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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (20 page)

BOOK: La huella del pájaro
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«Puta mierda», pensó. Volvió a coger las fotos de las dos mujeres asesinadas y las estudió con atención. «Decidme algo —pensó—. Dadme una pista. Necesitamos una pista».

Entonces sonó el teléfono.

Landsberg lo descolgó.

Al otro lado hubo un momento de silencio.

Por fin, una voz más propia de Mickey Mouse que de un ser humano dijo:

—Quiero hablar con el comisario Trojan.

«Un distorsionador de voz», se dijo Landsberg, que de pronto despertó completamente.

—El comisario Trojan se ha marchado ya. ¿Para qué lo necesita?

Una vez más transcurrió un momento hasta que la voz dijo:

—Tengo un mensaje para él.

A Landsberg le iba el cerebro a cien por hora. En aquel momento no podía localizar la llamada, su línea no estaba preparada para ello.

—Dígame de qué se trata y yo se lo comunicaré.

Pasaron dos, tres segundos, hasta que Mickey Mouse volvió a hablar.

—Katzbachstrasse 78. Tercer piso. Sé que le va a interesar.

En ese instante, Landsberg lo habría dado todo por un cigarrillo.

—Tengo miedo.

Jana Michels asintió. Aquélla era una frase que oía a menudo en su consulta. Le pasó a la joven la caja de pañuelos y esperó a que ésta terminara de sonarse.

La joven cerró el puño y arrugó el pañuelo.

—Hábleme de ello.

La paciente parecía estar buscando las palabras adecuadas. Jana Michels se esforzó por disimular su impaciencia.

—Todo empieza cuando estoy llegando a la estación del metro —dijo por fin, atropelladamente—. No, en realidad empieza mucho antes, de buena mañana, mientras me preparo para ir al trabajo. El corazón me late tan deprisa que temo que se me vaya a romper. Pero cuando bajo la escalera del metro es aún peor.

—¿Ha tomado nota de ello?

—¿Que si he tomado nota? —preguntó la joven, con mirada de interrogación.

—Sí, le pedí que llevara un diario, ¿recuerda?

—Sí, pero…

—Anotar paso a paso dónde y cómo experimenta ese miedo le resultará muy útil, ¿sabe?

—Sí, vale, ya escribiré un diario.

Jana Michels se rascó la frente. «Mierda —pensó—, ahora la he interrumpido». Aquello no era bueno.

Cruzó las piernas y echó un vistazo al reloj de la mesita. Eran las ocho menos cuarto. La sesión terminaría enseguida y entonces llegaría Trojan. Hacía ya rato que pensaba en él y era incapaz de concentrarse en lo que le decía la paciente.

Se preguntó qué le pasaba. ¿Por qué la ponía tan nerviosa la sesión con Trojan?

Aunque en el fondo lo sabía perfectamente. Éste intentaría una vez más desviar la conversación hacia su vida privada. Lo cierto era que lo hacía de forma muy hábil e inocente, mientras la miraba con aquellos ojos grandes y oscuros. Ella, claro está, sabía que Trojan quería quedar con ella en privado, pero no podía ceder. Habría sido poco profesional y nada acorde con sus estándares terapéuticos. Al fin y al cabo era su paciente.

Sin embargo, si era honesta consigo misma, debía admitir que no le habría importado nada pasar por alto todas sus reservas.

La joven le había dicho algo, pero no la estaba escuchando.

—¿Cómo dice?

«Concéntrate, Jana», se riñó para sus adentros.

—Me siento en el metro, se cierran las puertas y el pánico se apodera de mí.

—¿Y qué siente cuando el pánico se manifiesta?

La joven se llevó la mano a la garganta.

—Me agarra por aquí y me estrangula. Y el corazón me va a cien por hora. De vez en cuando tengo la sensación de que se salta un latido y temo que pueda desmayarme en cualquier momento. Me mareo. Y el ambiente, el ambiente en el metro es tan asfixiante… Hay tanta gente…

Una vez más afloraron las lágrimas. Jana Michels le ofreció la caja de Kleenex.

—Señora Wiese —dijo.

La joven sacó un pañuelo.

—¿Qué?

—Quiero hacerle una propuesta…

Jana Michels se calló y aguzó el oído. Habían llamado a la puerta exterior. Era él, seguro. Le tembló la pierna derecha. Habría querido levantarse e ir a abrir, pero logró contenerse: estaba en plena conversación y no podía hacerlo.

—¿Qué le estaba diciendo?

La paciente le lanzó una mirada de suma irritación.

Jana Michels se fijó en su pelo, casi tan rubio y tupido como el que tenía ella misma. Se acordó de lo que Trojan le había contado sobre las mujeres asesinadas y lo que había leído en Internet.

Oyó a su colega en el pasillo: seguramente iba a abrir la puerta. Efectivamente, justo entonces oyó la voz de Trojan. Notó un leve cosquilleo en el estómago: había de reconocer que le gustaba su tono de voz. Y también le gustaba cuando se pasaba la mano por el pelo corto. Lo hacía siempre que se sentía desconcertado.

Jana Michels tenía ya ganas de que empezara la consulta con él. Miró el reloj: las ocho menos diez, ya quedaba poco.

—Quería hacerme una propuesta —murmuró Franka Wiese.

—Ah, eso, una propuesta.

Jana Michels se levantó, se acercó a su escritorio y hojeó su agenda.

En la sala de espera se oyó un móvil. «Trojan —pensó la doctora Michels—, he de decirle que lo apague». No pudo evitar sonreír, aquel hombre iba siempre con prisas.

—Iremos juntas en metro, señora Wiese, ¿qué le parece? ¿Mañana por la tarde? A las cinco tengo una hora libre. ¿Qué me dice?

—¿Quiere que coja el metro con usted?

—Sí, la acompañaré. Nos encontraremos en Hermannplatz y viajaremos unas cuantas estaciones juntas. Puede vencer su miedo, créame.

—¿De veras?

La joven la miró, dubitativa, aunque su expresión tenía también un destello de esperanza.

—¿Le va bien mañana a las cinco?

Franka Wiese asintió con la cabeza.

—Muy bien. En Hermannplatz. Ésa es su estación, ¿verdad?

La joven volvió a asentir y se levantó. Jana Michels le tendió la mano y la acompañó hasta la puerta.

—Hasta mañana, pues.

—Hasta mañana.

Esperó a que la paciente saliera de la consulta. Entonces cerró los ojos y contó mentalmente hasta veinte. Acto seguido salió y cruzó el pasillo hacia la sala de espera.

Estaba vacía.

Jana Michels frunció el ceño.

¿Se habría confundido? ¡Pero si había oído su voz! Llamó a la puerta de Gerd, su colega.

No se oyó nada. Hizo girar el pomo pero la puerta estaba cerrada. Así pues, Gerd también se había marchado.

Regresó a la consulta y conectó el móvil.

Inmediatamente se oyó un pitido, había recibido un SMS nuevo hacía dos minutos:

«Lo siento mucho, ha habido un asesinato y tengo que ir al lugar del crimen. Nils».

Había arrastrado el sofá hasta el centro de la habitación. Encima de éste, como si estuvieran expuestas, yacían las dos mujeres desnudas.

Estaban cubiertas de sangre, las piernas abiertas, los brazos echados hacia atrás, por encima del respaldo.

El pelo negro de Gesine Bender no parecía haber despertado el interés del asesino, que no la había dejado calva. No se podía decir lo mismo de Michaela Reiter.

Sin embargo, el asesino le había apuñalado también los ojos a Bender, cuyo cuerpo presentaba aquellas heridas como pares de estrías causadas por unas garras de animal.

El asesino había apuñalado a las dos mujeres en la garganta, pero se había ensañado mucho más con el cuerpo de Michaela Reiter.

Ésta tenía un corte en el vientre y entre sus intestinos había un frailecillo desplumado y hecho jirones.

En los pies de las mujeres había una caja de cartón volcada y manchada de sangre.

Era una escena tan grotesca que Trojan se quedó sin aliento. Retrocedió unos pasos.

Los miembros de la sección de homicidios se encontraban ya en el escenario del crimen y habían empezado a trabajar junto con sus colegas del departamento técnico forense.

Landsberg, que estaba a su lado, lo cogió suavemente del brazo.

—¿Te encuentras bien, Nils?

Trojan contuvo el aliento.

«Debería haberla protegido mejor», pensó.

Le dirigió una mirada de congoja a su jefe, que le dio un apretón en el brazo.

—Todos hacemos lo que buenamente podemos, Nils.

Trojan cerró los ojos un momento. «No puedo más —pensó—, no lo aguanto más».

—Debió de seguirla —dijo Landsberg.

A Trojan se le agarrotó el cogote.

—¿Y qué hay de los vecinos? —preguntó, haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz.

Landsberg sacó un paquete de cigarrillos y se llevó uno a los labios.

—El tipo del piso contiguo oyó un grito ayer a las ocho y media, pero creyó que alguien había puesto la tele demasiado alta.

Trojan soltó un suspiro.

Echó un vistazo a sus colegas. Gerber, Krach, Kolpert y Holbrecht estaban pálidos. En cuanto a Stefanie Dachs, parecía ir a desmayarse en cualquier momento.

—Las ocho y media —murmuró Trojan—, como las otras veces. Es su hora.

Landsberg asintió con la cabeza.

—Gesine Bender —dijo Trojan, contemplando su cadáver—, acoge a su amiga en casa y le pasa esto.

—Sólo le ha dejado el pelo.

—Sí, porque no es rubia.

Landsberg se rascó la barba. Trojan se dio cuenta de que a su jefe le temblaba la comisura de la boca cuando, en voz apenas audible, dijo:

—Tengo la sensación de que el asesino ha hecho todo esto para ti. Primero te manda una advertencia y luego quiere hablar contigo.

Trojan respiró hondo.

—Repíteme una vez más lo que ha dicho, las palabras exactas.

—Ha dejado la dirección y el piso y entonces ha dicho, literalmente: «Sé que le va a interesar».

Trojan le dirigió una breve mirada.

Landsberg miró hacia el suelo.

—Nils, estoy preocupado por ti. Este tipo está enfermo. Y creo que tú eres su espejo.

—¿Su espejo?

Landsberg levantó la mirada.

—Los asesinos en serie dejan señales, intentan decirnos cosas a través de sus crímenes. Quieren comunicarse. Y tú eres su primer destinatario.

Trojan echó otro vistazo a los dos cadáveres. El flash del fotógrafo forense iluminó la escena.

—El tío se ha ensañado con ellas —dijo Landsberg—. Fíjate bien. ¿Qué te ha querido decir?

Trojan hizo una mueca.

—Dice: «No me vas a pillar. Aunque adviertas a mi víctima, la voy a matar de todos modos».

—Sí. Es así de triste.

—Se ensaña con sus víctimas y disfruta con ello.

Trojan notó un leve mareo. Entonces se acordó del pájaro muerto y de la nota que encontró en su buzón. Y de repente no pudo evitar pensar en Emily y en su pelo, el pelo rubio de su madre.

—Nos está observando —dijo en voz baja.

—Sí.

—Pero cada vez se vuelve más irreflexivo.

—Tiene delirios de grandeza.

—Quién sabe, a lo mejor se considera algo así como un dios.

—Antes o después cometerá un error.

—Pero ¿cuánto tiempo falta para ello? ¿Cuánta gente más tendrá que morir?

Landsberg lo miró.

—¿Cuál será su próxima decisión? Tenemos que ir un paso por delante de él, sólo así lograremos cazarlo.

Trojan combatió las náuseas. En aquel preciso instante debería haber estado en la consulta de Jana Michels, cerca de ella, protegido y a salvo.

En cambio, estaba allí, delante de aquello.

—Pero ¿por qué quiere hablar conmigo? ¿Por qué pide que me ponga al teléfono? ¿Y por qué me manda una nota amenazadora precisamente a mí?

Landsberg cerró el puño con fuerza.

—Mierda, porque saliste por la tele. Cometí un error, debería haber ido yo.

—No digas tonterías, Hilmar, vamos. Como empecemos a reprocharnos cosas a nosotros mismos estamos apañados. Además, ¿qué importa que sus fantasías enfermizas giren en torno a mí o en torno a ti?

—¿Que qué importa? Pues yo creo que importa mucho, Nils. No quiero que te pase nada.

—Vale, vale.

Los dos salieron de la sala y fueron a la cocina. Encima de los fogones había dos cazos, la puerta de la nevera estaba cubierta de postales y fotografías. En una de ellas aparecían las dos amigas, sonriendo y cogidas del brazo.

Trojan estiró su dolorida espalda.

«Me tengo que concentrar», pensó.

—Debemos repasarlo todo de nuevo, paso a paso. Tengo la sensación de que se me ha pasado algo por alto.

Landsberg frunció el ceño.

—¿Algo como qué? Piensa. O habla, dime lo que se te pase por la cabeza, a lo mejor termina saliendo.

Trojan suspiró.

—Alguien me dijo algo. Fue apenas un comentario, pero por un momento me dejó desconcertado.

—¿Quién fue? ¿En qué situación oíste ese comentario?

«Dos cosas —pensó Trojan—, eran dos cosas relacionadas. Basta con que logre conectarlas».

«Cabrón —pensó entonces—. Cabronazo perverso, te voy a pillar».

Se concentró con todas sus fuerzas.

—No puedo —dijo finalmente—, no me acuerdo.

—La prensa nos va a machacar —murmuró Landsberg—. Es como si viera los titulares. «Otra vez han muerto mujeres indefensas y la policía sigue sin reaccionar».

Las palabras de su jefe le recordaron a Trojan el informe del intento de suicidio de Moll. Iba a tener que enfrentarse a no pocas preguntas desagradables. ¿Qué pensaría la opinión pública cuando la prensa se enterara de todo?

—Por cierto, ¿cómo le va a Moll? —preguntó en voz baja.

Landsberg no respondió.

—¿Has preguntado en el hospital?

Pero su jefe seguía sin abrir la boca.

—Vamos, Hilmar, habla.

—Moll ha muerto —murmuró Landsberg.

VEINTIUNO

Abrió la ventana de su despacho y se llenó ansiosamente los pulmones de aire fresco.

Entonces sacó el móvil y buscó un número en la agenda.

Pulsó la tecla verde.

Al cabo de un momento contestó Friederike.

—¿Hola?

—Hola, soy Nils. ¿Está Emily?

Al otro lado de la línea hubo un silencio. Trojan habría preferido que respondiera su hija. Intentó pensar en algo que decir, pues sabía lo importante que era para Emily que sus padres se hablaran, pero se le hizo un nudo en la garganta y notó en las extremidades la última noche en vela, en la cama del despacho, de modo que se limitó a esperar.

—Un momento —dijo finalmente Friederike.

Trojan oyó de fondo como se cerraba una puerta.

—Hola, papi.

—¡Emily!

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