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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (10 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Principalmente fechas. Tiene treinta y ocho años. Estudió en Northwestern y en la Universidad de Chicago. Era el socio más joven en una empresa antigua y acreditada. Fue aviador en Corea en 1952. Después volvió a ejercer en Chicago. A partir de 1957 no se conocen más datos.

—Fue cuando se dirigió a los Mares del Sur —afirmó Claire, rotundamente.

—Pudiera ser —dijo Marc, cauto—. De todos modos, pronto lo sabremos.

Cerrando la carpeta, concentró su atención en la papilla de avena con leche.

—Nos quedan once semanas para hacer compras antes de Navidad —observó Claire.

—No creo que se puedan comparar Las Tres Sirenas a unas Navidades —dijo Marc—. Este sitio poblado de gentes primitivas no es lugar para una mujer. De buena gana, si pudiera, te dejaría aquí.

—Ni lo intentes —dijo Claire, indignada—. Además, no son completamente primitivos. Easterday dice que el hijo del jefe habla un inglés perfecto.

—Muchos primitivos hablan inglés —repuso Marc. De pronto sonrió—. Incluso algunos de nuestros mejores amigos, con los que tampoco me gustaría que convivieras mucho tiempo.

Complacida ante aquellas insólitas muestras de preocupación por su suerte, Claire le acarició la mano.

—¿De veras te importo tanto?

—Es el deber y el instinto propios del macho —dijo Marc—, que le llevan a proteger a su compañera… Pero hablando en serio, las expediciones científicas no son jiras campestres. Ya te he contado varias veces lo mal que lo he pasado en algunas de ellas. Nunca son tan idílicas en la realidad como parecen cuando las leemos en letra impresa. Generalmente comprobamos que apenas tenemos nada en común con los indígenas, como no sea el hecho de que trabajamos juntos. Se echan de menos todos los placeres y amenidades de la vida. Tarde o temprano se acaba por sucumbir víctima de la disentería, la malaria o cualquier fiebre de los Trópicos. No me gusta exponer una mujer a todos estos contratiempos y penalidades, aunque sea por poco tiempo.

Claire le oprimió la mano.

—Eres un cielo. Pero estoy segura de que no será tan malo como tú supones. Además, piensa que os tendré a ti y a Maud…

—Nosotros estaremos muy atareados.

—Yo también trataré de estarlo. Pero no quiero perderme este viaje.

—Después no digas que no te hemos advertido.

Claire retiró la mano para recoger el tenedor y empezó a comer los huevos fritos con aire pensativo. Conociendo a Marc, empezó a dudar de si su preocupación se debía realmente a su bienestar o sólo era causada por el temor que sentía ante una empresa tan nueva y extraña. ¿No había en Marc, como en tantos hombres, dos seres distintos, constantemente en guerra y decididos ambos a imponer su propia clase de paz? A pesar de que en secreto odiaba aquella vida rutinaria, en el fondo no se hallaría cómodo y seguro en ella? En todas sus acciones diarias era tan regular como los movimientos que hacían las manecillas de un cronómetro. Mas al propio tiempo, y pese a las comodidades que le ofrecía su atareada existencia, acaso quisiera huir de ella. Claire intuía que, bajo su compostura superficial, se agazapaba otro Marc, un Marc que efectuaba viajes en los que ella nunca le acompañaría, expediciones a Montecristos secretos que lo liberaban temporalmente de prisiones económicas y de los calabozos del no ser. Para él acaso Las Tres Sirenas no ofreciesen la posibilidad de un progreso personal, sino tan sólo una labor rutinaria y desagradable. Y por esta causa transformaba el desagrado que le producía su propio desarraigo en preocupación por el ser más allegado a él. Claire, desde luego, no podía estar segura, pero el corazón le decía que así era.

Cuando hubo terminado los huevos fritos, Claire levantó la vista para mirar a su esposo, que aún estaba comiendo. No deberíamos contemplar a nuestros semejantes mientras comen, se dijo, el acto de comer no confiere a los seres humanos una apariencia muy gallarda. Adquieren un aire estúpido, deforme y glotón. Trató de separar a Marc de lo que estaba comiendo. Siempre parece más bajo de lo que es, se dijo. Mide 1,77 metros, pero hay algo en su interior, alguna hormona perversa e insegura, que lo encoge.

Sin embargo, ella lo encontraba físicamente atractivo. Sus facciones y su porte eran correctos, regulares, equilibrados, el pelo tan corto parecía un anacronismo que contrastaba con aquel semblante tan rígido y frecuentemente preocupado, aunque cuando sonreía, bromeaba, estaba contento o esperanzado, le cuadraba perfectamente. Los ojos, de un gris opaco, estaban profundamente hundidos en las cuencas pero muy separados. La nariz era aquilina. Los labios finos. Pero su aspecto general era atractivo, sincero, a veces amable, propio de un hombre bronco y estudioso. Tenía el cuerpo macizo y excesivamente musculoso de un atleta que siempre se clasificase segundo. Llevaba trajes anchos y sueltos, pero elegantes y atildados. Si el físico lo fuese todo, se dijo Claire, él sería más dichoso y ella reflejaría su felicidad. Pero sabía que su yo interior llevaba con demasiada frecuencia ropas distintas, que le sentaban más mal, de lo cual él se daba cuenta. No se proponía suspirar ruidosamente, pero lo hizo.

Marc le dirigió una mirada inquisitiva.

Claire comprendió que tenía que decir algo.

—Estoy un poco nerviosa por la cena de esta noche.

—¿Por qué tienes que estar nerviosa? Hackfeld ya está de acuerdo en conceder una subvención.

—Tú ya sabes que Maud dice que necesitamos más dinero. ¿Cómo es posible que Hackfeld insista en que debemos llevar un equipo tan numeroso y al propio tiempo mostrarse tan tacaño?

—Lo hace porque es rico. Además, tiene que atender a muchas otras cosas.

—Me gustaría saber cómo se las arreglará Maud para abordar esta cuestión —dijo Claire.

—Tú déjala a ella. Es su especialidad.

La mirada de Claire siguió a Suzu hasta la cocina.

—¿Qué nos darás esta noche, Suzu?

—Pollo a la Teriyaki.

—El camino que lleva a la cartera del hombre pasa por su estómago. Te felicito, Suzu.

—Vamos, señorita —dijo Suzu, sonriendo.

—¿La cartera y el estómago de quién? —dijo Maud Hayden, apareciendo por la puerta del comedor. Sus cabellos grises estaban muy revueltos y despeinados, sin duda a causa del viento. Sus viejas y anchas facciones estaban arreboladas por el paseo al aire libre. Su cuerpo rechoncho y robusto desaparecía bajo la bufanda, el chaquetón color guisante, la camisa de franela azul marino y los anatómicos zapatos, manchados de tierra. Blandió su nudoso bastón, recuerdo del Ecuador y la tribu de los jíbaros.

—¿De quién estabais hablando? —quiso saber.

—De Cyrus Hackfeld, custodio de nuestro dinero —dijo Claire—.

¿Ya has desayunado?

—Hace horas —repuso Maud, quitándose la bufanda—. Brrr. Hace frío, ahí fuera. A pesar del sol y las palmeras, una se hiela paseando al aire libre.

—¿Esperabas acaso otra cosa en marzo? —dijo Marc.

—Esperaba el clima propio de California, hijo mío. —Miró sonriendo a Claire—. De todos modos, no faltan muchas semanas para que tengamos todo el clima tropical que podamos soportar.

Marc se levantó alargando la carpeta a su madre.

—Acaban de llegar los últimos datos que faltaban. Ni una sola palabra sobre Las Sirenas. Existió un Daniel Wright en Londres. Y hasta hace muy poco tiempo, hubo un Thomas Courtney que ejercía la abogacía en Chicago.

—¡Estupendo! —exclamó Maud, quitándose con ayuda de Marc el chaquetón color guisante—. Courtney es quien me va a ser más útil. No tenéis idea del tiempo que nos ahorrará. —Entonces se dirigió a Claire—.Una expedición normal requiere de medio a un año y en ocasiones dos años. La más corta en que participé fue de tres meses. Pero ahora tendremos que conformarnos con la mitad… con unas ridículas seis semanas. A veces ya se necesita ese tiempo para localizar al informante principal, o sea, una persona del pueblo que sea de confianza, que posea conocimiento de las leyendas y la historia locales y se halle dispuesta a hablar. Es imposible encontrar tal persona en una semana y conquistar su amistad en un santiamén. Hay que jugar al escondite, sin prisas, dejando que todos se acostumbren a la presencia del etnólogo, confíen en él y por último acudan a contarle sus cuitas. Entonces llega el momento de descubrir al hombre adecuado, que con frecuencia pone a todo el pueblo en la justa perspectiva en que hay que contemplarlo. En este caso podemos considerarnos como muy afortunados al disponer de Courtney. Si este hombre es lo que Easterday asegura, tenemos al perfecto intermediario. Ha preparado al pueblo de Las Sirenas para recibirnos. Comprende a esas gentes y sus problemas, pero, al ser al mismo tiempo uno de nosotros, nos comprende y comprende nuestras necesidades. Este hombre puede ser una mina de información y nos puede poner inmediatamente en contacto con nuestros informantes.

Créeme —dijo, volviéndose de nuevo a Marc—, estoy enormemente satisfecha de haber hallado pruebas de la existencia de Courtney. —Blandió la carpeta—. Voy ahora mismo a mi estudio para consultar todo esto.

Claire se levantó.

—Subiré dentro de un minuto.

Cuando Maud se hubo ido y Marc pasó al cuarto de estar con el periódico en la mano, Claire despejó la mesa de la cocina. Haciendo caso omiso de las protestas de Suzu se puso después a lavar los platos.

No vale la pena —dijo a Suzu—. Tú estás muy ocupada preparando la cena para esta noche.

—Sólo seremos cuatro personas más —observó Suzu.

—Excepto que Mr. Hackfeld come por ocho. Así, es como si fuese un banquete.

Suzu soltó una risita y continuó enlardando el pollo.

Cuando Claire hubo terminado de lavar los platos y se secó las manos, lanzó una admirada exclamación al ver el pollo que había preparado Suzu y después subió al primer piso para ayudar a su madre política.

Encontró a Maud con la butaca giratoria apartada de la mesa y balanceándose levemente mientras examinaba las notas que le habían enviado.

En aquiescencia a una inclinación de cabeza de Maud, Claire se acercó a la mesita de café para tomar un cigarrillo del paquete que siempre estaba preparado allí. Lo encendió y, aspirando satisfecha el humo, empezó a recorrer aquella estancia familiar, contemplando la tela de tapa sepia y blanca colgada en la pared, las enmarcadas fotografías dedicadas de Franz Boas, Bronislaw, Malinowski, Alfred Kroeber y la máquina de escribir eléctrica colocada junto a la mesita en que ella trabajaba, y después se detuvo frente a las estanterías. Observó la colección encuadernada de Culture, órgano de la Liga Antropológica Americana, y Man, publicación del Real Instituto de Antropología. Junto a estas doctas publicaciones, vio también el Diario americano de Ciencias Físicas.

—Esto es magnífico —oyó que decía Maud—. Ojalá hubiese tenido todo este material cuando preparé el memorando con el presupuesto para Hackfeld. No importa; esta noche le proporcionaré algunos de los datos que faltaban.

Claire se acercó a la gran mesa y se sentó frente a Maud.

—¿Ha terminado ya la investigación? —preguntó.

Maud sonrió.

—No termina nunca. Anoche, por ejemplo, estuve levantada hasta cerca de la una tratando de descubrir el origen de algunas de las prácticas existentes en Las Sirenas, según el testimonio de Easterday. Algunas proceden de otras islas. La antigua civilización que floreció en la Isla de Pascua sentía tanto desprecio por la virginidad como los actuales habitantes de Las Sirenas. Y el rito durante el cual todos los invitados masculinos a la boda obtienen los favores de la novia, se practica también en Samoa y las islas Marquesas. Por lo tanto, Easterday tuvo razón al hacer esta afirmación. En cuanto a esa misteriosa cabaña de Auxilio Social, he conseguido localizar algo parecido, una casa del placer, o arepopi, en el estudio que hace Peter Buck de Mangareva. Pero algunas de las prácticas de Las Sirenas parecen absolutamente originales. Por ejemplo, esos comentarios que hace Easterday acerca de la Jerarquía que examina los motivos que puedan existir para el divorcio. Te aseguro, Claire, que apenas puedo esperar a ver todo esto y estar allí para estudiarlo directamente.

Claire comprendió que había llegado el momento de exponer lo que había pensado después de bañarse.

—Yo tampoco puedo esperar —dijo, mordisqueando el extremo del cigarrillo—. Aunque debo confesar que siento cierta aprensión.

—No hay motivo alguno para que sientas aprensión.

—Quiero decir que… yo nunca he participado en una expedición como ésta… y no sé cómo tengo que conducirme.

Maud pareció sorprenderse ante estas palabras.

—¿Cómo tienes que portarte? Pues como te has portado siempre, Claire. Continúa siendo como has sido siempre… cordial, modesta, cortés, interesada… sin esforzarte por ser otra cosa. —Tras una momentánea reflexión, agregó:— Aunque en realidad, creo que no estará de más que te dé algunos consejos, teniendo en cuenta tu inexperiencia en esta clase de expediciones. Procura no mostrarte remilgada, altiva ni condescendiente. Tienes que adaptarte a la vida sobre el terreno y a la nueva situación social.

Tienes que demostrar que la estancia allí te produce placer. Tienes que mostrar respeto por los naturales del país… a los que nosotros llamamos indígenas o nativos… demostrando respeto por tu marido en su presencia.

Es muy probable que visitemos una sociedad de tipo patriarcal. En tal caso, las mujeres polinesias siempre se muestran deferentes en público ante los hombres, aunque en privado y en su casa no sea así. Siempre que te inviten a participar en una fiesta, un trabajo o un juego, no te niegues a hacerlo y trata de portarte, siempre que te sea posible, como ellos. Todo es cuestión de grado. Por lo general, por ser mujer debes evitar emborracharte y hacer tonterías en público, mostrarte excesivamente irascible y, en tu calidad de casada, cohabitar con hombres polinesios.

Claire se sonrojó antes de comprender que Maud bromeaba al referirse a la cohabitación. La joven sonrió entonces.

—Creo que conseguiré ser fiel a mi marido —dijo.

—Claro —asintió Maud, añadiendo con seriedad—: Naturalmente, acerca de esto tampoco existen normas estrictas. Depende a menudo del carácter que tenga la tribu que se estudia. Ha habido muchos casos en que los indígenas se mostraron muy complacidos por el hecho de que un etnólogo cohabitase con uno de ellos. Lo consideraron como una muestra de aceptación y amistad. Si el etnólogo es una mujer y no tiene vínculos exteriores, nada le impide sostener relaciones con un indígena, lo que le granjeará el respeto general, pues en su calidad de forastera, se hallará rodeada por una aureola de riqueza, poder y prestigio.

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