La mano izquierda de Dios (13 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—¿Qué es lo que encuentras tan divertido? —preguntó, otra vez enojada.

—Para nosotros, duro es correr delante de quinientos tipos para terminar colgado.

—¿Qué quieres decir?

—Colgado por el cuello. Ya sabes, como el Ahorcado Redentor.

—¿Quién es el Ahorcado Redentor?

Aquella pregunta lo dejó sin palabras. La miró como si acabara de preguntar qué era el sol, o si los animales hablaban. No dijo nada durante un rato, pero la cabeza le daba vueltas pensando qué podía significar aquello.

—El Ahorcado Redentor es el hijo de Dios Creador. Se sacrificó para limpiar con su sangre nuestros viles pecados.

—¡Uf...! —exclamó ella—. ¿Para qué hizo eso?

El asombro con que él la miró hizo que ella lamentara al instante haber reaccionado de esa manera.

—Lo siento, no pretendía ofenderte. Lo que pasa es que me parece una idea extraña.

—¿El qué? —dijo él, y se quedó con la boca abierta.

—Bueno... ¿qué pecados? ¿Qué has hecho?

—Yo nací en pecado. Todo el mundo ha nacido con un horrible pecado.

—¡Qué idea tan absurda!

—¿Tú crees?

—¿Cómo va a haber hecho un bebé algo malo, no digamos ya cometido un pecado horrible?

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato.

—¿Y por qué habría que limpiar algo con sangre?

—Es un símbolo —dijo él, a la defensiva y preguntándose porqué.

—No soy tonta —respondió ella—. De eso ya me doy cuenta. Pero ¿por qué? ¿Por qué se usa la sangre como símbolo de algo así?

Por naturaleza, Henri el Impreciso era alguien que meditaba con detenimiento sobre todas las cosas. Pero aquellas ideas habían formado parte de él durante tanto tiempo, que no le hubiera sorprendido más si ella cuestionara la utilidad de sus brazos o el significado de sus ojos.

—¿Dónde están los otros? —preguntó.

Como no se había recuperado todavía de lo que acababa de oír, respondió distraído:

—Se han ido.

—¿Nos han abandonado? —preguntó ella, con los ojos como platos.

—No, solo se han separado de nosotros por unos días. Van a buscar a los de las partidas que van a cada lado, para asegurarse de que no nos tropezamos con ellos.

—¿Cómo nos volverán a encontrar?

—Son muy buenos rastreadores —respondió Henri, evadiendo la pregunta.

—No comprendo —repuso ella—. Creía que decíais que no salíais nunca del Santuario.

—Hum... será mejor que nos pongamos en marcha. Te lo explicaré por el camino.

El redentor Bosco levantó el bastón y dio dos golpes en la puerta.

Pasaron casi treinta segundos antes de que abrieran, pero no dio señales de impaciencia. De hecho, no dio señales de nada. Finalmente se abrió la puerta y ante el Padre Militante apareció un hombre alto, otro redentor.

—¿Tenéis cita? —preguntó el alto.

—No preguntéis tonterías —respondió Bosco, seco y displicente—. El Gran Redentor ha solicitado verme, y he venido.

—El Gran Redentor ordena, no solicita a nadie...

Bosco pasó apartándolo a un lado:

—Decidle que estoy aquí.

—Está disgustado con vos. Nunca lo había visto tan enfadado.

Bosco no le hizo caso, y aquel hombre alto se dirigió a una puerta interior, llamó y pasó. Tras una pausa, la puerta volvió a abrirse y salió el hombre, sonriendo, aunque sin ninguna intención de agradar.

—Os verá ahora.

Bosco entró en una estancia tan oscura que incluso los ojos del Padre Militante, acostumbrados como estaban a la oscuridad, tuvieron dificultades para ver.

Se trataba de algo más, sin embargo, que de las pequeñas ventanas cerradas y los oscuros tapices que narraban opacas historias de antiguos y horrendos martirios. La oscuridad parecía emanar de la misma cama que ocupaba un rincón de la estancia. En ella había un hombre, sentado y apuntalado por al menos una docena de incómodos cojines. Bosco tuvo que acercarse mucho antes de poder verle la cara, cuya pálida piel se había vuelto blanca del todo y le caía de las mejillas al cuello en interminables y descarnados pliegues. Tenía los ojos llorosos y oscuros, como si la mente los hubiera abandonado tiempo atrás. Pero al ver a Bosco, algo brilló en ellos, algo que era como el destello de un faro en la lejanía. Salvo por el hecho de que aquella luz se quedó fija en el rostro del redentor Hosco, y transmitía astucia e intenso odio.

—¡Me habéis hecho esperar! —exclamó el Gran Redentor con voz distante pero dura.

—He venido en cuanto he podido, Eminencia.

Ni él le creyó, ni Bosco lo esperaba.

—Cuando os llamo, Bosco, debéis dejarlo todo al instante y acudir presto. —Se rio: era una risa desagradable, que tal vez solo Bosco, en todo el Santuario, podía escuchar sin alterarse. Era el sonido de algo muerto, animado tan solo por una intensa maldad e ira.

—¿Por qué queríais verme, Eminencia? —El Gran Redentor lo miró por un instante.

—Por ese Cale.

—¿Sí, Eminencia?

—Os ha dejado en ridículo.

—¿Eso pensáis, Eminencia?

—Teníais planes para él.

—Ya sabéis que sí, Eminencia.

—Tienen que traerlo.

—Somos de la misma opinión, Eminencia.

—Traerlo y azotarlo.

—Por supuesto, Eminencia.

—Y después colgarlo y descuartizarlo. —Bosco no respondió—. Ha asesinado a un redentor. Debe someterse a un Acto de Fe.

Bosco se quedó un momento pensativo.

—Mis pesquisas han dejado claro que los responsables fueron los otros dos acólitos. Según parece, debieron de obligar a Cale a irse con ellos. Iban armados, y él no. Si eso es así, entonces Cale debe ser castigado simplemente para dar ejemplo. El descuartizamiento, sin embargo, parece innecesario. Descuartizaremos a los otros, dado que el delito lo cometieron ellos.

Se oyó un bufido de desprecio que podía confundirse con el ahogo.

—¡Ja! La compasión no tiene nada que ver con vos. Es vuestra vanidad la que habla, Bosco. ¡Qué más da si fue Cale o fueron esos otros dos los que mataron a Picarbo! Por Dios, estoy casi decidido a quemar con ellos al dormitorio entero.

El Gran Redentor se había dejado llevar por la excitación, y en aquellos momentos se ahogaba en su propia saliva. Indicó con un gesto la jarra de agua que tenía en la mesita. Tomándose su tiempo, Bosco se la acercó. Bebió haciendo mucho ruido. Al final, le devolvió a Bosco la jarra llena de babas, y este la volvió a dejar en la mesita con una mirada de asco. Poco a poco, la respiración del Gran Redentor se fue calmando y recobrando su ritmo normal. Pero su mirada, sin embargo, se había vuelto aún más malvada.

—Explicadme ese asunto de Picarbo.

—¿Asunto, Eminencia?

—Sí, Bosco, asunto. ¡El asunto ese de que hayan encontrado al Padre Disciplinario en sus estancias con una putilla destripada!

—¡Ah! —dijo Bosco, pensativo—. Ese asunto...

—¿Pensáis que porque soy viejo y estoy enfermo, no me entero de lo que pasa aquí? Bueno, pues no es la primera vez que os equivocáis. Enfermo como estoy, aun así no me la dais, Bosco.

—Nadie, tuviera la inteligencia que tuviera, menospreciaría vuestra experiencia y sabiduría, Eminencia, pero... —Dejó escapar un suspiro de pesar—. Yo esperaba ahorraros los aspectos más repugnantes de lo que hallamos en las estancias del redentor Picarbo. Sería una pena que un mandato tan distinguido como el vuestro quedara empañado por algo así.

—Soy demasiado viejo para esos cuentos, Bosco. Quiero saber qué era lo que hacía con ella Picarbo. No se trataba tan solo de un polvo, ¿verdad?

Incluso Bosco, un hombre que aparentemente no se asustaba por nada, se conmocionó al oír aquel término. Una referencia tan directa al acto sexual no se oía nunca en el Santuario, y para hablar de ello se utilizaban circunloquios tales como «bestialidad» o «degradación». Aunque, incluso así, se hacía raramente.

—Puede que su alma hubiera enloquecido. El mal acecha siempre, Eminencia. Puede que le hubiera cogido gusto a los castigos impuestos a los acólitos. Esas cosas se han visto antes, si no me equivoco.

El Gran Redentor lanzó un gruñido.

—¿Cómo encontró a una chica aquí en el Santuario?

—Aún no he podido averiguarlo. Pero Picarbo tenía muchas llaves. Y solo a vos y a mí nos estaría permitido hacerle preguntas a un Padre Disciplinario. Llevará algún tiempo enterarse.

—No podría haberlo hecho sin ayuda. Y puede que sea algo peor que el pecado nefando. Podría ser herejía...

—Ya he pensado en eso, Eminencia. Hemos encerrado ya a veinte personas cercanas a él en la Casa para Propósitos Especiales. Los más importantes han negado que supieran nada hasta el momento, pero los redentores ordinarios admiten que crearon un cordón alrededor de la parte del convento, donde trabajaba Picarbo, condenando varias capas de corredores para que nadie sospechara nada. Al fin y al cabo, el convento se hallaba ya completamente aislado de los redentores. Nadie podía ver las caras de las novias. Picarbo disimuló sus actividades dentro y fuera del lugar trasladando la cocina y la lavandería de los altos redentores al interior del cordón. Todo entraba y salía por un gran torno. Como Picarbo tenía al Padre Vituallero y a la Maestra Lavandera como parte de su pequeño grupo de herejes, no tenían problema en pasar comida o cualquier otra cosa.

—Pero estamos abriendo un montón de viejos pasadizos. Molloy hubiera terminado encontrándolo, de todos modos.

—Por desgracia, el Maestro Reclamador era uno de ellos.

—¡Dios mío! ¿Esa hormiga mojigata de Molloy estaba ayudando a convertir el Santuario en un burdel? El Gran Redentor se recostó y ahogó un grito ante la horrible magnitud de todo ello—. Necesitamos hacer una purga, necesitamos Actos de Fe desde ahora a final de año... Tenemos que des...

—Eminencia —interrumpió Bosco—, no está nada claro que la fornicación fuera el propósito de ese harén. No estoy ni siquiera seguro de que se tratara de un harén, sino más bien de un lugar de aislamiento. Por lo que he podido descifrar de sus escritos, que son algo demente, Picarbo estaba buscando algo, algo muy concreto.

—¿Algo que encontraría en las entrañas de alguna putilla gorda?

—No puedo decirlo aún, Eminencia. Las purgas pueden ser necesarias, y a lo grande, pero deberíamos esperar a llegar al fondo de todo esto antes de encender luminarias a Dios.

Encender luminarias a Dios no tenía nada que ver con velitas de cera.

—Tened cuidado, Bosco. Creéis que sois el mejor porque sabéis cosas, pero lo que yo sé... —Apuntó a Bosco con el dedo y levantó la voz—. LO QUE YO SE es que el conocimiento es la raíz de todo mal. Esa zorra de Eva quería saber cosas, y por eso arrojó sobre todos nosotros el pecado y la muerte.

Bosco se irguió y se dirigió hacia la puerta.

—¡Redentor Bosco!

El Padre Militante se volvió para contemplar al anciano y decrépito sacerdote.

—Cuando traigáis a Cale aquí, hay que ejecutarlo. Hoy mismo haré pública la orden a ese efecto. Y en cuanto a la mierda de Picarbo, olvidaos de remover en ella. Hay que purificar a todos los que tuvieran tratos con él. Me da igual que sean inocentes. No podemos andar jugando con la herejía: quemadlos a todos, y Dios elegirá a los suyos. El que esté libre de pecado ya tendrá su recompensa en la vida eterna.

Un observador que lo viera todo se habría percatado del parpadeo del Padre Militante, un gesto que mostraba que estaba dándole vueltas a algo y tomando finalmente una decisión. Pero tal vez fuera solo una impresión producida por la falta de luz. Él dio un paso adelante y se inclinó como para ahuecar las almohadas que rodeaban al Gran Redentor. Pero en vez de hacerlo, cogió una de ellas y la colocó, con cuidado y firmeza, alrededor de su carita de viejo, y lo hizo con tal rapidez y con tan poco alboroto que solo una fracción de segundo antes de que la almohada se cerrara sobre su boca pudo comprender el Gran Redentor el horror de lo que estaba sucediendo.

Dos minutos después, Bosco salió del dormitorio y vio al redentor alto que se ponía automáticamente en pie para entrar en el dormitorio de su señor.

Se ha quedado dormido mientras hablábamos. No parecía el Gran Redentor. Tal vez deberíais echarle un vistazo.

Bosco no solo había matado al Gran Redentor, sino que le había mentido. No le había explicado cuál era la verdadera extensión de la colección de chicas de Picarbo, ni le había hablado de sus crecientes sospechas sobre los propósitos de los desagradables experimentos del Padre Disciplinario. Sería necesario dedicar un tiempo a meditar qué hacer con las mujeres, pero, llegada la ocasión, le resultarían extremadamente útiles en su siguiente movimiento de cara a obtener el completo control del Santuario, además de constituir una buena lección para Cale, cuando regresara.

Al tercer día Cale alcanzó a los redentores y vio cómo giraban hacia el oeste, alejándose de Riba y de Henri el Impreciso. Y un día más tarde se volvieron hacia el este, lo que les podía acercar a ellos dos de manera peligrosa. Mientras los seguía, esperando que volvieran a doblar, tuvo lugar el único acontecimiento fuera de lo ordinario.

Se acercaba al extremo de uno de los montículos, que se había derrumbado y formado una cresta con picos. Al doblar la esquina, se dio de bruces con un hombre que llegaba por el otro lado. Cale se quedó tan sorprendido que resbaló en el suelo de grava; pero el hombre, que estaba en un sitio más empinado, no encontró dónde agarrarse, y cayó de espaldas haciendo bastante ruido.

Eso le dio a Cale tiempo suficiente para sacar el cuchillo que había robado de la estancia del Padre Disciplinario y abalanzarse sobre el hombre para obligarlo a rendirse. El hombre, sin embargo, se recobró enseguida de su sorpresa y lanzó un gruñido mientras intentaba ponerse en pie. Cale blandió ante él el cuchillo para dejarle claro que debía quedarse donde estaba.

—O sea que —dijo el hombre con voz afable y cansada—, primero os chocáis conmigo y ahora me queréis rebanar el pescuezo. No es que seáis muy amable.

—Eso dice la gente de mí. ¿Qué hacéis vos aquí?

El hombre sonrió.

—Lo que hace todo el mundo en el Malpaís: tratar de salir.

—No lo preguntaré por segunda vez.

—No creo que sea de vuestra incumbencia.

—Yo soy el que tiene el cuchillo, así que yo soy el que decide lo que es de mi incumbencia.

—Bien observado. ¿Puedo levantarme?

—Por el momento, os quedaréis donde estáis.

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