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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (13 page)

BOOK: La huella del pájaro
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—¿Y es un pájaro corriente en esta zona?

—No es corriente. Le gusta vivir en jardines, o sea que prefiere los barrios de la periferia.

—¿Y la sangre?

—Sangre de pájaro, no hemos encontrado restos de nada más. Pero, como digo, se trata tan sólo de resultados provisionales.

Landsberg dio un par de caladas más y entonces se acercó al fregadero, colocó el cigarrillo bajo el chorro de agua y lo tiró a la basura.

—¿Qué tal está tu mujer, Hilmar?

Éste cerró los ojos.

—Bien —respondió en un tono de voz que sugería todo lo contrario—. ¿Y tú, Nils? ¿Estás bien? ¿Puedo dejarte aquí a solas?

Trojan asintió con la cabeza.

—Pasa hoy mismo por la comisaría a recoger tu arma, ¿de acuerdo?

Trojan volvió a asentir.

—Y manda a tu hija a casa.

«Esto también es su casa», pensó Trojan con frustración, pero se limitó a asentir una vez más.

—Ánimo, Nils. Lo vamos a pillar.

Y con eso Landsberg se marchó.

De pronto Emily estaba frente a él. Trojan se estremeció, no la había oído.

—Entonces, ¿me tengo que ir?

—Emily, me gustaría mucho que te quedaras, pero será mejor que…

Dejó la frase inconclusa.

—Sólo hasta mañana, papá, tal como habíamos quedado, ¿vale? No puedo dejarte solo. —Emily se sentó a su lado y le cogió la mano—. ¿Qué has encontrado en el buzón de las narices? —le preguntó en voz baja.

—Una nota con una amenaza —murmuró Trojan, que prefirió no mencionar el pájaro destrozado.

—¿Del asesino?

Trojan asintió con la cabeza y dijo:

—Muy probablemente.

—No te va a pasar nada, papá. Tú eres fuerte.

Trojan le dirigió una sonrisa.

—Gracias, Emily. Me reconforta mucho que pienses eso. —Se levantó—. Y ahora comamos algo. ¿Te apetecen unos huevos revueltos?

DOCE

Había entrado a trabajar a las siete de la mañana y hasta aquel momento había sido un día como todos los demás: varios borrachos, un par de accidentes de tráfico y una persona que había llamado desde un teléfono público porque era incapaz de encontrar su casa.

Eran las nueve y dieciocho cuando el jefe de policía Clemens atendió la siguiente llamada. El programa de localización de su ordenador empezó a analizar los datos para determinar la ubicación de su interlocutor y mostrarla en el mapa de la ciudad.

—Teléfono de emergencias de la policía —dijo Clemens, una frase que debía pronunciar cientos de miles de veces cada día.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio. «Debe de tratarse de otra falsa alarma», pensó.

—¿Diga? ¿Con quién hablo?

Entonces oyó un levísimo suspiro.

El programa seguía rastreando todas las combinaciones posibles a través de la red subterránea de la ciudad, como una araña gigante en su nido.

Clemens oyó la voz de una niña.

—Tengo miedo.

—Dime tu nombre.

Otra vez aquella débil respiración, un vago susurro.

Se trataba de un número de teléfono oculto, pero el programa logró localizarlo de todos modos. En el monitor apareció la dirección: Ratiborstrasse, 29.

Clemens pulsó la combinación de teclas que proporcionaba la ubicación exacta de la llamada: la parte del edificio, la planta, el piso, el programa lo sabía todo.

—¿Quieres denunciar una emergencia?

Clemens pasaba por ser un funcionario muy paciente. Algunos de sus colegas en las mesas de operadores telefónicos reaccionaban de forma muy distinta.

—Tengo miedo —repitió la niña.

—¿De qué? ¿Cómo te llamas? ¿Qué ha pasado?

Seguramente eran demasiadas preguntas a la vez para una niña; iba a tener que repetírselas una a una.

—Tienes que decirme cómo te llamas; si no, no te podré ayudar.

¿Correría peligro la pequeña? «Difícil de saber», pensó Clemens.

Finalmente la niña le dio su nombre, aunque fue más bien un susurro.

—¿Y el apellido?

Otra vez un sollozo.

—Tengo tanto miedo…

—Tu apellido, ¿cuál es tu apellido?

A lo mejor se trataba tan sólo de una bromita de una mocosa que pretendía hacerse la interesante.

Clemens tenía que enfrentarse a esas bromas a diario.

Pero entonces la niña pronunció su apellido y Clemens consultó en la otra pantalla la lista de personas desaparecidas.

Encontró el nombre de inmediato.

—No cuelgues —dijo apresuradamente.

Pero ya había colgado.

Trojan fue incapaz de pegar ojo en toda la noche.

Había logrado convencer a Emily de que era preferible que durmiera en casa de su madre. La había acompañado a Charlottenburg en su viejo Golf.

Como Friederike tenía visitas, Trojan evitó dar demasiadas explicaciones y se limitó a aducir motivos laborales.

—Sí, claro, laborales —replicó su ex mujer en tono de reproche.

Él se tragó el enfado que le había provocado ante aquella respuesta, se despidió de Emily y fue a la comisaría a recoger el arma de su casilla.

Ahora la tenía junto a la cama, al alcance de la mano. Trojan aguzó el oído en la oscuridad.

Varias veces durante la noche se había levantado y se había acercado a la ventana para echar un vistazo a la calle.

Todo estaba en silencio.

Tan sólo se veía a un policía solitario, haciendo la ronda bajo los tilos.

Trojan no sabía si invitarlo a un café o no, sobre todo teniendo en cuenta que no podía dormir, pero al final decidió intentar conciliar el sueño una vez más.

No lo consiguió, estuvo despierto hasta el amanecer.

Finalmente sucumbió a un ligero duermevela.

De repente se despertó, alarmado. Eran las ocho pasadas y no había oído el despertador.

Llegó a la comisaría algo después de las nueve, hecho polvo y con una hora de retraso.

Gerber tampoco parecía haber dormido demasiado bien. Tenía el rostro macilento y sin afeitar.

Se estaban sirviendo un café en la máquina, en silencio, cuando sonó el teléfono.

Gerber lo descolgó y pareció despertar de golpe.

Murmuró apenas un par de frases al aparato y anotó algo en su libreta.

Cuando colgó, tenía una mirada casi triunfal.

—Lene Halldörfer ha llamado hace unos dos minutos a la centralita de emergencias. Está en un piso de Kreuzberg, en el 29 de la Ratiborstrasse. El grupo de operaciones especiales ya está informado.

—¿La Ratiborstrasse? —preguntó Trojan, que casi se atraganta con el café—. Eso está al lado de mi casa.

Gerber asintió.

Salieron escopeteados dos segundos más tarde.

Trojan iba al volante. Gerber bajó la ventanilla y colocó la sirena en el techo.

Recorrieron el canal a ciento veinte por hora, mientras Trojan cambiaba una y otra vez de carril.

El corazón le latía con fuerza, desbocado. Durante un instante creyó que iba a sufrir un ataque de pánico, pero la sensación pasó rápidamente.

Se obligó a no pensar más en ello.

Ya en la Skalitzer Strasse, derrapó para tomar la Wiener Strasse y notó el olor a neumáticos quemados, volvió a dar gas a fondo y Gerber apagó la sirena.

Trojan aparcó encima de la acera, lejos del número 29.

Los demás coches llegaron tras ellos.

El grupo de operaciones especiales ya estaba preparado.

Entraron corriendo en el edificio. No habían tardado ni quince minutos desde que habían recibido la llamada.

En la escalera reinaba un silencio absoluto.

Un técnico del grupo de operaciones especiales estaba ya arrodillado ante la puerta del piso, taladrando la cerradura.

En el timbre no había ningún nombre.

Detrás del experto en cerrojos se habían apostado ya el resto de los miembros del grupo de operaciones especiales, todos equipados con cascos y chalecos antibalas, y empuñando sus metralletas.

Trojan y sus hombres se colocaron varios peldaños por debajo de los miembros del grupo especial.

El leve zumbido del taladro eléctrico resultaba apenas audible.

Konrad Moll, treinta y nueve años, escaparatista en paro.

¿Era ése su hombre?

Se oyó un leve chasquido y el cerrojo se abrió.

El especialista que había junto a la puerta levantó la mano con tres dedos extendidos.

Tres segundos.

Trojan respiró bien hondo.

¿Qué le habría pasado a Lene?

¿Seguiría viva?

El especialista dobló el dedo corazón: dos segundos.

Debían ser rápidos y aprovechar el factor sorpresa, de otro modo la niña estaba perdida.

El agente dobló el dedo índice: un segundo.

¿Lo lograrían a tiempo?

Finalmente, el especialista dobló también el pulgar: cero.

Trojan tragó saliva.

Había llegado el momento decisivo. ¡Al ataque!

Trojan agarró el arma con las dos manos; la llevaba cargada y con el seguro quitado.

Notó una leve brisa cuando los hombres del grupo de operaciones especiales se pusieron silenciosamente en movimiento.

La puerta se abrió con un crujido y los agentes entraron en el piso.

Se oyeron gritos y pasos sordos, se oyó cómo iban abriendo a patadas las puertas del piso.

Quería ver a Konrad Moll ante él, en el suelo, con dos hombres del grupo de operaciones especiales encima. Quería ponerle las esposas personalmente: «Konrad Moll, queda detenido».

Los hombres estaban por todas partes. Llevaban focos montados en las metralletas y barrían las paredes con sus conos luminosos.

Pero entonces Trojan notó un cambio súbito en el ambiente.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Uno de los hombres con casco se le acercó.

—¿Lo tenéis?

El tipo no respondió y Trojan intentó leerle la mirada debajo de la visera.

—¿Habéis cazado al tipo?

—Está vacío.

—¿Cómo?

—El piso está vacío.

—¿No hay nadie?

—No.

—¿La niña tampoco?

El agente del casco sacudió levemente la cabeza.

—¿Qué le ha pasado a la niña?

El otro se subió la visera.

—Lo siento, colega, pero aquí no hay nadie.

Trojan respiró pesadamente.

No se lo quería creer. Inspeccionó el piso: dos habitaciones, cocina y baño.

Enfundó la pistola y miró a su alrededor.

—Registradlo todo —murmuró.

En el fregadero de la cocina había dos tazas, una de ellas con una grieta. Abrió un armario; de dentro cayó un paquete de arroz y los granos se esparcieron por el suelo.

Trojan soltó un taco en voz baja.

—¿Dónde te has metido, cabronazo? Te voy a pillar —dijo con los labios apretados.

Entonces oyó que Gerber lo llamaba.

—Nils, ven un momento.

Conocía bien a Gerber e identificó claramente el ligero temblor de su voz. Aquel temblor no presagiaba nada bueno.

—¿Dónde estás?

—En el baño.

Trojan cruzó el pasillo.

Le pareció que tardaba una eternidad en llegar al baño.

Los agentes del grupo de operaciones especiales iban abandonando el piso uno tras otro. Sus botas resonaban sobre el suelo de madera. Habían vuelto a subir el volumen de sus aparatos de radio, que emitían los crujidos de costumbre.

Una voz pedía hablar con «Theodor siete», pero «Theodor siete» no respondía.

Los vecinos habían empezado a asomarse a la escalera, atraídos por el escándalo.

Finalmente llegó a la puerta del baño. Ya desde allí percibió el extraño olor.

Gerber estaba delante de la bañera, señalando algo.

Trojan se sentía como si tuviera los zapatos llenos de plomo y se acercó lentamente a su colega.

Su mirada siguió los ojos de Gerber.

En el fondo de la bañera había unas braguitas.

Eran unas braguitas de niña, blancas con corazoncitos rojos, arrugadas.

Y apestaban.

Los dos se quedaron inmóviles durante un rato, hasta que Trojan se agachó y se acercó a la bañera.

Alargó la mano hacia las braguitas. Le costó un gran esfuerzo, el pestazo era brutal.

Apartó la tela con dos dedos.

Y entonces lo vio.

Retrocedió, tambaleándose.

A sus espaldas, Gerber reprimió una arcada. El hedor era aún más insoportable.

Dentro de las braguitas había algo envuelto.

Era un pájaro.

Estaba medio descompuesto y unos gusanos diminutos salían arrastrándose del agujero del vientre.

Lo habían desplumado.

Trojan soltó el aliento y miró a Gerber.

—¿Hemos llegado tarde?

Gerber no dijo nada.

—Te he preguntado si hemos llegado tarde —repitió, casi gritando.

Ronnie lo agarró del brazo.

—No lo sé, Nils —respondió con un hilo de voz.

Trojan tardó aún unos segundos en recuperar la compostura.

—Peinad hasta el último rincón —murmuró— y redacta una orden de búsqueda y captura contra Konrad Moll.

Gerber asintió sin decir palabra.

TERCERA PARTE
TRECE

El tráfico en la KarlMarx-Strasse era denso y ruidoso, y se alegró de llegar finalmente al centro comercial. Subió al H&M por la escalera mecánica. Por los altavoces sonaba una música suave que en teoría debía tener un efecto placentero en el humor de los clientes. Sin embargo, en su caso no servía de nada, estaba demasiado nervioso.

Cruzó la sección masculina, aunque ésta no era su objetivo. Hizo acopio de valor y cruzó la sección femenina, llena de ropa de lencería, donde las mujeres de Neukölln, con su llamativo maquillaje, examinaban bragas de encaje y aquellos jirones escasos llamados tangas. Apartó la mirada.

Por fin llegó a la sección infantil.

Podía actuar como un padre normal, como alguien que compraba ropa interior para su hijo.

O simplemente como un buen amigo.

La ropa era graciosa y de colores vivos. Había un par de madres que empujaban sus cochecitos de bebé por los pasillos, pero él era el único hombre. ¿Llamaría la atención? Se detuvo ante un perchero lleno de camisetas y respiró hondo. Pasó un buen rato pululando de aquí para allá, hasta que finalmente cogió una camiseta por la percha y la examinó con mayor detenimiento. No le gustaba, era demasiado sencilla. Quería algo más bonito.

Predominaban los tonos pastel; él prefería algo rojo, o tal vez de un blanco más inocente, aunque también quería que tuviera un motivo bonito. Chocó con una mujer gorda, de rasgos árabes; llevaba en brazos a un niño que berreaba. Tuvo la sensación de que la mujer había chocado con él premeditadamente, pero no dijo nada, pues no quería llamar la atención por nada del mundo.

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