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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

La fortaleza (8 page)

BOOK: La fortaleza
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Iba llegando a la esquina posterior del patio en el lado norte. Allí, las sombras se veían más profundas que nunca… mucho más profundas que en su última vuelta. Schreck disminuyó el paso mientras se acercaba. Esto es tonto, pensó. Es sólo un truco de la luz. No hay que temer.

Y sin embargo… no quería ir allá. Quería evadir esa esquina en particular. Iría a todas las demás esquinas pero no a ésa.

Schreck se forzó a marchar hacia adelante enderezando los hombros. Sólo se trataba de sombras.

Era ya un hombre crecido, demasiado grande como para temerle a la oscuridad. Continuó en línea recta, manteniéndose a un brazo de distancia de la pared, y se introdujo en la esquina sombría.

… y súbitamente se perdió. Una oscuridad fría y absorbente se cerró sobre él. Giró sobre sí mismo para volver por donde había venido, pero sólo encontró más oscuridad. Era como si el resto del mundo hubiese desaparecido. Schreck se descolgó la Schmeisser del hombro y la sostuvo lista para disparar. Estaba temblando por el frío y, sin embargo, sudaba copiosamente. Quería creer que todo esto era un truco y que, de algún modo, Wehner había apagado todas las luces en el instante en que él entró a las sombras. Pero los sentidos de Schreck borraban esa esperanza. La oscuridad era demasiado completa y hacía presión contra sus ojos abriéndose paso en su valor.

Alguien se acercaba. Schreck no podía verlo ni oírlo, pero alguien estaba allí. Acercándose.

—¿Wehner? —preguntó quedamente, esperando que el terror no se filtrara en su voz—. ¿Eres tú, Wehner?

Pero no era Wehner. Schreck se dio cuenta de eso mientras la presencia se acercaba. Era alguien, algo más. Algo como una cuerda gruesa que se enroscó súbitamente en sus tobillos. Mientras se veía derribado, el soldado Rudy Schreck comenzó a gritar y a disparar salvajemente hasta que la oscuridad terminó la guerra para él.

Woermann despertó de un salto debido a la corta descarga de una Schmeisser. Corrió hasta la ventana que daba al patio. Uno de los guardias corría hacia la parte de atrás. ¿Dónde estaba el otro? ¡Maldición! ¡Había apostado dos guardias en el patio! Estaba a punto de volverse y correr hacia las escaleras cuando vio algo en la pared. Una masa pálida… que casi se veía como…

Era un cuerpo… de cabeza… un cuerpo desnudo que colgaba de una cuerda atada a sus pies. Aun desde la ventana de la torre, Woermann podía ver la sangre que escurría desde la garganta y cubría la cara. Uno de sus soldados, completamente armado y patrullando, acababa de ser asesinado, desnudado y colgado como un pollo en la ventana de un carnicero.

El miedo que hasta entonces sólo había estado mordisqueando a Woermann, ahora afirmaba en él una garra fría y atenazadora.

Viernes, 25 de abril

Había tres hombres muertos en el subsótano. El comando de defensa en Ploiesti fue notificado de la reciente mortandad pero no envió por radio ningún comentario como respuesta.

Durante el día había mucha actividad en el patio, pero se avanzaba poco. Woermann decidió que las guardias se hicieran por parejas esa noche. Parecía increíble que una guerrilla partisana pudiera sorprender en su puesto a un soldado alerta y curtido, pero sucedió. No ocurriría con un par de centinelas.

En la tarde regresó a su lienzo y encontró un poco de alivio de la atmósfera de destrucción que se había instalado en la fortaleza. Empezó a añadir manchas de sombras en el gris uniforme de la pared y luego trazó los detalles de la ventana. Decidió no incluir las cruces, pues distraería la vista de la aldea que él quería que fuera el foco de atención. Trabajó como autómata, reduciendo su mundo a las pinceladas sobre la tela y dejando afuera el terror que lo rodeaba.

La noche llegó calladamente. Woermann estuvo levantándose de su bolsa de dormir y yendo hasta la ventana que daba al patio, en una rutina inútil pero compulsiva, como si pudiera conservar vivos a todos manteniendo una guardia personal de la fortaleza. En uno de sus viajes a la ventana, vio que el centinela del patio hacía su recorrido solo. En lugar de gritar y provocar un escándalo, decidió investigar personalmente.

—¿Dónde está su compañero? —le preguntó al solitario centinela cuando llegó al patio.

El soldado dio vuelta y comenzó a tartamudear.

—Estaba cansado, señor. Lo dejé reposar un poco.

—¡Di órdenes de que todos los centinelas caminaran en pares! —exclamó. Una sensación de inquietud le agarró el estómago—. ¿Dónde está?

—En la cabina del primer auto plataforma, señor.

Woermann atravesó rápidamente hasta el vehículo estacionado y abrió la puerta. El soldado que estaba adentro no se movió. Woermann lo jaló del brazo.

—Despierte —le ordenó.

El soldado comenzó a inclinarse hacia él, lentamente al principio y luego con un impulso mayor, hasta que se desplomó sobre su oficial comandante. Woermann lo detuvo y luego casi lo dejó caer. Porque mientras caía, la cabeza formó un ángulo hacia atrás revelando una garganta abierta y destrozada. Woermann dejó que el cuerpo se deslizara al suelo y caminó hacia atrás, cerrando las mandíbulas para reprimir un grito de miedo y horror.

Sábado, 26 de abril

En la mañana, Woermann ordenó que hicieran regresar a Alexandru y a sus hijos. No era que sospechara que fuesen cómplices de las muertes, pero el sargento Oster le había advertido que los hombres estaban incómodos por su incapacidad para mantener la seguridad. Woermann pensó que sería mejor evitar un incidente potencialmente desagradable.

Pronto se dio cuenta de que sus hombres se sentían perturbados por algo más que la seguridad. Ya era tarde en la mañana cuando surgió una disputa en el patio. Un cabo trató de usar su rango para que un soldado le entregara un crucifijo especialmente bendito. El soldado se negó y la pelea entre los dos hombres creció hasta convertirse en una lucha que involucró a una docena. Al parecer, después de la primera muerte hubo rumores sobre vampiros, que fueron ridiculizados en ese entonces. Pero con cada desconcertante nueva muerte, la idea fue ganando credibilidad, hasta que los creyentes sobrepasaban en número a los incrédulos. Después de todo, esto era Rumania, en los Alpes transilvanos.

Woermann sabia que tenía que cortar esto de raíz. Reunió a los hombres en el patio y les habló durante media hora. Les dijo que su deber como soldados alemanes era permanecer valientes al enfrentar el peligro, ser leales a su causa y no dejar que el miedo los volviera uno contra el otro pues eso los conduciría, con toda seguridad, a la derrota.

—Y finalmente —concluyó notando que su auditorio se estaba poniendo más impaciente—, todos deben hacer a un lado el miedo a lo sobrenatural. Hay un agente humano involucrado en estas muertes y lo encontraremos, a él o a ellos. Está claro que debe haber un cierto número de pasadizos secretos en la fortaleza que le permite al asesino entrar y salir sin ser visto. Invertiremos el resto del día en buscar esos pasadizos. Y voy a asignar a la mitad de ustedes a hacer guardia esta noche. ¡Le pondremos un alto a esto, de una vez por todas!

El espíritu de los hombres pareció levantarse con sus palabras. De hecho, casi se convenció él mismo.

Recorrió la fortaleza constantemente durante el resto del día, animando a sus hombres, viéndolos medir los pisos y las paredes en busca de espacios vacíos, golpeando los muros para hallar sonidos huecos. Pero no encontraron nada. Él personalmente hizo un rápido reconocimiento de la caverna situada en el subsótano. Parecía desviarse al interior de la montaña y decidió dejarla inexplorada por el momento. No había tiempo, ni tampoco señas en la basura del suelo de la caverna, que indicaran que alguien hubiera recorrido ese camino en años. Sin embargo, dio órdenes de poner a cuatro hombres de guardia en la abertura del subsótano, para el improbable caso de que alguien tratara de entrar a través de la caverna situada abajo.

Durante una hora en la tarde, Woermann logró escabullirse para hacer un bosquejo del contorno de la aldea. Era su único respiro de la creciente tensión que lo presionaba por todas partes. Mientras trabajaba con el carboncillo, podía sentir que la inquietud comenzaba a alejarse, casi como si la tela la arrojara fuera de él. Tendría que tomarse algún tiempo la mañana siguiente para agregarle color, pues quería captar la aldea como se veía con la luz matutina.

Cuando el sol se puso y la agonizante luz lo obligó a dejar de trabajar, sintió que todo el miedo y los presentimientos regresaban. Con el sol en lo alto podía creer fácilmente que un agente humano estaba matando a sus hombres y reírse de todas las conversaciones sobre vampiros. Pero en la oscuridad creciente, la mordedura del miedo regresaba junto con el recuerdo del sangriento y empapado peso del soldado muerto en sus brazos la noche anterior.

Una noche segura. Una noche sin una sola muerte y tal vez podría derrotar a esa cosa. Con la mitad de los hombres cuidando a la otra mitad, debía ser capaz de cambiar el curso y comenzar a ganar terreno al siguiente día.

Una noche. Sólo una noche sin muertes.

Domingo, 27 de abril

La mañana llegó como debían llegar las mañanas del domingo: brillante y soleada. Woermann se había quedado dormido en su silla y se encontró despierto con las primeras luces, tenso y adolorido. Le tomó un minuto tener conciencia de que el sueño de la noche no fue interrumpido por gritos o disparos. Se puso las botas y se apresuró a bajar al patio para asegurarse de que se encontraban tantos hombres vivos esta mañana como la noche anterior. Una rápida revisión con uno de los centinelas se lo confirmó: no había sido reportada ninguna muerte.

Woermann se sintió diez años más joven. ¡Lo había logrado! ¡Después de todo, existía una forma de contrarrestar a este asesino! Pero los diez años comenzaron a retroceder cuando vio la cara preocupada de un soldado que atravesaba el patio rápidamente dirigiéndose a él.

—¡Señor! —lo llamó el hombre mientras se acercaba—, algo malo le pasa a Franz, quiero decir, al soldado Ghent. No ha despertado.

Woermann sintió los miembros súbitamente débiles y pesados, como si toda la fuerza le hubiera sido repentinamente extraída con sifón.

—¿Lo revisó?

—No, señor. Yo… yo…

—Lléveme allá.

Siguió al soldado hasta las barracas en la parte sur. El soldado en cuestión estaba en su bolsa de dormir en un catre recién hecho, dándole la espalda a la puerta.

—¡Franz! —lo llamó su compañero de cuarto mientras entraban—. ¡El capitán está aquí!

Ghent no se movió.

Por favor, Dios, que esté enfermo o haya muerte de un paro cardiaco, rogó Woermann mientras caminaba hacia la cama. Pero que no tenga la garganta destrozada. Cualquier cosa excepto esa.

—¡Soldado Ghentt! —lo llamó. No hubo evidencia de movimiento, ni siquiera el suave subir y bajar de las mantas de un hombre dormido. Woermann se inclinó sobre el catre temiendo lo que vería.

El doblez de la bolsa de dormir cubría a Ghent hasta el mentón. Woermann no lo bajó. No tenía qué hacerlo. Los ojos vidriosos, la piel cetrina y la mancha roja que empapaba la tela, secándose, le dijeron lo que encontraría.

—Los hombres están al borde del pánico, señor —explicaba Oster.

Woermann embarraba color sobre la tela, con pinceladas cortas, rápidas y furiosas. La luz de la mañana se hallaba exactamente donde la quería en la aldea y tenía que hacer lo más que pudiera, en el momento. Estaba seguro de que Oster pensaba que se había vuelto loco, y tal vez fuera cierto. La pintura se le tornó una obsesión a pesar de la carnicería a su alrededor.

—No los culpo. Supongo que quieren ir a la aldea y dispararle a unos cuantos habitantes. Pero eso no…

—Discúlpeme, señor, eso no es lo que están pensando.

—¡Oh! Entonces, ¿qué? —preguntó Woermann bajando el pincel.

—Piensan que los hombres asesinados no han sangrado tanto como deberían. También que la muerte de Lutz no fue accidental… que fue asesinado lo mismo que los otros.

—¿No sangraron…? Oh, ya veo. Rumores sobre vampiros otra vez.

—Sí, señor —asintió Oster—. Y creen que Lutz lo dejó salir cuando abrió esa grieta en el espacio abierto del sótano.

—Sucede que estoy en desacuerdo —rechazó Woermann escondiendo su expresión mientras se volvía hacia la pintura. Tendría que ser la influencia estabilizadora, el ancla de sus hombres. Tendría que aferrarse a lo real y a lo natural—. Sucede que pienso que Lutz fue muerto por una piedra que cayó. Y que las cuatro muertes subsecuentes no tienen nada que ver con Lutz. Y sucede que creo que sangraron bastante profusamente. ¡No hay nada aquí que beba la sangre de nadie, sargento!

—Pero las gargantas…

Woermann se detuvo. Sí, las gargantas. No habían sido cortadas… No se utilizó un cuchillo o un alambre para estrangular. Fueron desgarradas. Viciosamente. Pero ¿con qué? ¿Dientes?

—Quienquiera que sea el asesino, está tratando de asustarnos. Y teniendo éxito. Así que esto será lo que haremos: voy a poner de guardia a cada hombre de mi destacamento, incluyéndome. Todos andarán en parejas. ¡Tendremos esto tan densamente patrullado que ni una mariposa sería capaz de volar sin ser notada!

—¡Pero no podemos hacer eso todas las noches, señor!

—No, pero sí hacerlo esta noche y la noche de mañana si es necesario. Y entonces atraparemos a quien quiera que sea.

—¡Sí, señor! —se animó Oster.

—Dígame algo, sargento —le pidió Woermann a Oster mientras éste se cuadraba para retirarse.

—¿Señor?

—¿Ha tenido alguna pesadilla desde que nos establecimos en la fortaleza?

—No, señor —respondió Oster frunciendo el ceño—. No puedo decir que las haya tenido.

—¿Alguno de los hombres ha mencionado algo?

—Ninguno. ¿Ha estado usted teniendo pesadillas, capitán?

—No —respondió sacudiendo la cabeza en una forma que le indicó a Oster que por ahora había terminado con él. No tuvieron pesadillas, pensó. Pero ciertamente los días se convirtieron en un mal sueño.

—Llamaré por radio a Ploiesti ahora mismo —informó Oster al salir.

Woermann se preguntaba si la quinta muerte lograría una reacción del comando de defensa de Ploiesti. Oster estuvo informando de una muerte cada día y, no obstante, no hubo reacción. No había ofrecimientos de ayuda ni órdenes de abandonar la fortaleza. Obviamente, no les importaba mucho lo que pasara aquí mientras alguien estuviera vigilando el paso. Woermann tendría que tomar pronto una decisión sobre los cuerpos. Pero ansiaba desesperadamente pasar una noche sin que se produjese una muerte antes de sacarlos de allí. Sólo una.

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