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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (24 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Pero colgaron.

«Vale —pensó—, no era ésta».

Entonces llamó al número de la paciente de veintisiete años.

—¿Le dice algo el nombre Franka Wiese? —le preguntó a Brotter.

El psicólogo estuvo un buen rato en silencio, hasta que finalmente dijo:

—Es posible que Jana mencionara su nombre en una ocasión.

—¿Es rubia?

En aquel momento le saltó el contestador del móvil y una voz grabada dijo: «El teléfono al que llama está desconectado en este momento».

Trojan colgó, se guardó el móvil, cerró el portátil y se lo colocó bajo el brazo.

—Le he preguntado si es rubia —insistió.

Brotter lo miró fijamente.

Trojan resopló y salió corriendo de la consulta.

Ya estaba en la puerta cuando, a sus espaldas, el psicólogo gritó:

—¡Sí, creo que sí! ¡Creo que es rubia!

Pero Trojan ya estaba bajando la escalera a toda velocidad.

De camino a la Mainzer Strasse llamó a Landsberg.

Era la una y diecisiete de la madrugada.

VEINTICINCO

Lo primero que vio después de echar la puerta abajo fueron los pájaros muertos en el suelo. Entonces vislumbró un débil resplandor al otro extremo del pasillo. Sacó el arma y avanzó con cautela. Finalmente llegó al dormitorio, de donde procedía la luz. Se pegó al marco, extendió el brazo con el que sujetaba el arma y entró en la habitación de un salto.

Contempló la cama con ojos como platos.

La mujer estaba desnuda ante él, con la cabeza calva y los ojos cubiertos de costras negras.

Tenía estrías ensangrentadas por todo el cuerpo.

La habían apuñalado con un cuchillo.

La cama estaba llena de sangre.

—Jana —exclamó Trojan, horrorizado.

Se acercó lentamente.

Pero no era Jana, el cadáver correspondía a otra persona.

Volvió a gritar su nombre e inspeccionó el resto de las habitaciones.

¿Dónde estaba?

¿Qué había hecho aquel loco con ella?

Entonces oyó un ruido a sus espaldas. Trojan se revolvió y desenfundó el arma.

—Tranquilo, tranquilo —dijo una voz.

A Trojan le costaba respirar.

—Soy yo, Nils.

—¡Hilmar!

Trojan bajó el arma.

—Acabo de llegar —dijo Landsberg, que contuvo el aliento—. ¿Qué ha pasado?

Trojan volvió a enfundar la pistola y, en silencio, acompañó a Landsberg al dormitorio.

—¿Quién es?

—Franka Wiese. Una conocida mía vino a verla ayer por la tarde. Y esa conocida me dejó un mensaje en el contestador, seguramente me llamaba desde este piso. «¡Un pájaro!», exclamó tan sólo. Y entonces se cortó la comunicación.

—¿A qué hora te llamó?

—Sobre las ocho y media. A las ocho y veintisiete, para ser exactos. Mierda, joder, conecté el móvil demasiado tarde. Si no, las habría podido salvar, a las dos. Y ahora una está… Y la otra…

Se quedó callado y echó un vistazo a la habitación.

Delante de las cortinas cerradas de la habitación había una silla volcada. Trojan reconoció las manchas de sangre en el suelo.

—Poco a poco, Nils. ¿Me estás diciendo que había dos mujeres en este piso?

Trojan asintió.

—Una ha desaparecido con el asesino.

—Pero ¿quién es esa mujer?

—Se llama Jana, Jana Michels. La víctima era paciente suya.

—¿Paciente?

—Jana es psicóloga. Hablamos ayer sobre las seis y media de la tarde, y me dijo que se dirigía a casa de una paciente que la había llamado, se trataba de una emergencia.

En aquel momento llegaron el doctor Semmler y los del departamento técnico forense, acompañados por Gerber y Krach. Al ver la escena palidecieron.

Trojan se acuclilló delante de la cama.

—Mira, fíjate en esto —dijo.

Landsberg se acercó.

Encima de las sábanas empapadas de sangre podían verse los restos de un móvil, dispuestos en círculo. En el centro del círculo había un frailecillo desplumado.

—Son fragmentos del teléfono con el que me ha llamado.

Landsberg soltó un resuello.

«Maldita sea, tengo que encontrarla», pensó Trojan.

Los del departamento técnico forense montaron los focos. La luz era cegadora y Trojan experimentó un leve vahído. Salió de nuevo al pasillo. También allí había sangre, las marcas alcanzaban el rellano.

Cada vez llegaban más colegas del equipo al lugar de los hechos.

—Pegaos a la pared —murmuró—. Con cuidado, no piséis nada.

Trojan llamó a la puerta de enfrente. Al cabo de un buen rato le abrieron.

—Policía criminal, tengo que hacerle unas preguntas. ¿Me permite?

Era un chico joven con las mejillas enrojecidas por el sueño.

—¿Qué ha pasado?

Trojan le mostró la placa con impaciencia.

—Déjeme entrar.

El joven se apartó para que pudiera pasar.

—¿Oyó o vio algo raro ayer sobre las ocho de la tarde?

—No.

—¿Oyó gritos procedentes del piso de enfrente?

El chico negó con la cabeza.

—¿Está seguro? Intente recordarlo.

—Dios mío, pero ¿qué ha pasado?

—Ha habido un asesinato. ¿Sabe si la señora Wiese recibió alguna visita ayer por la tarde?

—¿La han…?

Trojan asintió con la cabeza.

—Sí, la han asesinado.

El joven lo miró fijamente.

—Bueno, ¿qué? ¿Tuvo alguna visita?

—No lo sé, no me intereso particularmente por mis vecinos.

Trojan le dirigió una breve mirada.

—De acuerdo. Esté preparado para que lo interroguen más a fondo.

Subió al segundo piso y llamó a las dos puertas.

Una mujer adormilada abrió la puerta de la izquierda.

Trojan le contó de qué se trataba y la mujer le pidió un momento para vestirse.

Entonces lo invitó a pasar.

—Sí, ayer por la noche vi algo raro —dijo la mujer—. Al llegar a casa, sobre las diez, me crucé con una parejita en la puerta de la calle. Acababan de salir, el tipo la llevaba del brazo y la mujer estaba… en fin… algo desmejorada.

—¿Desmejorada? ¿Qué quiere decir?

—Estaba pálida. Sí, tenía varios cardenales en la cara y le sangraba el labio.

Trojan hizo un esfuerzo consciente por controlar la respiración.

—Me dije que debían de haberse peleado y que luego se habrían reconciliado. Pero no conocía a ninguno de los dos, no los había visto nunca.

—¿Qué aspecto tenía el hombre? ¿Me lo puede describir?

—¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Qué ha pasado?

—Ha habido un asesinato.

—¿Un asesinato?

Trojan asintió con la cabeza.

—¿Aquí, en el edificio?

Trojan volvió a asentir.

—¿Quién…?

—Franka Wiese, del piso de abajo —dijo Trojan en voz baja.

La mujer se cubrió la cara con las manos.

—Por favor, señora… ¿cómo se llama?

—Sauer.

—Señora Sauer, es muy importante. ¿Qué aspecto tenía el hombre con el que se cruzó en la puerta?

La mujer bajó las manos. Estaba pálida como la cera.

—No lo vi muy bien. Llevaba capucha e iba con la cabeza agachada. Creo que llevaba una bolsa de piel. Me fijé más en la mujer, porque me dio pena.

—Y el hombre, ¿era alto?

—No sé. Mediría uno ochenta o así.

—¿Podría describirme a la mujer?

—Era rubia, tenía una larga melena rubia. Y era bastante atractiva, aunque, como ya le he dicho, tenía varios cardenales en la cara… Iba apoyada en él y he estado a punto de preguntarle si se encontraba bien, pero a veces es mejor no meterse en las cosas de los demás. Y al cabo de un momento se habían marchado.

—¿Y hacia dónde se han ido?

—Pues no le sabría decir.

—Piense. Está ante la puerta de la casa, los dos pasan junto a usted. ¿Hacia dónde han girado? ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda?

—Hacia la izquierda, en dirección a la KarlMarx-Strasse.

—¿Está segura?

—Bastante segura.

—¿Y entonces?

—No lo sé, no he visto nada más.

Trojan respiró hondo.

—Señora Sauer, pronto llegarán nuestros especialistas y le pedirán que los ayude a realizar un retrato robot del hombre.

—Pero si apenas lo he visto…

—Nos será de gran ayuda, señora Sauer, créame.

La mujer asintió débilmente.

Trojan se despidió, llamó a la comisaría y solicitó a un retratista. A continuación les pidió a Dennis Holbrecht y Max Kolpert que interrogaran al resto de los vecinos del edificio.

Cuando regresó al piso de Franka Wiese, Landsberg se lo llevó a un lado.

—Tenemos una huella de bota.

—¿Y qué?

—La silueta está bastante definida. La compararemos con nuestra base de datos.

—Vale.

—Esta vez el tío ha cometido un error.

Trojan lo miró sin decir nada. Pensaba en Jana.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Landsberg le preguntó:

—¿Quién es esa mujer que te ha llamado, Nils? Necesito más detalles.

—De acuerdo.

A continuación las frases salieron de su boca como si estuviera dictando un informe correspondiente a otra víctima:

—Jana Michels, treinta y seis años, psicoterapeuta. Domicilio en la Akazienstrasse 41, en Schöneberg. He estado ya en su piso y en su consulta de la Crellestrasse 34. He entrado en su portátil para conseguir la dirección de sus pacientes. Tengo el ordenador en el coche, nuestros expertos tendrán que analizarlo.

—Vale, pero dime algo: la tal Jana Michels…

Landsberg no supo cómo seguir.

—Ya sé lo que me quieres preguntar —dijo Trojan en tono decaído—. Sí, tiene el pelo rubio y tupido. Y nuestro asesino… —Trojan cerró los puños—. Sí, encaja en su perfil.

Landsberg asintió débilmente.

—Pero es posible que finalmente alguien lo haya reconocido. Una vecina del segundo piso nos ha ofrecido una vaga descripción de un tipo que ayer a las diez de la noche salió del edificio con una mujer del brazo. Al parecer ésta tenía un aspecto francamente perjudicado. Seguramente se encontraba bajo el efecto de alguna droga.

—Por fin una pista.

—El dibujante de retratos robot ya está de camino. Se marcharon hacia la KarlMarx-Strasse. El tipo llevaba una bolsa de piel. No nos ha sabido decir nada más.

—¿No sabemos si iba en coche? ¿No tenemos una matrícula?

Trojan negó con la cabeza.

—Así pues, posiblemente la drogó y se la llevó —murmuró Landsberg—. Pero ¿por qué ha alterado su patrón? La ha secuestrado. ¿Por qué?

«Tiene algo planeado para ella», pensó Trojan.

No se atrevió a imaginar qué podía ser.

—Parece que la mujer es especial para él —dijo en voz baja.

Landsberg se lo quedó mirando.

—¿Tienes una relación muy estrecha con esa mujer?

Trojan tardó en reaccionar, pero acabó asintiendo con la cabeza.

—La llamada de su paciente no fue ninguna casualidad —dijo Landsberg.

—Sí, yo tengo la misma teoría. Probablemente el tipo utilizó a la paciente como reclamo.

—Entonces la obligó a mirar lo que le hacía a Franka Wiese.

Trojan no pudo reprimir una mueca.

—Dame una hora, Hilmar, tengo que concentrarme. Necesito algo a lo que agarrarme. Tengo que encontrarla.

—Y la encontraremos, Nils.

Los dos hombres se quedaron mirando.

—Vale, sal a que te dé un poco el aire.

Las ideas se arremolinaban en la cabeza de Trojan.

Había perdido mucho tiempo.

Demasiado tiempo.

Su intención inicial era sentarse en el coche para poder pensar con calma, pero al llegar donde lo había dejado aparcado siguió caminando.

Dobló por una callejuela, cruzó la Hermannstrasse y de pronto llegó a Hasenheide. Estaba amaneciendo y los primeros pájaros ya habían empezado a cantar.

«¡Un pájaro!»

Volvió a pensar en la llamada aterrorizada de Jana Michels.

—Te voy a encontrar, Jana. Estés donde estés, te voy a sacar de ahí —murmuró.

Se apartó del caminito marcado y se dejó caer encima de la hierba, estiró brazos y piernas y contempló el cielo. Había una luna pálida, las nubes corrían veloces. A pesar del miedo que sentía por Jana, debía relajarse un momento para que las ideas pudieran fluir libremente.

«Dos cosas —pensó—, tengo que conectar dos cosas. Alguien dijo algo, algo importante que en su momento pareció algo casual».

Y había algo más, algo que podía ser la clave.

Se le cerraron un momento los ojos y las imágenes empezaron a pasar ante sus ojos. Ahí estaba Lene, acurrucada en aquella cama ensangrentada; él le tendía la mano y de repente volvía a estar en las escalera de la Pflügerstrasse, donde el pájaro golpeaba desesperadamente con las alas el cristal de la ventana, una y otra vez.

Y entonces vio a Jana: estaba sentado en su consulta y ella le decía, en voz baja: «Puedes tener miedo, Nils, debes permitir que suceda». Aunque nunca le había hablado de tú.

Se fue replegando en sí mismo y de pronto volvió a verse sentado en la cama, junto a Lene. Él le decía que iban a encontrarle un lugar seguro donde vivir y ella respondía algo.

Trojan abrió los ojos.

¿Qué le había dicho? ¿Y qué era lo otro…?

«Dos cosas —pensó—. La clave».

Trojan se levantó de un salto y echó a correr.

VEINTISÉIS

Notó una corriente de aire en la mejilla. Quiso volver la cabeza pero le pesaba demasiado, se sentía exhausta. Percibió un tamborileo, una vibración junto a la oreja. El ruido se alejaba y al rato volvía a acercarse.

Quería abrir los ojos pero no podía. Era como si llevara pesos en los párpados, como si tuviera los brazos de plomo.

Algo blando pasó junto a ella y le tocó la mejilla. Ella no quería, pero no se podía defender.

«Me tengo que despertar», se dijo.

Finalmente logró abrir los ojos, pero tuvo que volver a cerrarlos. Había demasiada luz, los destellos luminosos le dolían en el cerebro.

Volvió a oír aquel tamborileo, tan cercano, tan estridente.

Empezó a gemir. Durante un rato el sonido de su propia voz la reconfortó.

Pero entonces el miedo regresó y volvió a abrir los ojos, esta vez más despacio, con cuidado.

Lo tenía justo encima de la cabeza.

Iba de aquí para allá; perdió una pluma, que cayó sobre ella.

Notó que le faltaba el aliento.

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