se veía más joven. El cabello rubio de Kaempffer se hallaba completo y liso y todavía no había sido manchado por el gris. Era la estampa de la perfección aria.

—Vi que sólo trajiste contigo un escuadrón —empezó a decir Woermann—. El mensaje decía que dos. Personalmente pensé que traerías un regimiento.

—No, Klaus —desechó Kaempffer con un tono condescendiente, mientras daba vueltas por el cuarto. Un solo escuadrón será más que suficiente para manejar este supuesto problema tuyo. Mis einsatzkommandos son bastante hábiles para encargarse de ese tipo de asuntos. Traje dos escuadrones porque ésta es simplemente una parada en mi camino.

—¿Dónde está el otro escuadrón? ¿Recogiendo margaritas?

—De algún modo, sí —sonrió Kaempffer en una forma que no era agradable ver.

—¿Qué se supone que significa eso?

Kaempffer se quitó la gorra y la arrojó sobre el escritorio de Woermann; luego, fue a la ventana que daba a la aldea.

—Lo verás en un minuto.

De mala gana, Woermann se unió en la ventana al hombre de la SS. Kaempffer había llegado hacía sólo veinte minutos y ya estaba usurpando el mando. Remolcando su escuadrón de exterminio, manejó a través de la calzada, sin pensarlo dos veces. Woermann se encontró deseando que los soportes se hubieran debilitado la semana anterior. No tuvo tanta suerte. El jeep del mayor y el camión que venía detrás atravesaron la calzada con toda seguridad. Después de apearse y ordenarle al sargento Oster, el sargento de Woermann, que vigilara que sus einsatzkommandos fueran alojados adecuadamente, de inmediato desfiló en la suite de Woermann con el brazo derecho levantado en un «Heil Hitler» y la actitud de un mesías.

—Parece que has recorrido un gran camino desde la Gran Guerra —comentó Woermann mientras miraban juntos el callado y oscuro poblado—. Parece que la SS te acomoda.

—Prefiero la SS al ejército regular, si eso es lo que estás implicando. Es bastante más eficiente.

—Eso he oído.

—Te mostraré cómo la eficiencia resuelve los problemas, Klaus. Y, a la larga, resolviendo los problemas se ganan las guerras. —Señaló por la ventana—. Mira.

Al principio, Woermann no vio nada y luego notó algunos movimientos en la orilla de la aldea. Era un grupo de gente. Mientras se acercaban a la calzada, el grupo se convirtió en un desfile: diez aldeanos locales tropezaban ante los aguijones del segundo escuadrón de einsatzkommandos.

Woermann se encontró impresionado y desanimado, aun cuando debió haber esperado algo como esto.

—¿Estás loco? ¡Esos son ciudadanos rumanos! ¡Estamos en un Estado aliado!

—Uno o más ciudadanos rumanos han matado a soldados alemanes. Es bastante improbable que el general Antonescu haga mucho escándalo ante el Reich por las muertes de unos cuantos aldeanos.

—¡Matarlos no servirá de nada! —desairó Woermann.

—Oh, no tengo intención de matarlos de inmediato. Pero serán excelentes rehenes. Se ha extendido por la aldea el rumor de que si muere un soldado alemán, esos diez aldeanos serán fusilados de inmediato. Y diez más morirán cada vez que otro soldado alemán sea asesinado. Esto continuará hasta que terminen los atentados o ya no queden más lugareños.

Woermann se retiró de la ventana. Así que éste era el Nuevo Orden, la Nueva Alemania, la ética de la raza superior. Así es como se iba a ganar esta guerra.

—No funcionará —sentenció.

—Claro que sí —aseguró Kaempffer. Su presunción era intolerable—. Siempre lo ha hecho y siempre lo hará. Estos partisanos se alimentan de las palmadas en la espalda que obtienen de sus compañeros de bebida. Juegan al héroe y sacan todo lo posible de su papel; hasta que sus amigos empiezan a morir o hasta que sus esposas e hijos son llevados lejos. Entonces se convierten en buenos pastores otra vez.

Woermann buscó una forma de salvar a esos aldeanos. Sabía que no tenían nada que ver con los asesinatos.

—Esta vez es diferente —afirmó.

—No lo pienso así. Creo, Klaus, que he tenido bastante más experiencia en este tipo de cosas que tú.

—Sí… Auschwitz, ¿no es cierto?

—Aprendí mucho del comandante Hoess.

—¿Te gusta aprender? —preguntó Woermann y tomó la gorra del mayor, arrojándosela—. ¡Te mostraré algo nuevo! ¡Ven conmigo!

Se movió rápidamente, sin darle tiempo a Kaempffer de hacer preguntas, y lo condujo por las escaleras de la torre hasta el patio y a través de otra escalera que llevaba al sótano. Se detuvo en la grieta de la pared y encendió una lámpara; luego, guió a Kaempffer por una escalera mohosa, hacía el cavernoso y sombrío subsótano.

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