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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (49 page)

BOOK: La lanza sagrada
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»Fue una de las personas que Himmler reclutó personalmente, uno de sus historiadores, en realidad. Lo envió a los campos a trabajar como guardia por alguna razón disciplinaria sin especificar. Después de descubrirlo, me pasé muchos años pensando que mi padre tenía que haber sido diferente de los guardias con los que mi madre y yo nos encontramos. Sabía que era un hombre honrado y dulce, y mi madre me contó que era la persona más honorable que había conocido.

»Ahora que soy más vieja, señor Brand, debo reconocer que seguramente se comportó igual que el resto. Me rompe el corazón pensarlo, pero, verá, había muchos hombres honrados y honorables trabajando en los campos... y todos ellos habrían hecho llorar al mismo Dios con sus acciones.

»Sin embargo, sí hay algo en lo que mi padre se diferenciaba del resto, y es un hecho, señor Brand, no la especulación nostálgica de una hija. Cuando terminó sus tres meses de visita en Buchenwald, dimitió de la Orden de la Calavera. Himmler no quiso aceptarlo, por supuesto. Hicieron que pareciese un accidente de escalada, pero fue un asesinato. Dieron un comunicado de prensa sobre su muerte y lo colmaron de elogios, aunque, mientras tanto, enterraban su cuerpo en algún lugar sin tan siquiera una marca que conmemorase su existencia. Himmler lo trató exactamente igual que a las víctimas de los campos. —Frau von Wittsberg sonrió, pero sin alegría—. ¿Conoce la historia de Perceval?

—Perceval fue el caballero que encontró la lanza ensangrentada y el cáliz en el salón del Rey Pescador —respondió Ethan cuando vio que la mujer hacía en serio la pregunta, aunque estaba sorprendido por el cambio de tema.

—Es una encantadora leyenda pagana de la que se apropiaron los cristianos, pero que vale para todos, creo yo. Cuando vio que una procesión de caballeros y damas portaban la lanza y el cáliz, Perceval tenía que preguntar: «¿A quién sirve todo esto?». De haber formulado la pregunta, el Rey Pescador habría sanado de su debilidad y la tierra moribunda habría vuelto a la vida. Como no dijo nada, Perceval se sumió en un profundo sueño y, al despertar, se encontró solo en un páramo.

»Mi padre conocía la leyenda mejor que ningún otro hombre de su generación. Era un estudioso del grial, pero, aun así, cometió el mismo error que Perceval: vio el gran espectáculo que montaron los nazis, los brillantes uniformes, los banderines de colores, los grandes desfiles triunfales y olvidó preguntar: «¿A quién sirve todo esto?». Imagino que como a muchos alemanes de aquella generación.

Se acercó al juego de té y sirvió dos tazas; después le hizo un gesto a Ethan para que se uniera a ella en el sofá.

—No pretendo hablar con acertijos, señor Brand, aunque me avergüenza confesar que he cometido el mismo error que mi padre y Perceval. El pecado de omisión, podríamos 11amarlo. Y lo que es peor, ni siquiera puedo echarle la culpa a mi juventud o inexperiencia, como podrían haber hecho ellos de ser de la clase de hombres que ponen excusas. Mi edad me hacía más sabia y, además, tenía presente el recuerdo del error de mi padre. Por no hablar que soy una niña de los campos. Conozco la peor cara de la naturaleza humana..., ¡y ni siquiera así logré hacer la pregunta esencial!

—¿Está hablando sobre el Consejo de los Paladines?

—Luché por la seguridad de Berlín Occidental desde el momento en que empezó a correr peligro hasta que cayó el Muro. Fue un asedio de veintiocho años en el que nadie esperaba la victoria. No escatimé gastos en la causa. De hecho, invertí en ella la mayor parte de mi fortuna. El cortejo de políticos y diplomáticos no es cosa de pobres. Luché en una guerra, señor Brand, igual que si hubiese llevado un arma, y no puse en duda las alianzas que hicimos por el camino. No hay otra forma de decirlo. No fuimos selectivos con nuestras amistades, siempre que sirvieran a nuestra casa.

»Cuando todo terminó, cuando el Muro se vino abajo, esperaba que la Orden de los Caballeros de la Lanza Sagrada se disolviese en silencio. Ya no teníamos razón de ser. Dejé clara mi opinión sobre muchas cosas a lo largo de los años, pero no sobre aquello. Por supuesto, teníamos dinero y unas redes montadas, y los comunistas estaban a punto de caer en la Unión Soviética, así que no podíamos contentarnos con la reunificación de Alemania. ¡Teníamos que seguir!

»Y cuando los soviéticos cayeron y estalló la guerra en los Balcanes, no nos pareció justo darle la espalda al genocidio... —sacudió la cabeza lentamente—. Nunca se me ocurrió pensar que mi guerra había acabado y debía ceder mi puesto. Me enorgullecía de lo que había logrado, porque sabía que habíamos resistido a una gran tiranía y habíamos triunfado. Mi asiento en el consejo significaba que mi esfuerzo había supuesto una diferencia. Era el punto álgido de mi vida de adulta, lo que servía de contrapunto a la oscuridad de mi infancia. Era la prueba de que había hecho algo más que sobrevivir.

»En vez de ofrecer mi renuncia, me aparté y dejé que Johannes Diekmann me representara. Confiaba en Hans. Sabía que haría lo correcto. Cuando no pudo seguir participando, le permití entregar mi voto a su sobrino. Todos lo hicimos. Herr Ohlendorf era un hombre muy persuasivo, señor Brand, muy carismático e inteligente, además del individuo más corrupto que he conocido. Y eso que conocí al mismo demonio.

»Nos habíamos convertido en una organización humanitaria; llevábamos a cabo nuestras buenas obras a la luz del día, y solo Dios sabe las atrocidades que cometeríamos a la pálida luz de la luna. En diecinueve años no solicité ver las cuentas, cuentas que tendría que haber examinado. Ni siquiera se me ocurrió plantearme la pregunta de Perceval, y ahora descubro que he despertado en un páramo. Vendimos armas y mercenarios a los peores hombres del planeta. Enviamos asesinos para acabar con líderes elegidos democráticamente. Robamos grandes cantidades de dinero de mil formas diferentes. Traficamos con drogas, personas y objetos con el único objetivo de hacer dinero, y, finalmente, empezamos a asesinar a nuestros amigos.

»Me considero parte de ello porque tenía el poder necesario para pedir explicaciones y me contenté con mirar a otro lado mientras los monstruos bailaban.

»Eso acaba hoy mismo, señor Brand. No puedo deshacer lo hecho, pero pienso aceptar responsabilidad por ello. —Señaló con la cabeza un viejo baúl de viaje colocado en una esquina de la habitación y que hacía las veces de base para un macetero—. Eche un vistazo en el interior de aquel baúl, por favor. Hay algo que quizá le guste.

Ethan se acercó al baúl, le quitó de encima las macetas y abrió la tapa. Encontró una bandeja llena de objetos varios: monedas, anillos, diminutos frascos de cristal y chismes de porcelana.

—Quite la bandeja —le pidió ella. Cuando lo hizo, Ethan vio una cajita dorada no mucho mayor que una caja de música normal. Estaba cubierta de pequeñísimas perlas y rubíes irregulares. La manufactura le resultó algo decepcionante..., hasta que se dio cuenta de que estaba contemplando un relicario medieval de novecientos años de antigüedad—. Ábralo con cuidado —le dijo la señora—. El óxido ha acabado con las bisagras.

Ethan abrió la tapa para echarle un vistazo y vio un trozo de hierro del tamaño de su puño. Eso explicaba el peso de la caja. En una esquina había una tarjeta con una inscripción a máquina y la horrible marca de una esvástica estampada debajo. La nota decía: «La lanza de Antioquía: descubierta por el doctor Otto Rahn en las cuevas del Sabarthés del Languedoc, 1936».

Debajo de la tarjeta, Ethan reconoció la firma de Heinrich Himmler. Miró con cara de incredulidad a la mujer.

—Cuando mi madre murió, en 1960, descubrí que tenía una caja fuerte en un banco de Zúrich desde 1939, renovada cada diez años. Naturalmente, fui a echar un vistazo. A decir verdad, esperaba encontrar algunas acciones antiguas cuyo valor se hubiese multiplicado por cien, pero lo único que encontré fue esto y las cartas de amor que mi padre le escribió a mi madre el invierno antes de que me concibiesen. La tarjeta estaba escondida bajo la seda. No estoy segura de que ella llegase a verla.

—¿Sabe por qué Otto Rahn le entregó esto a su madre?

—Claro que sí. Otto Rahn era mi padre, señor Brand. En mi certificado de nacimiento dice que soy hija de Elise y Dieter Bachman, pero mi madre me contó la verdad, y las cartas que guardaba lo confirman.

»E1 día que envió su carta de dimisión a Himmler, estoy bastante segura de que se acercó a nuestra casa de la ciudad y le entregó esto a mi madre. Recuerdo su visita porque fue la última vez que lo vi. Era un frío día de invierno y él llevaba su uniforme de oficial de las SS. Nunca lo había visto vestido de soldado y, al principio, no lo reconocí.

»E1 era mi tío Ot, parte de la familia desde que tengo uso de razón. A no ser que me esté engañando con fantasías, estoy bastante segura de que llevaba un paquete consigo y que no era mucho mayor que ese relicario que tiene en las manos. Creía que era un regalo para mí. Siempre me llevaba algo cuando iba de visita, pero en aquella ocasión se le había olvidado. Habló con mi madre en voz baja, ojalá pudiera decirle lo que hablaron. Solo sé que los dos estaban muy serios y creo que asustados. Y después, ella lloró.

»Unas cuantas semanas después, mi padre legal me dijo que el tío Ot había muerto, un accidente mientras escalaba una montaña en Austria. Dieter Bachman murió en Polonia unos meses después. Mi madre volvió a casarse y, cuando su marido murió en Sicilia, sus parientes denunciaron que era judía para poder quedarse con su fortuna. Después de la guerra, éramos como todos los demás: tuvimos que empezar de nuevo en aquella tierra baldía. Cuando por fin reconstruimos Berlín, yo ya me había casado y mi madre había muerto. Vio muchas cosas en su vida, pero nunca tuvo que enfrentarse al Muro.

»Descubrí lo de la caja fuerte pocos días después de su funeral. Menos de un año después de que los rusos construyeran un muro alrededor de Berlín Occidental, Hans Diekmann vino a preguntarme si quería ayudarlo a organizar una defensa de la ciudad. Yo ya había traído la caja de Zúrich y había leído sobre el sitio de Antioquía en la época de la primera cruzada. Mientras Hans me explicaba lo que sir William y él planeaban, comentó que estábamos en estado de sitio y que, aunque pareciese una situación desesperada, teníamos que conservar la fe. Eso hizo que pensara en lo sucedido en Antioquía, y me pareció una señal divina.

»Le dije a Hans que haría todo lo que me pidiera, incluso seducir a políticos, si era necesario. Mi marido era rico y los dos teníamos muchos contactos sociales, así que contábamos con una situación privilegiada para hacerlo. Siguiendo un impulso, le sugerí a Hans que nos llamásemos la Orden de los Caballeros de la Lanza Sagrada, ya que nos enfrentábamos a una lucha casi tan desesperada como la de los cruzados en Antioquía.

»Entonces éramos todos muy modernos, señor Brand, y a Hans no le atraía la idea de establecer una orden de caballeros (al menos, estando todavía tan fresca la Orden de la Calavera de Himmler), hasta que le enseñé el tesoro de mi padre. Hans se había convertido en un cristiano muy devoto después de la guerra. Al ver la reliquia, me dijo que sabía que íbamos a conseguirlo.

»Los paladines, los líderes de la Orden, utilizamos esto para prestar juramento. No sabría cómo explicarle el fuego que ardió en nuestro interior mientras nos pasábamos la lanza de unos a otros, jurando por su poder sagrado. Cuando terminamos con los juramentos, fuimos a la guerra igual que los cruzados en Antioquía: sin dudar ni un momento que algún día lograríamos derribar el Muro porque esa era la voluntad de Dios.

»Pero, verá, señor Brand, los paladines me han autorizado a disolver la Orden. Era algo que teníamos que haber hecho hace tiempo, y, como podrá imaginar, hay mucho trabajo pendiente, incluidas varias reuniones de gran calado con distintas agencias del orden público. Puedo encargarme de todo eso. Mi error fue moral, no he cometido ningún delito en el sentido legal del término. Sin embargo, no intentaré quedarme con lo que he repudiado con mi silencio. No me merezco conservar esto, y no tentaré a la providencia pretendiendo lo contrario.

»Ahí es donde entra usted. Giancarlo me ha asegurado que sabrá qué hacer con ella.

—Para serle sincero —respondió Ethan, que se había quedado mudo de asombro durante unos minutos—, no tengo ni idea de qué hacer con algo como esto.

—Entonces le sugiero que rece buscando consejo. Tómese todo el tiempo que necesite... y haga lo que deba. No pediré aprobar, ni siquiera saber, lo que decida al final. Sin embargo, recuerde una cosa, señor Brand: algunas personas creen que el que posea la lanza sagrada tendrá en sus manos el destino del mundo.

EPÍLOGO

K
UFSTEIN
(A
USTRIA
)

15 DE JUNIO DE 2008
.

ESTÁS COMPLETAMENTE SEGURO DE QUE NO es auténtica? —preguntó Kate. Ethan y ella estaban en la terraza de una cafetería, en el pueblo de Kufstein, en Austria. Tenían la lanza de Antioquía de Otto Rahn encima de la mesa, entre ellos, como si fuese un feo pisapapeles. Ethan ya había enviado el relicario al conservador de una institución privada de Texas. A pesar de las detalladas reservas de Ethan sobre su procedencia, el doctor North recibió el objeto con emoción y le pidió a Ethan que escribiese una monografía para que la institución de North la publicase. Él había respondido que sería un placer hacerlo y ya había iniciado el trabajo. El destino de la reliquia en sí, sin embargo, estaba todavía por decidir. Así que Kate y él habían ido a Kufstein.

—¿Ni siquiera crees que exista la muy remota posibilidad de que te equivoques?

—Los cruzados necesitaban un milagro en Antioquía —le dijo Ethan—, y Raimundo de St. Gilíes se lo dio.

—Pero ese fue el milagro. Salvó al ejército al decir que esto era la lanza sagrada. Eso lo convierte en una pieza con historia, en algo que a la gente le gustaría ver.

Ethan no sabía si Kate se creía de verdad su argumentación o si solo quería hacer de abogado del diablo para que después él no se arrepintiese.

—La fe en Dios salvó al ejército. Esto no fue más que un atrezo para la representación.

—¿Cómo sabes que es una falsificación? Dijiste que lo encontraron enterrado bajo el suelo de una de las iglesias.

—Los sacerdotes hicieron que los obreros levantasen el suelo —respondió Ethan sonriendo—. Después se pasaron casi todo el día excavando debajo. Una vez quedó claro que no había nada que encontrar, ordenaron a los hombres salir de la iglesia. Fue entonces cuando Pedro aseguró haber visto algo y saltó al agujero para comprobarlo. Unos segundos más tarde sacó un trozo de hierro del barro. Raimundo estaba allí mismo para recibirlo, besar el objeto y dar gracias a Dios por la milagrosa señal que les enviaba.

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