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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (6 page)

BOOK: La fría piel de agosto
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Andrés suspende su vaso en el aire y lo deja allí un segundo. Con una pequeña impaciencia, como si hubiese recuperado las ganas perdidas al inicio, levanta su figura opaca y camina de nuevo a la cocina, como haciendo eslalon, piensa Olga, recordando a las chicas del metro y de Zara. Ella no se mueve de donde está. A los pocos minutos él aparece con dos platos pequeños. A pesar de su tamaño, rinden tributo a la diosa de la abundancia con una serie de frutas variadas cortadas en trozos, dos bolas de helado de vainilla y una montaña de nata. Todo rematado con un baño de chocolate negro líquido. El postre, le dice con una sonrisa un poco tímida, pero incapaz de esconder su orgullo.

Olga se sorprende y comenta, quizá gracias al Chardonnay que ha logrado romper el interludio gris que se instaló entre los dos durante la comida, que quizá lo mejor hubiese sido un café, que una comida tan completa y tan buena es mucha para además tener que enfrentarse a ese postre, que se ve genial, pero que no sabe si le cabrá en el estómago.

Andrés la mira sonriendo con sus ojos claros, como si con su comentario hubiese recobrado parte de esa juventud que ya no le queda. Haz un esfuerzo, le dice, al fin y al cabo son solo frutas y el chocolate hace bien para el corazón. Olga le dice que claro, que hará el esfuerzo, que quizá ambos necesitan con urgencia el chocolate. Entonces ve que una sombra cruza por los ojos de Andrés. Antes de que vuelva a callarse, ella llena la cuchara de frutas y chocolate y se la lleva a la boca. Ves, le dice apenas se la ha tragado, estoy haciendo el esfuerzo. Y él, como por arte de magia, sonríe de nuevo.

Durante unos segundos solo se escucha el sonido de las frutas escurriéndose por los dientes y las cucharas sobre el cristal. Pero algo ha cambiado y Olga pregunta con descuido, como si no quisiera hacerlo: A todo esto, ¿qué haces aquí? Nada, responde Andrés. Solo intento pintar y olvidar. Sus ojos se clavan en los de Olga, que siente una mirada afilada, casi fría, esbozando otras palabras no dichas que patalean por salir. Pero Andrés no agrega nada más.

Quizá para llenar el espacio que ha quedado o porque en realidad lo cree así, Olga le dice que siente que se parecen. Andrés la mira, incisivo. Es imposible, le responde, porque lo que yo quiero olvidar realmente no se olvida; todo lo que intento no son más que veladuras, trampas, cepos que me voy poniendo en el camino. Se levanta y coge el cuadro de la silla. La he pintado porque no dejaba de mirarme, le dice. Olga comprende que no se trata de la silla, sino de quien se sienta en ella. Por eso te pedí que la voltearas; a mí también me miraba, le contesta aún sin comprender lo que él quiere decirle, dejándose llevar por su propia intuición, su propio desasosiego, su embriaguez. Entonces Andrés deja otra vez el cuadro en el trípode. No hay forma de evitarlo, afirma. Aunque hagamos como si no existen, allí estarán siempre, día y noche. Lo mejor quizá sea dejar de darles la espalda, dejar de evitar sus ojos, invitarlos a entrar en el sitio que les corresponde, aquí dentro, y Andrés se golpea el pecho, y aquí adentro, y Andrés se golpea la frente.

Olga se asusta, pero es más fuerte la compasión, es más fuerte ese presentimiento de que Andrés es como ella. Se le acerca y le toma las manos. Son grandes, cuadradas. No podrían ser las manos de un pianista. Pero sí las de un pintor. En las suyas, se van calmando hasta quedar extenuadas, inertes. Lo mira y ve que tiene los ojos rojos, pero no llora. Perdona, le dice. Y ella no sabe de qué tiene que perdonarlo. Se suelta de sus manos y camina al baño, muy probablemente a mojarse el rostro, a disimular esa tensión que debe salirle por los ojos, por la boca en forma de saliva.

Olga se queda mirando el cuadro, la habitación blanca, la silla naranja y azul. En la mesa resaltan los trozos del verde de la lechuga y los canónigos, el rojo de los tomates y la sandía, el naranja de los albaricoques, el marrón del pescado, el blanco de sus espinas. Es hermoso, pero es la muerte, piensa Olga, y cuando se sienta, pasa el dedo sobre el chocolate. Y esto es la vida, agrega, saboreando la crema, tan parecida a la piel, al polvo.

Andrés reaparece y, mientras busca el paquete de cigarrillos en el pantalón, le dice que quiere, que necesita estar solo. Ella intenta tomarle las manos de nuevo, pero él la rechaza susurrando un las tengo sucias, que queda flotando en el aire. Ella las observa y las ve pulcras, cuidadas, secas; pero no insiste. Camina por el pasillo. Entonces me debes el café, reclama, y él le sonríe. Te debo el café. Prometido. Y le abre la puerta. Se quedan mirando por un segundo. El café y una conversación, agrega Olga. Y una conversación, repite él, dejándola pasar al otro lado del umbral y, esta vez sí, olvidando su búsqueda en los bolsillos, le entrega las manos para que se las apriete, para que calme ese temblor que una vez desaparezca Olga más allá del rellano, seguirá acompañándolo.

 

 

 

 

Cuando Olga entra en la casa, se siente agotada y triste. Camina por el pasillo y se dirige al salón pensando en las manos de Andrés. Baja las persianas. Se tira en el sofá de esa manera pesada que la ha acompañado el último tiempo y que pensaba que por fin había desaparecido. Se va hundiendo en el sudor y sus propios temblores hasta quedarse dormida, hasta comenzar a soñar. Pero esta vez no sueña con un coche saliéndose de la carretera y una madre perdiendo a su hijo. Se trata de un sueño más oscuro.

Está sentada en la silla naranja y azul, rodeada de paredes blancas, en una habitación sin puertas, sin muebles. Sus brazos pasan por detrás del respaldo. Tiene atadas las muñecas. Una luz sobre su rostro la quema, la deslumbra incluso con los ojos cerrados. Avanzan los minutos y nada ocurre. Pero cada vez le hacen más daño la luz y las amarras. De pronto la lámpara comienza a aproximarse a su rostro, hasta casi tocarle la nariz. Entonces siente pasos y a alguien que aleja la lámpara de manera violenta. Nota de inmediato la ausencia de calor en las mejillas.

En la oscuridad escucha las dos respiraciones que terminan por acompasarse. Cuando de nuevo comienza a pensar que está sola, un golpe le azota la mejilla izquierda. Más que dolor le provoca sorpresa. Y nuevamente se escuchan las dos respiraciones. No sabe quién está allí, a su lado. A los pocos segundos, de nuevo tiene la sensación de que en el cuarto hay una sola respiración, y casi de inmediato otro golpe se deposita en la misma mejilla. Olga siente miedo y cuando las dos respiraciones están a punto de volverse una por tercera vez, contiene el aire y percibe el movimiento del brazo suspendido en el espacio y el sonido del golpe como si fuera a otra. Olga no respira. Hasta que no puede más y de manera fuerte, desesperada, dolorosa incluso, expulsa el aire acumulado que se funde con el golpe que le da vuelta el rostro. Siente algo denso, pringoso, que le sale de la boca y la nariz. El sabor seco, salado de la sangre llama su atención. Espera otro golpe, pero no llega. Sus fosas nasales y sus dientes están rotos. Abajo de la silla, alrededor de las patas, se acumula la sangre hasta hacer charcos, hasta llenar la habitación, hasta comenzar a ahogarla…

Despierta con la cabeza hundida entre los cojines, respirando apenas, bañada en sudor y con un hilo de baba saliéndole por la comisura de los labios. Quiere levantarse, pero la debilidad que le provoca la ola de calor de las cuatro de la tarde la retiene prisionera de los cojines. Todo gira a su alrededor y por unos instantes su cabeza permanece en el cuarto blanco lleno de sangre. Le dan ganas de quedarse allí, olvidándose de salir a flote y de levantar la cabeza de ese océano que la tiene atrapada y que de tanto acompañarla es lo más parecido que tiene a un hogar. Olga deja que el sudor y sus miedos la envuelvan para de nuevo caer en el sueño. Un sueño nebuloso, indoloro, sin imágenes, sin sangre ni sillas ni coches ni hijos muertos.

Dentro del salón nadie se mueve. Dentro de la mente de Olga, tampoco. A veces, en medio de un océano desierto es donde mejor se está.

 

 

 

 

Ha pasado una semana desde que Olga decidió romper su tabla de salvación. En algún momento creyó que Andrés se acercaría a salvarla, a tenderle una mano que la sacara de su deriva. Pero nadie tocó su timbre. Nadie apareció en el umbral pidiendo sal o azúcar. Son siete días en los que no se ha sacado ni el vaquero ni la blusa blanca. Siete días en los que no se ha lavado el pelo ni se ha mojado el rostro ni se ha vestido con alguno de esos bellos vestidos que compró el único día feliz de la que pensaba era su nueva vida. Tampoco ha intentado comer algo más que las tres barras de chocolate que se le acabaron la tercera mañana ni las conservas de las que solo quedan unos restos encima de la mesa.

Olga ha adelgazado, ha empalidecido y el hedor de su cuerpo sudado llena todos los rincones del apartamento. Ha perdido las ganas de despertar; se parece a una de las imágenes de sus propias pesadillas. Siente que se va hundiendo en el Mediterráneo, que el agua entra en su patera y que es mejor así, perecer en el mar en vez de intentar salvarse de nuevo. La tarde cae y la imagen es la del polvo sobre la estantería, sobre el televisor, sobre la mesa. Restos de pan duro, de papel de aluminio, de botellas de agua vacías en el suelo. Conservas abiertas, infectas, esparcidas sobre la mesa. Y una mujer con la blusa manchada de baba, de mocos y comida, con el pelo revuelto y sucio sobre el sofá. No está dormida y le gustaría levantarse, pero no hace ningún esfuerzo por hacerlo.

Por momentos piensa en intentarlo, pero al siguiente segundo renuncia. Se siente como el heroinómano que ha vuelto a caer. Para qué intentar salir si siempre se reincide. Olga piensa en su ropa nueva, anclada en el armario, tratando de salir de esa tumba tan hermosa, pero ahogándose en el intento. A oscuras, los colores vuelven a llenar su retina y piensa que la vida, en realidad, puede ser menos oscura, aunque no para ella.

Es entonces que a lo lejos Olga escucha su nombre. Piensa que quizá ya le toca morirse. Eso de andar escuchando el propio nombre solo ocurre antes de morir. Estoy loca, se increpa casi con dulzura, pasando una de sus manos huesudas sobre sus ojos y moviendo los dedos en círculos. Sonríe por lo absurdo de la situación. Mi nombre, dice con acritud, y deja sin completar la frase que hubiese concluido con un a nadie le interesa, en el momento que su brazo toca el suelo y, ahora sí, oye el timbre.

Olga maldice y no se mueve. Pero el ruido del timbre rompe una y otra vez el silencio y se mezcla con la voz de Andrés que golpea la puerta con la palma de la mano, repitiendo su nombre con cierta desesperación. Así que decide hacer un esfuerzo. Al sentarse, el corazón está a punto de salírsele por la boca y antes de ponerse de pie tiene que detenerse para calmarse.

Como Andrés sigue golpeando, intenta un grito, pero la voz no le sale. Olvidando el corazón, la suciedad, el naufragio —o quizá por ello—, Olga se lanza por el pasillo hacia la puerta. No piensa sino en una mano extendida sacándola a flote, haciéndola emerger, abrazando su cuerpo entumecido. En su carrera, las piernas se le cruzan, la tiran hacia abajo. Pareciera que un imán demasiado potente le impidiera avanzar. Por eso, cuando coge la cerradura con las manos y abre, Olga se desmaya.

 

 

 

 

Despierta tendida en su cama. Lo primero que nota es la liviandad de una sábana sobre su piel y que ya no lleva encima la blusa blanca ni el vaquero. Se siente cómoda en el colchón y cierra los ojos, pero sin dormirse. Escucha ruidos en la sala: el cepillo, la fregona, muebles que van de un lado a otro. Sabe que Andrés está allí, pero no siente pudor porque la haya desnudado. Al contrario. Piensa en el silencio de la comida de hace una semana, en la complicidad de ese hombre calvo, delgado, de gafas de pasta negra que al otro lado de la pared organiza su vida, lleva su pequeño barco a la orilla de la playa.

Pero Olga no cree en milagros y sabe que se irá pronto, porque tiene su propia rutina, su propio mundo, sus propios quehaceres. No deja de ser una casualidad que haya tocado el timbre, que haya dicho su nombre. Y si ella se levantó fue solo por instinto. Aunque sabe que no lo hubiese hecho si otro hubiera tocado la puerta. Olga se queda dormida pensando en eso.

Abre los ojos a alguna hora de la noche. La luz de la mesilla está encendida. Sobre una silla duerme Andrés. Primero se asombra. Quizá no se vaya, piensa. Lo observa desde su horizontalidad. Está recto, vigilando cualquier movimiento, cualquier ruido; aunque duerme. A Olga la invade la ternura y las ganas de protegerlo. ¿Estará tan solo como yo?, se pregunta, al mismo tiempo que se compadece de ella misma, de la semana que acaba de pasar olvidándose de todo, hasta de su cuerpo, enterrada entre cojines de pluma de ganso y espuma de alta densidad. No entiende lo que le ocurre. Hace apenas unas horas se hubiese dejado morir, pero ahora, mirándolo allí, vigilante, tiene ganas de levantarse y arrullarlo, besarle la frente, los ojos, el cuello, la boca. La boca, repite muy despacio y piensa que estaría dispuesta a hacer lo que él le pidiese. Al fin y al cabo le ha salvado la vida.

Olga quiere incorporarse, pero no desea despertarlo. Aunque no sabe qué hora era cuando llegó, tiene la certeza de que han transcurrido muchas más. Así que levanta el brazo para apagar la lámpara, haciendo un pequeño esfuerzo por llegar al interruptor. Antes de conseguirlo, siente el hedor que desprende su axila. La fetidez le hace girar la cabeza y renegar de su propósito. La invade una repentina vergüenza de sí misma, por aquella que encontró Andrés a sus pies, casi un esperpento, un juguete olvidado y roto.

En un acto reflejo baja su mano hasta la entrepierna y pasa la yema de los dedos por su sexo. El olor ácido le provoca una arcada. Esa es ella. Una mujer que es solo piel; una piel que es solo mierda. Desesperada, intenta levantarse. No quiere que él la vea así nunca más. Pero su intento es vano. Olga no puede con su cuerpo y renuncia, dejando caer su esqueleto al fondo del colchón. Está más débil de lo que pensaba.

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