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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (4 page)

BOOK: La fría piel de agosto
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A Olga le da por imaginar que su nombre no viene de la estepa rusa, sino de alguna tribu al interior de esa África que cada vez se muere un poco más. Olg-A, algo así debería ser su nombre. Le dan ganas de desvestirse, de que todos la miren y entonces comenzar a gritarles que se den cuenta, que tanta ciudad no viste a nadie, que la cosa tiene que reventar si todo sigue el curso que le marcamos hace años, cuando la primera revolución industrial, cuando el carbón.

Pero Olga sigue vestida, con su vaquero y su camisa blanca recién estrenada. Madrid le parece un monstruo, pero, por lo mismo, maravilloso. Los edificios de la Gran Vía son gigantes que acompañan sus pasos, un mundo de fantasía inconcebible allá, al otro lado. Es por eso que Olga avanza dando saltitos. Está en medio de otra selva, donde la luz y los sonidos son las metáforas de monos y tigres. No pertenece a este lugar, pero sabe cómo avanzar en él. No le da miedo que un rinoceronte vaya a aparecer a su costado ni que uno de esos gigantes de concreto se la trague. Por eso entra tranquila por una de las puertas de Zara.

Ya no le llama la atención que el edificio esté lleno de gente intercambiando ropas por dinero. Ella viene a lo mismo. Se llama estar guapa, se dice. O, simplemente, pensar en el futuro, pensar en que aunque el mundo se esté haciendo pequeños trozos de cristal, pedrusco, materia orgánica en descomposición, ella también tiene permiso para no transformar en negro lo que por el momento es solamente gris, aunque oscuro.

Recuerda el metro: los hombres podían ser vistos como supervivientes, pero también como gente feliz o gente triste. Eran los mismos. Ella también lo es, se dice. Y prefiere que la encasillen en el primer grupo, en el feliz, aunque no lo sea, aunque ahora mismo le falte un color chillón saliéndole de los zapatos, de debajo de la manga, como si se tratase de un mago.

Olga sabe que no viene de África, pero pareciera que sí. Ha salido de su propio continente muerto, acaba de atravesar las aguas del Mediterráneo y está llegando a la gran ciudad, una ciudad que no habla su idioma, pero que de alguna manera desea, aunque reconozca en todo ello una farsa. Sí, todo es una farsa, porque haberse educado en los mejores colegios no ha evitado que el mundo se siga quebrando sobre sí mismo. Y hay dos posibilidades de acercarse a ese desperdicio de cristalería: o sonriendo o llorando. Olga ha decidido sonreír en medio de la matanza del gran elefante blanco.

Es por eso que se acerca a las perchas donde cuelgan los vestidos juveniles. Es cierto que tiene treinta y siete años, pero no le importa. Olga no solo quiere imaginarse que vuela; quiere saber que vuela, y para eso necesita vestidos con alas.

Coge uno tejido en negro, rojo, verde, de tirantes; le parece que le encajará a la perfección. Lo mira por delante, por detrás. Le gusta. Luego mira uno blanco, algo más corto que los que suele ponerse, pero también le gusta. Sigue su recorrido durante media hora, cuarenta y cinco minutos, y va mirando, dejando y recolectando tops, camisas, sandalias, vestidos rojos, morados, marrones, hasta que llega a la sección de lencería, donde elige un par de tangas negras y dos sujetadores que no disimularán en nada sus pezones según la publicidad del envoltorio.

Eso que está viviendo debe ser la felicidad. Por lo menos un tipo de felicidad. Diferente a la que sintió con Agustín, que no llegó a nacer, pero que le regaló felicidad, y de la grande, de la buena, durante esos meses que estuvo allí, creciendo y creciendo en su vientre, dando pataditas, moviéndose al ritmo de la música. Le encantaban Vivaldi y los valses de Strauss. También le gustaba la voz de su padre diciéndole que cuando llegase lo envolverían en una manta hecha de flores de almendro y pétalos de orquídea, que lo rodearía, como a un emperador chino, un ejército de osos de peluche y un montón de pañales, por si salía muy cagón, y que su madre le daría el pecho hasta cuando él quisiera, hasta que fuera grande y hablara y pudiese decir
no más teta
.

Se lleva la mano al pecho. No le sale leche, pero fue mucho el tiempo que la tuvo allí; tanto que debía ir al baño a vaciarse los senos. La leche se iba por la alcantarilla, como si se tratara de un líquido pútrido, un líquido que la envenenó hasta hacerle casi imposible los días. Porque cuando se pierde a un niño y, antes, a un hombre, todo se hace trizas, se descascara y reseca. Así que al llegar a casa, el silencio de las habitaciones vacías no se podía romper con nada: ni música ni televisión ni teléfono. Nada. Ni siquiera había un abrazo, una piel en la que zozobrar. Palos. No eran más que palos los que le daba la vida, dejándola con la cara desencajada, queriendo llorar, pero ya sin una mísera gota de agua que sacar de dentro y sin ningún pozo cercano —ni siquiera a dos horas de camino— donde ir a buscar más lágrimas.

Olga se ha tocado el pecho, pero ya no hay nada más que no sea esa ondulación que ha vuelto a su tamaño natural y una camisa nueva, que no le recuerda en nada el pasado. Nota que una gota humedece la tela blanca y luego escucha una voz que le pregunta si está bien. La escena es un poco trágica, como las de esas películas románticas de los años noventa. La chica guapa llorando en medio de un universo en el que todo es felicidad, todo compras, todo el cliente tiene la razón. Solo faltan las campanas de Navidad y la nieve y el gordo indigente disfrazado de Santa, que termina por ser el mejor hombre del mundo. Pero es verano, aún temprano por la mañana, y unas cuantas mujeres jubiladas se pasean por la tienda mirando encajes, tejidos y soltando sordos chillidos de felicidad; disfrutando del aire acondicionado, regodeándose en ellas mismas, en eso que nunca podría vivirse al otro lado del Estrecho.

Olga vuelve a su deriva en un lugar indeterminado del Mediterráneo. No le presta atención a la felicidad ni a los colores. Ni siquiera el aire acondicionado la hace feliz, porque el aire seco del Estrecho le ha resquebrajado la garganta. Por eso no suelta su propio grito, que sería algo más parecido a un alarido que llegaría hasta la última planta y llamaría la atención de alguno de los directivos que suelen estar allá arriba, inalcanzables para los pobres subsaharianos que llevan metido en el fondo del corazón un bebé muerto, un marido muerto, toda la desesperanza de un desierto que ni agua da.

Olga siente una mano en su hombro. Levanta la vista y ve a una dependienta que le sonríe con la cara de bondad más bella que recuerda en su larga vida. ¿Quiere un vaso de agua?, le pregunta, y Olga se concentra en el vértice que hace el tabique de su nariz con sus cejas. Por favor, le responde, y la chica va y viene como llevada por el aire, y después la acompaña a un rincón que no se ve, donde hay unas sillas y puede sentarse. Sin que se dé cuenta, le cambia el vaso vacío por uno lleno y le ofrece un klínex. Hasta en medio del Mediterráneo existen los ángeles, piensa Olga, y la mira dándole las gracias.

Olga en ningún momento ha dejado de abrazar todos los vestidos y tops y camisas y pantalones y hasta bragas y sujetadores que ha ido recolectando por la tienda. Por eso es natural que cuando se le ha pasado el llanto y es un poco más débil el dolor, la chica le proponga que se pruebe esa ropa y que elija la que más le guste. A Olga le parece que Agustín está metido allí, en medio de todas esas prendas. Pero antes de permitir que el recuerdo la remezca, se dice que no, que Agustín no está allí, que Agustín se fue en medio de la ropa que ya no existe, dentro de la maleta, y que andará de viaje con algún marroquí que va entre Madrid, Zaragoza y Barcelona vendiendo sus abalorios. Piensa en eso cuando la chica la toma de la mano y la acompaña a los probadores. Me quedaré fuera para decirle cómo le sientan, le dice con amabilidad. Olga solo mueve la cabeza en señal de afirmación.

No se da verdadera cuenta de la rapidez con la que se va probando cada prenda. Sale por un segundo y la chica la mira afirmativamente, diciéndole sí, sí, sí. Porque, curiosamente, Olga nunca ha tenido problema con la ropa. Tiene una talla estándar y es muy difícil que algo que le guste no le entre o le quede peor que a los maniquíes. Así que cuando termina la sesión, tiene un montón de ropa nueva fabricada casi a medida y la chica le pregunta qué llevará y qué no. Todo, dice Olga y sonríe, sonríe por primera vez desde que entró en el interior del gigante, y de pronto, mientras entrega la tarjeta, una Visa que tiene desde hace dos años, pero que no recuerda cuándo fue la última vez que usó, siente que también tiene corazón. Porque está claro, no es lo mismo entrar en el interior de un gigante, que descubrir que el gigante tiene corazón. Y ella acaba de encontrárselo allí, en esos ojos, en la actitud de esa chica que pareciera que es feliz en las vísceras del monstruo y que se desliza como haciendo eslalon por el suelo, siempre recién encerado.

Eslalon, murmura Olga, y recuerda a la chica del metro. Perdón, le dijo mostrando el hombro. Esa chica y esta chica son casi idénticas, y Olga comprueba que no puede ser casualidad, que hay algo que mueve a la ciudad más allá del cemento, que le da sentido al corazón del monstruo, que precipita su latido.

La chica le sonríe mientras espera que salga el comprobante de caja. Tiene unos ojos grandes y almendrados. Pareciera que toda la ciudad respira por su boca. Olga le da las gracias y le pide disculpas. Pero la chica no responde. Solo mueve los hombros y los ojos se le llenan de alegría. Olga le tiende la mano como para cerrar un pacto con el optimismo, y la chica se la recibe cálida, como si fueran dos amigas que no se ven hace mucho. Se trata de un ángel y un ser humano que acaban de coincidir. A veces los hay, aunque Olga no lo crea ni la chica lo crea. Ella, deslizándose por los pasillos de su trabajo, corriendo por las aceras de la Gran Vía, no sabe ni se imagina que es el corazón del gigante.

Olga acaba de salir de la tienda bañada en algo que se parece a la felicidad. Afuera hay más actividad que a primera hora de la mañana. Ya han pasado las doce del día, pero a ella le parece que deberían ser las doce de la noche. Tanto tiempo ha estado allí dentro. Tanto tiempo que casi no es nada. Se sorprende de la cantidad de cosas que lleva, así que hace parar un taxi, de esos modernos que también admiten el pago con tarjeta, y le pide que la lleve a la Plaza de Lavapiés. El taxista se alegra, porque aunque está muy cerca hay que dar un rodeo. Es lo bueno, o lo malo, de los cascos antiguos, de las ciudades viejas. Para llegar al corazón hay que dar un rodeo.

A través del cristal, Olga sigue observando la Gran Vía, el comienzo de la calle Alcalá, la Plaza Cibeles y el Paseo del Prado, que está hermoso, aún verde y casi vacío. De pronto el nudo que la ha mantenido inmovilizada aprieta menos. No, aún no se desanuda, pero ya no ahoga tanto. Puede, incluso, ver los colores. Y Madrid es verde y azul y amarillo y transparente.

El taxi se detiene frente a su portal. Al ir a pagar, Olga saca por casualidad el comprobante de la compra. Rememora la sonrisa, el latido del monstruo y no puede evitar que un aire, por fin limpio, recorra sus pulmones.

 

 

 

 

Olga está en la acera, al lado del taxi. Apenas logra equilibrarse con tanta bolsa entre las manos. No le puede pedir ayuda al taxista, porque ya se ha subido al coche después de sacar todo el equipaje del maletero. Pero no le importa, porque está contenta. Es cierto que no hizo todo lo que quería, pero qué importa. Ha sido suficiente para constatar cómo se van hilvanando los pasos de la gente, de la propia ciudad.

Se detiene, deja las bolsas en el suelo y las ordena para tomarlas nuevamente. Camina cinco pasos hasta su portal y las apoya en la acera. Estoy cansada, piensa. Pero no se hace caso. En el bolso busca las llaves, que no encuentra. Es entonces cuando escucha un ¿me permite? y ve una mano que abre y sujeta la puerta. Cuando levanta la vista se encuentra con un hombre calvo, delgado, que le sonríe con sus ojos claros tras unas gafas de pasta negra. Un temblor se apodera de sus palabras, como si el cansancio se hubiese multiplicado por diez, y le responde con un gracias entrecortado.

El hombre, cogiendo cuatro de las siete bolsas, vuelve a sonreírle. Me llamo Andrés, le dice, agregando un vivo en el tercero derecha… Creo que somos vecinos. Ah, sí… Yo soy Olga, le responde ella, ligeramente confundida, como si en la barriga le estuvieran estrujando un paño.

La escalera la suben en silencio. Olga se ha quedado pensando que no debe ser madrileño, porque habla raro. Puede que sea de Tenerife. Su tono le recuerda al de la isla, pero hace tantos años que no ha estado allí que no puede asegurarlo. Así que cuando van llegando al final de su particular sendero, Olga intenta salir de dudas. Usted no es de acá, ¿no? No, responde Andrés, soy chileno. Como ya están detenidos en el rellano, agrega un bueno, pues, ya nos encontraremos de nuevo, y dándose media vuelta, entra a su piso casi sin escuchar el gracias precipitado que Olga acaba de dirigirle, puede que por el esfuerzo de la subida o por el paño que ha comenzado a desmembrarse en su interior.

Se ha quedado sola y toda una losa de preocupación cae sobre sus hombros. Olga no se ha atrevido a continuar la conversación, aunque quería, porque siente vergüenza, porque no sabe si Andrés la vio o la escuchó la tarde del orgasmo en la cocina. El solo hecho de pensar que la haya oído, que haya sabido o imaginado de qué se trataba, le produce un pudor adolescente. Allí, en el descansillo, Olga parece más desvalida que nunca. Más incluso que dentro de su piso, sola. Más que cuando ha sentido que el mundo se le caía encima envuelto en un papel color petróleo. Y lo sabe.

La luz de la escalera se ha apagado, pero ella no intenta encenderla. Olga quiere estar así, quieta, recuperando la respiración que sigue siendo quebrada, como si estuviese enferma de tuberculosis. Cuando retoma el aliento, el frescor del tercer piso se le mete entre la camisa y los senos, entre el vaquero y los muslos.

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