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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventura, Histórico

La Galera del Bajá (14 page)

BOOK: La Galera del Bajá
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—¡Los cristianos! ¡Muerte! ¡Muerte!

La metralla del bastión mató cinco o seis caballos y abatió, muertos o heridos, a seis o siete turcos.

Los demás, espantados, se dieron a la fuga desordenadamente, dirigiéndose al campamento turco y provocando una alarma innecesaria, por lo tardía.

—¡En marcha! —dijo Muley, que acababa de oír rechinar las cadenas del puente levadizo.

Mientras avanzaba, empinándose sobre los estribos, gritaba:

—¡Soy el León de Damasco! ¡No disparéis!

A los breves minutos eran recibidos por una veintena de venecianos.

—Tú, Damoko, explica a estos señores la razón de nuestra vuelta. Y vosotros, Nikola y Mico, acompañadme a la torre en que vive mi esposa. Tened preparados los caballos, ya que antes del alba nos marcharemos.

Saludó al comandante del bastión, se fue acompañado de sus dos fieles amigos y pronto llegó al torreón que el capitán general pusiera a disposición de la duquesa.

—Aguardad aquí y ensillad uno de esos caballos. Si no escapamos esta noche, ya no veremos de nuevo al almirante. Las horas de Candía se hallan contadas.

—Id, señor —respondieron Mico y Nikola. —Nos encontraréis preparados.

Muley subió la escalera, en forma de caracol, que se hallaba casi derrumbada y alcanzó el primer piso, penetrando en un amplio cuarto, amueblado con dos camas y en el que la luz entraba por un par de troneras.

La duquesa, que acaso acababa de regresar de una exploración o de una visita al capitán general, llevaba la armadura puesta, aunque no el yelmo, y descansaba en uno de los lechos, oprimiendo todavía en la mano derecha la espada.

—¡Leonor! —exclamó el León de Damasco, acercándose vehementemente a ella.

La duquesa abrió sus bellísimos y profundos ojos y alargó los brazos, ciñendo el cuello del fuerte guerrero.

—¡Tú, Muley!... ¡Has vuelto!

—¡Sí, amor mío, y casi no llego a tiempo!

—¿Qué hay de nuestro hijo?

El León hizo un gesto, desalentado.

—No ha sido posible salvarlo. El almirante veneciano no dispone de las suficientes fuerzas para librar un combate con la flota turca, que cuenta con trescientas galeras.

—¿Continúa todavía a bordo de la nave almirante?

—Sí, Leonor. Pero espero que no siga por mucho tiempo, ya que todas las naves de las potencias cristianas se están concentrando en Mesina para asestar un golpe final a los mahometanos. El día que se libre el combate nosotros estaremos allí y asistiremos al abordaje de la galera de Alí-Bajá.

—¿Y tu padre?

—Salvado y el castillo de Hussif incendiado.

—¿La guarida?

—Sí, Leonor.

—¿Cómo has hallado a tu padre?

—Robusto y vigoroso; casi no ha sufrido.

—¿Está curado?

Muley-el-Kadel esbozó una sonrisa.

—Nosotros los turcos tenemos duro el pellejo y se nos renueva con facilidad. Somos acaso más fuertes y más resistentes que los cristianos.

—¿Y qué haremos, Muley?

—Vámonos.

—¿Abandonamos cuando más se precisan nuestras espadas?

—Los venecianos han de defender una enseña y deben continuar aquí en tanto puedan sostener una espada y una carga de pólvora. Pero nosotros tenemos que pensar en nuestro hijo.

—¿Y nos marchamos?

—Sí, a reunimos con la flota de Veniero en la ensenada de Capso. Si nos quedamos en este lugar nadie libertará a nuestro Enzo, ya que no nos podrá auxiliar la guarnición de Candía, ya exhausta y más que diezmada.

—Estás en lo cierto, Muley. ¿Se hallará libre el camino?

—Confío en que así sea.

—¿Con quién nos pondremos en camino?

—Disponemos de una pequeña y valerosa escolta. Acompáñame, Leonor. Las horas de la desdichada ciudad están contadas. El día menos pensado el Gran Visir enviará cien mil hombres contra la plaza y no serán ni las culebrinas ni las espadas venecianas las que puedan retener esa masa de guerreros.

—¿Y qué ocurrirá?

—Una hecatombe. Algo semejante a lo de Famagusta. Mis compatriotas son excesivamente bárbaros y crueles. Ven; nos esperan.

La duquesa se puso el yelmo, se ciñó la espada y dos pistolas y siguió a su marido, que continuaba llevando el farol rojo. Mico y Nikola tenían ya ensillado el más soberbio caballo, de sangre árabe y con magnífica estampa.

—Vamos, compañeros —dijo el León a los dos valientes, que saludaron a la duquesa. —¿Te consideras capaz, Leonor, de aguantar una carrera de ocho o diez horas?

—Sí, Muley. El hambre no me ha extenuado todavía, como te imaginas, ya que los venecianos se han privado de todo para que yo tuviera todo lo posible.

—¿En qué estás pensando, Nikola?

—En los merodeadores que ametrallan los venecianos —repuso el griego, frunciendo el ceño.

—¿Sientes temor de que nos intenten apresar cuando hayamos salvado el puente levadizo?

—Eso es, señor.

—No obstante, no podemos continuar aquí.

—No os lo recomiendo. Los turcos están deseando acometer la plaza. El sitio se ha prolongado ya demasiado.

—¿Y deberé exponer a mi esposa a los disparos de la patrulla?

—¿Es que no me apodaban ellos el capitán Tormenta? Que vengan y mi espada derramará de nuevo sangre mahometana.

—Y además aquí nos tenéis a nosotros, señora. No somos demasiados, pero todos resueltos a morir por nuestros señores.

—Son realmente valerosos. ¿Emprendemos la marcha, Nikola?

—Vamos y resguardémonos de las balas de las bombardas, que esta noche llueven sobre Candía.

—Me pareces muy meditabundo, Nikola. ¿Continúas pensando en los exploradores?

—¿Qué queréis? Detesto a esa chusma.

—La casa de Damoko no se halla a mucha distancia. Nos cobijaremos en ella.

—Allí podremos resistir y acaso darles otra lección.

—¡A caballo, Leonor! Deja de momento tus pistolas. —Con las patrullas es más aconsejable el arma blanca.

La duquesa emprendió el galope y todos partieron. Aquella noche semejaba como si los turcos tuvieran decidido arrasar Candía. Era una auténtica lluvia de proyectiles de piedra la que se abatía sobre la plaza. Como ya quedaban escasas moradas por destruir, derrumbaban las torres.

Por entre las angostas calles, practicadas detrás de los bastiones, las balas caían y se cruzaban zumbando. Los cuatro jinetes, acercándose lo máximo posible a los bastiones para defenderse de los proyectiles, llegaron al lugar donde se encontraban Damoko y sus amigos. El comandante acudió al encuentro de Muley.

—¿Nos dejáis, señores? —inquirió con acento conmovido.

—Es preciso, capitán.

—Me hago cargo. Tenéis que libertar a vuestro hijo. Lo sabemos y no podemos auxiliaros. ¿Es cierto que las naves de todas las naciones cristianas se están concentrando para luchar contra el turco?

—Sebastián Veniero lo ha asegurado —repuso el León de Damasco.

—¡Cualquiera sabe! Todo va a depender de la suerte del combate. Los turcos son muy poderosos.

—Cierto. Por mar es muy fuerte su poder.

—Resistirán. ¿Ha retornado alguna patrulla?

—No, señor. Y en el supuesto de que vuelva estamos preparados para ametrallarla. Podéis marchar tranquilos. En tanto que os encontréis a nuestro alcance os ayudaremos. Luego Dios lo hará.

—Gracias, capitán. Espero veros de nuevo algún día, cuando hayamos abatido el poderío turco.

El veneciano hizo un ademán de desaliento.

—Candía terminará sus días como Famagusta —dijo con resignación. —Por otra parte, al trasladarnos a este lugar para defender las últimas posiciones del León de San Marcos en Oriente, teníamos la seguridad de que no habríamos de volver a ver jamás el
campanile
ni la Torre del Reloj. Antes de abandonar Venecia hicimos todos testamento.

—Señores —indicó Nikola, —han bajado el puente y los artilleros están preparados para defendernos.

Se saludaron por última vez y los nuevos jinetes dejaron el fuerte.

La luna había desaparecido y un velo de tinieblas imperaba fuera de las últimas defensas de Candía, baluarte que los turcos, pese a lo valerosas y aguerridas que eran las tropas musulmanas, no habían logrado conquistar.

—Tened los ojos bien abiertos —aconsejó Nikola cuando hubieron pasado el puente —y encended las mechas de los arcabuces. En ocasiones una buena descarga es mejor que una carga a fondo.

Prepararon todas las armas, examinaron a lo lejos la llanura y no viendo a nadie emprendieron el galope.

Aunque ellos se imaginaban a salvo, se hallaban en un error. Los exploradores turcos que pudieron eludir la metralla veneciana se dirigieron al instante al campamento y solicitaron la ayuda de sus camaradas para capturar a los cristianos, suponiendo que los que acababan de penetrar en la plaza la abandonarían aquella misma noche.

Nikola, que, como ya sabemos, era el que tenía mejor vista, los distinguió en seguida.

—¿No os advertí yo que nos esperarían? No nos va a resultar muy sencillo llegar a la rada de Capso con toda esa chusma acosándonos.

Por fortuna los venecianos del bastión cuidaban de sus amigos.

Al distinguir a los turcos, que galopaban en persecución de los fugitivos desesperadamente, descargaron cuatro cañonazos de metralla, cuyo resultado fue catastrófico para los perseguidores, que en aquel instante pasaban delante del bastión. Doce o quince se desplomaron acribillados por la metralla, lanzando alaridos de fieras. Pero los que quedaron ilesos continuaron su carrera, dando gritos de muerte contra los cristianos y grandes vivas a Mahoma.

Como ya se hallaban a suficiente distancia para no ser ametrallados les arrojaron cuatro balas, pero no los alcanzaron, ya que los artilleros, por miedo de herir a los fugitivos, apuntaron excesivamente alto.

—No son arriba de quince —anunció Nikola, que los había contado con todo detenimiento. —Nuestros caballos son magníficos y espero que llegaremos a casa de Damoko sin que nos den caza. Cuando lleguemos a la granja haremos lo mismo que en la otra ocasión y los pajarracos tendrán una buena ración de comida. Al instante, señor Muley, marchad delante con vuestra esposa. Nosotros os cubriremos las espaldas.

—Gracias, Nikola —repuso el León de Damasco, poniéndose a la cabeza del grupo.

Los turcos, algunos de cuyos corceles debían haber resultado heridos a consecuencia de la metralla, se iban rezagando en gran manera. No obstante, varios de ellos avanzaban como un torbellino, empuñando las cimitarras y disparando de cuando en cuando con las pistolas, aunque sin hacer blanco debido a los movimientos desenfrenados propios de la furiosa carrera.

Continuaban con sus alaridos de rabia, estimulando a sus rezagados camaradas y dando gritos de muerte contra los cristianos. En algunas ocasiones los perseguidos se daban la vuelta y disparaban sus armas, pero casi siempre sin el menor resultado. Nikola y Damoko alentaban con sus gritos a sus amigos para que no redujeran la rapidez de la galopada, anhelando poner entre ambos bandos la máxima distancia posible.

Y avanzaban a una terrible velocidad entre viñas y chumberas, y a veces sobre huesos humanos, y siempre acosados por aquellos bárbaros sedientos de sangre cristiana. Aunque magníficos jinetes, los turcos no lograban adquirir la menor ventaja y no acortaban ni en un simple palmo de tierra la distancia que los separaba de los fugitivos, los cuales a cada conminación de detenerse y rendirse, sabiendo lo que les aguardaba si hubieran cometido la imprudencia de obedecer, contestaban con pistoletazos y disparos de arcabuz muy a menudo.

—¿Te fatigas, Leonor? —interrogaba de vez en cuando Muley a su mujer.

—En absoluto y mi montura, a pesar de que debe haber pasado bastante hambre en Candía, se porta magníficamente —replicaba el capitán Tormenta, sin parecer impresionada por aquella persecución.

En Famagusta había presenciado cosas peores y podía afirmarse que se educó entre el fragor de las armas. Por espacio de otra hora los caballos de los fugitivos galoparon desenfrenadamente, perseguidos por la patrulla turca a unos doscientos metros de distancia. De improviso Damoko lanzó una exclamación:

—¡Mi casa! Un esfuerzo más, compañeros, y tendremos un refugio, que los turcos, aunque fueran un centenar, no podrían tomar con facilidad.

Los cretenses que marchaban detrás abrieron otra vez fuego, matando un caballo.

Al poco rato llegaban a la granja, cuya puerta continuaba abierta.

—Llevad los caballos a la cocina. Cabemos todos con comodidad.

El León de Damasco tomó en brazos a su esposa y entró al momento, en tanto que los perseguidores se detenían y disparaban sus pistolas.

Todos los fugitivos penetraron, llevando los caballos a la cocina, y después los cretenses. Mico, Damoko y Nikola se pusieron de guardia detrás de la puerta con las mechas de los arcabuces encendidas.

—Sitio número dos. ¿Concluirá igual que el otro, Damoko? —interrogó el albanés.

—Confío en que sí —respondió el granjero, que siempre que se encontraba en su casa se consideraba a salvo, contando con que podía confiar en aquellos hombres valerosos y audaces que combatirían en todo momento sin tregua.

El León de Damasco se había sentado ante la mesa con su esposa y encendió una pequeña lámpara de aceite.

—¿La asaltarán, Muley?

—No. En la otra ocasión nos sitiaron igualmente y nos desembarazamos de ellos con facilidad, matándolos a todos. Estos exploradores turcos solamente son peligrosos en campo raso.

—¿Qué harán?

—Mandarán a alguno de los suyos a buscar refuerzos. Pero no esperaremos a que vengan. Los cretenses son magníficos tiradores y también Mico es peligroso con un arcabuz en las manos. ¿Oyes?

El albanés había apuntado con mucha calma al jefe de la patrulla y lo hizo caer de la silla con un balazo en la frente. Los turcos, encolerizados por aquella baja, intentaron una furiosa carga contra la granja. Pero viendo que los cristianos salían con los arcabuces dispuestos volvieron las espaldas y se ocultaron prestamente entre el viñedo.

—Carne para esos pajarracos que se sustentan de cadáveres —comentó Mico. —Será la segunda vez que les ofrecemos un soberbio banquete ante tu casa, Damoko.

—¿Es que regresan al campo, Muley? —inquirió esperanzada la duquesa.

—No hay que confiar en que se cansen. En tanto se halle uno con vida montará guardia frente a la granja. Tenemos que acabar con todos.

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