Read La huella del pájaro Online

Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (17 page)

BOOK: La huella del pájaro
13.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Landsberg sacó un cigarrillo y se lo colocó entre los labios, aunque no lo encendió.

—Se enamora de ella —dijo Trojan— y nosotros lo pescamos, sabe que no volverá a ver a la niña, que probablemente lo condenarán por sustracción de menores, se avergüenza de sus fantasías pedófilas, es un tipo depresivo con inclinaciones autodestructivas, y encima quiere provocarme sentimientos de culpabilidad. Así pues, coge el vaso y se lo come.

Landsberg lo miró sorprendido.

—Oyéndote hablar cualquiera diría que eres psicólogo, Nils. ¿Tienes experiencia en ese campo?

Trojan notó como se sonrojaba. Hubo una pausa, durante la cual Landsberg intentó sonreír.

—Era una broma —dijo, y volvió a meter el cigarrillo en el paquete—. Odio este trabajo —añadió con un susurro.

—¿Qué pasa, jefe? ¿Demasiado trabajo, o… —Trojan se preguntó si era un buen momento para preguntarle por su mujer— …o es por tu mujer?

Landsberg soltó una carcajada, aunque le salió una risa forzada, exagerada.

Se alejó unos pasos y se detuvo.

Entonces, como si hablara más con la pared que con Trojan, dijo:

—Oye voces. Se está volviendo loca. Algunos días ni siquiera la reconozco.

Se volvió súbitamente hacia él.

Le brillaban los ojos y por un momento Trojan temió que su jefe fuera a perder la presencia de ánimo.

—Hilmar, lo siento muchísimo.

Landsberg esbozó una media sonrisa, se acercó a Trojan y le dio una palmada en el hombro.

—No se lo cuentes a nadie.

En aquel momento se abrió la puerta de la UCI y la enfermera volvió a salir.

—Pueden verlo ahora, diez minutos como máximo.

Landsberg le pegó un empujón cordial a Trojan, claramente aliviado de que su breve conversación personal hubiera terminado, y le hizo un gesto con la cabeza a la enfermera.

Tuvieron que ponerse una mascarilla esterilizada y cubrirse los zapatos con unas bolsas de plástico, y sólo entonces les permitieron cruzar la puerta.

—Insisto: diez minutos como máximo.

Moll estaba conectado a un aparato de respiración asistida; la máquina resoplaba monótonamente. En un monitor, un puntito se movía siguiendo su ritmo cardíaco, acompañado por un pitido agudo. Un grueso vendaje cubría el cuello y el pecho de Moll, y su boca era apenas reconocible debajo de la mascarilla de oxígeno.

Los tubos le proporcionaban los analgésicos necesarios.

Tenía los ojos cerrados.

De repente, Trojan se acordó de su madre. Siempre que estaba en un hospital se acordaba de su madre.

Contempló el trémulo puntito del monitor e instintivamente intentó escuchar el latido de su propio corazón.

Landsberg se acercó a la cama.

—Moll, ¿puedes oírnos?

Las únicas respuestas fueron el jadeo de la máquina y el pitido del monitor.

—Abre los ojos, Moll, queremos hacerte unas preguntas.

Trojan percibió el tono agresivo de la voz de Landsberg.

—Vamos, Moll, no vas a salir de ésta tan fácilmente. No puedes tragar cristales y luego cerrar la boca.

El puntito del monitor registró un pequeño cambio, o por lo menos eso le pareció a Trojan, aunque también podía ser que su cerebro reaccionara a las palabras de Landsberg.

Trojan se acercó también a la cama y se inclinó sobre el rostro del paciente.

Desprendía un intenso olor a producto de limpieza, tal vez a algún espray con el que le habían desinfectado la boca, o por lo menos lo que quedaba de ésta.

—Lene Halldörfer —dijo Landsberg—. Hemos encontrado a tu pequeña. Por el momento se encuentra bien.

De repente los párpados de Moll empezaron a temblar.

«Despierta —pensó Trojan—, despierta, por favor, y dinos la verdad».

—Lene —repitió Landsberg—. Es realmente una niña muy bonita, igual que su madre. Coralie, Melanie, Lene… Suena casi como un poema, ¿verdad, Moll?

El pitido del monitor adoptó un ritmo nuevo, de
staccato
.

Moll seguía parpadeando débilmente.

—¿Me oyes, Moll?

Trojan sintió un leve mareo. Volvió a ver la cabeza calva de su madre, sus ojos asustados, muy abiertos, cuando despertó de su última operación de cáncer. Le había preguntado cuánto tiempo le quedaba. «¿Un año? ¿Medio? ¿Tan sólo unas semanas?». Y Trojan, con sus dieciocho años, no había sabido qué contestarle.

Cerró los puños con fuerza y se quedó mirando fijamente el monitor.

El latido había vuelto a ralentizarse y los párpados de Moll ya no se movían.

Pasaron unos minutos durante los que nadie dijo nada.

—Menuda pérdida de tiempo —murmuró al fin Landsberg.

El monitor soltó un pitido, la máquina de respiración asistida ventiló una vez más.

—Espero que no nos hayamos equivocado, jefe —dijo Trojan.

—¿Qué quieres decir?

—Es sólo una sensación.

—¿Qué sensación?

—No sé, un presentimiento, una extraña ansiedad.

Landsberg se lo quedó mirando.

—¿Temes que volverá a pasar algo?

Trojan no respondió.

—Me cago en la puta —exclamó Landsberg, que respiró hondo—. Estoy hasta los huevos. Tengo que salir de aquí.

Dio media vuelta y Trojan oyó cómo cerraba la puerta.

Él se quedó un momento junto al paciente. Se sorprendió a sí mismo cuando, de repente, alargó la mano y le acarició la frente.

—Lo siento, Moll —murmuró—. Si nos hemos equivocado, lo siento mucho.

Entonces apartó la mano y se marchó.

DIECISIETE

Walter Fitzler era siempre puntual, pero justamente aquel día iba a llegar tarde.

Por culpa de Rita.

Rita estaba distinta, más guapa aún, más alegre y animada. Además, llevaba la blusa que Walter le había regalado por Navidad y el sujetador rojo que tanto le gustaba.

Walter se detuvo en la puerta del comedor, mientras se ponía la chaqueta, y le dirigió una sonrisa.

Del televisor salió una fanfarria y el plató se iluminó. Era ese programa en el que uno podía hacerse millonario si respondía correctamente a todas las preguntas, un formato más viejo que la nana, pero a Rita le encantaba.

Y Walter quería a Rita.

—¿Qué pasa? —le preguntó ésta, con una sonrisa pícara.

—No, nada. Sólo te miro un poco mientras ves la tele.

—Vas a llegar tarde —dijo ella, cogiendo un puñado de cacahuetes.

Ciertamente, Rita había engordado un poco, pero a él no le importaba. Cómo le habría gustado agarrarla por las caderas y arrimarse a sus grandes pechos… Pero tenía razón, iba a llegar tarde, y Kowalski celebraba su cincuenta y cinco cumpleaños en el Eckbert. Él y el resto del grupo de ping-pong debían de estar ya esperándolo; en el Eckbert lo esperaban también un buen filete y cerveza en abundancia. Walter ya tenía ganas de llegar.

Cada tarde se reunía con Kowalski, Ole, Holger y Tremmel en el parque, junto al canal, para jugar a ping-pong, con la excepción de los fines de semana, que dedicaban a sus mujeres. Eso no afectaba a Holger, que no tenía mujer, pero no tenía otra opción. Las dos mesas del parque del canal eran buenas, no tenían red, pero por lo menos la superficie poseía un recubrimiento de plástico y no la retícula que tenían otras y que hacía que la bola botara raro.

Sin las tardes jugando a ping-pong y sin Rita la vida no habría tenido sentido, o por lo menos eso le parecía a Walter Fitzler.

Se le acercó, se acurrucó a su lado y miró el televisor. El concursante sudaba a chorros porque no sabía la respuesta, aunque aún le quedaba el comodín del teléfono, de modo que podía llamar a un amigo y pedirle consejo.

Fitzler le dio un suave pellizco en el michelín.

Rita se rió.

—Ay, Walter, ve con los chicos y déjame ver la tele tranquila.

—Vale, vale —murmuró él—. Es sólo que se me acaba de ocurrir una idea.

—¿Cuál?

—Que podríamos hacerlo aquí, en el sofá…

—¿Aquí? ¡Ni hablar! —exclamó Rita, que, no obstante, lo miró como hacía tiempo que no lo miraba.

—Ay, Rita —suspiró él—, la vida es demasiado corta.

—Mi pequeño Walter se pone sentimental… —dijo ella, y le dio un beso.

Él se dio por satisfecho.

Al llegar a la puerta, se volvió y dijo:

—¡No me esperes hasta después de la medianoche!

Y ella:

—¡No bebas demasiado! ¡Y saluda a Kowalski de mi parte!

Bajó los escalones de dos en dos, alegremente, algo admirable teniendo en cuenta su edad, pero es que el aire fresco y las partidas de ping-pong en el parque, cada día de la semana excepto cuando hacía un tiempo de perros, le sentaban bien. Y, por supuesto, la compañía de sus colegas.

Ya en la calle, Walter cayó en la cuenta de que se había olvidado el regalo de cumpleaños de Kowalski.

Echó un vistazo al reloj: no iba a llegar puntual al Eckbert de ninguna de las maneras.

Con un suspiro, giró sobre sus talones y volvió a entrar en la casa.

De hecho, no le extrañaba nada haberse olvidado el regalo, pensó. A lo mejor lo que había encargado por Internet era incluso un poco embarazoso: un DVD de porno-karaoke por 9,99 €, con escenas sexuales inofensivas a las que uno debía añadir los gemidos usando un micrófono. ¿Le haría gracia a Kowalski? No se le había ocurrido nada mejor.

Volvió a subir la escalera corriendo.

En la segunda planta había alguien ante la puerta cerrada del piso de la joven señora Reiter. Fitzler había empezado ya a subir el siguiente tramo de escaleras cuando se detuvo.

No había visto al tipo antes, mientras bajaba, y tampoco se había cruzado con nadie en la puerta del edificio.

¿De dónde había salido de repente?

Fitzler era un tipo curioso por naturaleza, además de extremadamente despierto. Conocía a todos los vecinos del edificio y a la mayoría de los visitantes.

Se volvió y miró a aquel tipo desde la escalera.

No lo conocía. Llevaba un chubasquero con capucha, y a los pies tenía una gran cartera de cuero negro.

Un operario tal vez, pensó Fitzler, aunque a aquellas horas tampoco era lo más habitual.

—¿Viene a ver a la señora Reiter? —preguntó.

No obtuvo respuesta.

—Creo que aún no está en casa.

El otro no se movió.

—¿Hola?

No hubo reacción.

Fitzler bajó un par de peldaños.

De repente oyó un ruido extraño, como un zumbido apagado. Venía de donde estaba el tipo.

—¡Oiga, estoy hablando con usted!

Bajó unos peldaños más y entonces se detuvo.

El sonido dejó de oírse.

Fitzler contuvo el aliento.

El otro se volvió lentamente hacia él.

Apenas podía verle la cara, la capucha le cubría hasta los ojos.

Fitzler notó un escalofrío repentino y se acercó un poco más, con paso dubitativo.

Ahí estaba de nuevo aquel sonido, un aleteo febril.

Vio como la chaqueta del otro se movía y se agitaba, como si debajo hubiera un pequeño ser vivo.

A continuación todo sucedió muy rápido.

El otro abrió la chaqueta y algo salió revoloteando hacia donde estaba Fitzler.

Era un pájaro. Pasó volando por encima de la cabeza de Fitzler, que dio un paso hacia atrás, asustado.

Mientras braceaba para no perder el equilibrio, el otro abrió la cartera de cuero.

Y le sonrió desde la penumbra. No era una sonrisa amistosa.

Fitzler vio que el otro llevaba un cuchillo en la mano.

Más arriba, en la escalera, se oyeron unas alas que batían contra el cristal de la ventana.

—Oh, no —gimió él.

Inmediatamente un dolor inmenso estalló en su interior y todo adoptó un brillo resplandeciente.

Pensó en Kowalski, en las mesas de ping-pong y en el DVD de karaoke.

Luego pensó en Rita.

Quiso llamarla pero no pudo.

Se desplomó en el suelo, levantó los ojos y miró al otro.

Abrió la boca, pero de su garganta salió tan sólo un resuello.

Todo se oscureció a su alrededor.

Pedaleó con más fuerza por la orilla del canal, decidido a sacudirse la jornada laboral de los músculos y las extremidades. Junto a él, un metro de la línea U1 avanzaba traqueteando por la vía elevada. La lluvia le azotaba la cara. Era una lluvia de mayo, cálida y agradable. No le apetecía nada ponerse la capucha e incluso abría la boca para pescar las gotas de lluvia, como le gustaba hacer de niño.

Entonces le empezó a vibrar el móvil en el bolsillo de los pantalones.

Trojan frenó y se lo sacó. En la pantalla no figuraba ningún nombre, tan sólo un teléfono móvil desconocido. Pulsó la tecla verde.

—¿Diga?

—Hola, señor Trojan, soy Jana Michels.

—¡Hola!

Trojan respiró hondo.

—Se me ha ocurrido llamarle.

«La llamada de anoche», se dijo Trojan; su conversación etílica con el contestador automático, qué burro había sido.

—Me dejó un mensaje.

—Ah, sí… —dijo, y soltó una risa forzada—. Olvídelo, por favor. Había tenido un mal día y…

—Sonaba agotado.

—Estaba un poco hecho polvo, sí.

Hubo un silencio.

—Me dejó preocupada —dijo finalmente Jana Michels en tono afable.

Trojan desmontó de la bicicleta y se colocó debajo de un toldo.

—¿En serio?

Hubo otro silencio.

—¿Dónde está? ¿Lo molesto?

—No, no, ni mucho menos. Estaba yendo a casa. Está lloviendo, pero me gusta. Escuche. —Trojan estiró el brazo y apuntó con el teléfono hacia la lluvia—. Así suena mayo.

Ella se rió.

—Pues suena bien.

«¿Es esto una conversación privada? —se preguntó Trojan—. Espero que sí, en todo caso me ha llamado desde su móvil».

Pero entonces la doctora Michels dijo:

—Tras su precipitada partida del viernes pasado no hemos concertado ninguna visita para esta semana.

—Sí, tiene razón.

—¿Qué le parecería pasado mañana jueves?

—Pasado mañana, de acuerdo.

—¿Otra vez a las ocho? —preguntó ella, y se rió—. Me reservo las últimas horas para usted.

—Vale, el jueves a las ocho.

Se quedó un rato más debajo del toldo y guardó el número de móvil. Entonces montó en su bicicleta y siguió su camino.

«Sí, vale —se dijo—, era una llamada profesional, pero casi he tenido la sensación de que estaba tonteando conmigo».

Una vez más, volvió a notar aquel cosquilleo en el pecho.

BOOK: La huella del pájaro
13.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Stranded with a Spy by Merline Lovelace
Thoreau's Legacy by Richard Hayes
White Heat by Melanie Mcgrath
Normal Gets You Nowhere by Kelly Cutrone
Ghost Valley by William W. Johnstone
A River Town by Thomas Keneally
Los Días del Venado by Liliana Bodoc
Alma's Will by Anel Viz
Tramp for the Lord by Corrie Ten Boom