La mano izquierda de Dios (51 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Bien. Volveré a entregaros el control de la ciudad de Menfis y permitiré que reconstruyáis un ejército permanente para reinstaurar las estructuras de poder de vuestro imperio, sometido a ciertos impuestos y condiciones cuyos detalles aceptaréis otro día.

El Mariscal y Arbell miraron a Bosco con ojos llenos de esperanza y recelo.

—¿Qué condiciones? —preguntó el Mariscal.

—No me malinterpretéis —dijo Bosco en voz tan baja que Cale apenas le podía oír—. Esto no es una negociación. Vos no tenéis, de hecho, nada con lo que negociar. Sois completamente impotentes y solo tenéis una cosa que quiero.

—¿Qué es? —preguntó el Mariscal.

—Thomas Cale.

—Nunca. Por nada del mundo —dijo Arbell apasionadamente.

Bosco la miró pensativo.

—Qué interesante —comentó.

—¿Por qué queréis hacer tal cosa? —preguntó el Mariscal.

—¿Cambiar a un muchacho por un imperio? Suena un poco raro, lo admito.

—Queréis matarlo —dijo Arbell.

—En absoluto.

—Porque él mató a uno de vuestros sacerdotes, que estaba haciendo algo indescriptible.

—Bueno, tenéis razón: él mató a uno de mis sacerdotes, que estaba haciendo algo indescriptible. Yo no sabía nada de esas prácticas heréticas hasta el día que escapó Cale. Todos aquellos de los que después se descubrió que estaban involucrados fueron purificados.

—Queréis decir ejecutados.

—Quiero decir purificados y después ejecutados.

—¿Por qué pensaba Cale que vos erais responsable?

—Se lo preguntaré en cuanto lo vea. Pero si creéis que yo me desprendería de un imperio para ejecutar a Cale por haber matado a un hereje asesino y pervertido... —se quedó callado, como desconcertado—. ¿Por qué iba a hacer tal cosa? No tiene sentido.

—Podríais estar mintiendo —dijo el Mariscal.

—Eso podría ser. Pero no tengo ninguna necesidad. Encontraré a Cale antes o después, pero preferiría que fuera antes. Vos tenéis el medio para darme lo que quiero, pero llega un momento en que mi paciencia se acaba, y después no queda nada.

—No le escuchéis —dijo Arbell.

—¿Por qué estáis tan preocupada? —preguntó Bosco—. ¿Es porque sois amantes?

El Mariscal miró a su hija fijamente. No hubo exigencias llenas de indignación para que dijera la verdad, ni condenas por haber mancillado la sangre real. Tan solo un largo silencio. Al final, él se volvió hacia Bosco.

—¿Qué queréis que haga?

Bosco tomó aire.

—No hay nada que podáis hacer. No hay mucha gente, si es que hay alguien, en quien confíe Cale, y ciertamente ese alguien no sois vos. Pero sí vuestra hija, naturalmente, y por razones que ahora todos conocemos. Lo que pido es que ella escriba una carta a Cale, que entregará en secreto a uno de sus amigos. En esa carta le pediréis un encuentro fuera de la muralla, en un momento concreto. Yo estaré allí y con los soldados suficientes para que él tenga que rendirse.

—Lo mataréis —dijo Arbell.

—No lo mataré —dijo Bosco, levantando la voz por primera vez—. Yo no lo mataré nunca, por motivos que le explicaré a él en cuanto comprenda que le digo la verdad. El no tiene ni idea de lo que yo tengo que decirle, y, hasta que lo sepa, su vida seguirá siendo como ha sido desde que dejó el Santuario: violenta, tormentosa, una vida que solo puede acarrear una inútil destrucción sobre las cabezas de todo aquel que tenga algo que ver con él. Considerad los estragos que ha hecho en vuestras vidas. Solo yo puedo salvarlo de su condición. Sea lo que sea lo que pensáis que sentís por él, no podéis comprender lo que él es. Intentad salvarlo, algo que no podréis hacer nunca, y todo cuanto conseguiréis es llevar a la ruina a vuestro padre, a vuestro pueblo, a vos misma y, sobre todo, a Cale.

—Debéis escribir esa carta —le dijo el Mariscal a su hija.

—No puedo —repuso ella.

Bosco suspiró compasivamente.

—Sé lo que significa ejercer la autoridad y el poder. La elección que tenéis que hacer ahora es de tal clase que nadie os envidiaría. Elijáis lo que elijáis, siempre os parecerá incorrecto. Debéis escoger entre la destrucción de un pueblo entero y de un padre al que amáis, y un simple hombre al que también amáis. —Ella se quedó mirando a Bosco, como petrificada—. Pero, aunque la elección sea dura, no lo es tanto como teméis. Cale no sufrirá daño en mis manos, y, en cualquier caso, lo encontraré antes o después. Su futuro está demasiado ligado a la voluntad de Dios como para que sea otra cosa más que uno de los nuestros... y forme una parte muy especial de entre nosotros. —Se recostó en el respaldo de la silla y volvió a suspirar—. Decidme, joven, pese a todo vuestro amor por ese joven, un amor que compruebo ahora que es ciertamente genuino... —Se detuvo para permitirle tragar el endulzado veneno—. ¿No habéis notado nada... —se volvió a parar, buscando con cuidado la palabra correcta—...nada fatal?

—Vos le hicisteis así con vuestra crueldad.

—En absoluto —repuso Bosco en tono razonable, como si comprendiera la acusación—. La primera vez que lo vi, cuando él era pequeño, ya había en él algo impactante. Me llevó mucho tiempo comprender lo que era, porque sencillamente la cosa no parecía tener sentido. Era aterrador. Aquel niño me daba miedo. Ciertamente, era necesario moldear y disciplinar lo que había en él, pero ningún ser humano hubiera podido hacer de Cale lo que Cale es. No me considero tan hábil: yo no fui más que un agente del Señor para inclinar su naturaleza a nuestro bien común y al servicio de Dios. Pero vos habéis visto eso en él, y eso os ha aterrorizado, como es normal. Las bondades que habréis visto en él en ocasiones son como las alas de un avestruz, que puede batirlas pero no sirven para volar. Dejádnoslo a nosotros y salvad a vuestro padre, a vuestro pueblo, a vos misma... —Hizo una pausa para crear expectación—...Y a Cale.

Arbell comenzó a hablar, pero Bosco levantó la mano para pedirle que se callara:

—No tengo más que decir. Consideradlo y tomad una decisión. Ya os diré los detalles de la hora y el lugar en que debéis citar a Cale. Vos pensad si escribís o no esa carta.

Dos redentores que permanecían junto a la puerta avanzaron y les hicieron un gesto para indicarles que debían levantarse e irse. Cuando ella pasaba por la puerta, Bosco la llamó como si, a su pesar, sintiera compasión por el difícil dilema en que se encontraba.

—Recordad que sois responsable de miles de vidas. Y os prometo que nunca volveré a levantar la mano contra él ni permitiré que lo haga nadie.

La puerta se cerró, y Bosco se dijo en voz baja, a sí mismo:

—Conseguiré que los labios que ahora le resultan tan dulces como miel le sean pronto tan amargos como el ajenjo y tan afilados como una espada de doble filo.

El Padre Militante se volvió y le hizo un gesto a Cale para que saliera de su escondite a la luz. El guardia le quitó la mordaza y lo condujo hacia Bosco.

—¿Realmente pensáis que os ha creído? —preguntó Cale.

—No sé por qué no iba a creerme: la mayoría de lo que le he dicho es verdad, aunque no sea toda la verdad.

—¿Que es...?

Bosco lo miró como si intentara leer algo en su rostro, pero con una inseguridad que Cale no había visto nunca.

—No —dijo Bosco al fin—. Esperaremos su respuesta.

—¿De qué tenéis miedo?

Bosco sonrió.

—Bueno, tal vez un poco de sinceridad entre nosotros no vaya mal a estas alturas. Naturalmente, tengo miedo de que el amor verdadero pueda con todo y ella se niegue a poneros en mis manos.

De vuelta en su palacio, Arbell Cuello de Cisne sufría los terribles dolores del deseo privado y la pública obligación: la horrible e imposible traición que encerraba aquello que debía elegir. Pero era peor de lo que parecía porque en el fondo del corazón (o en el fondo del fondo) ya había tomado la decisión de traicionar a Thomas Cale. Intentad comprender su pérdida, la abrumadora impresión de que todo cuanto ella había conocido se derrumbaba ante sus ojos. Después comprended el horrible poder que encerraban las palabras de Bosco, que repetían de todas las maneras posibles sus peores pensamientos. Por muchas emociones que le despertara Cale, aquel algo extraño que le atraía de él también le repelía. Cale era tan violento, tan airado, tan letal... Bosco la había calado. Pues dado quien era ella, ¿cómo iba a ser, sino refinada y delicada? Y, no nos confundamos, aquel refinamiento y delicadeza era lo que adoraba Cale; pero Cale había sido vencido en la forma, devorado por espantosos fuegos de terror y dolor inimaginables. ¿Cómo podía permanecer mucho tiempo con él? Había una parte de Arbell, una parte secreta, que de manera inconsciente llevaba tiempo buscando el modo de dejar a su amante. Y, así, mientras Cale esperaba que ella lo salvara, mientras él discurría un modo de salvarla a ella, ella había elegido ya el amargo pero razonable camino del bien de muchos sobre el bien del único. ¿Quién podría, al fin y al cabo, decir que ella se equivocaba? No lo hacía. Seguramente, hasta el propio Cale podría comprenderlo, con el tiempo.

36

Casi seis horas después, Bosco entró en la cámara cerrada en que habían confinado a Cale. Llevaba dos cartas. Le entregó a Cale una de ellas. Cale la leyó sin mostrar expresión alguna, aparentemente dos veces. Entonces Bosco le ofreció la segunda.

—Ella me ha pedido, con lágrimas en los ojos, que os entregara esta después de que os hiciéramos prisionero. Aquí os dice lo duro que le ha sido entregaros a mí y os pide que intentéis perdonarla.

Cale cogió la carta que le tendía y la echó al fuego.

—Soñé con algo diferente —dijo Cale—. Ahora que despierto, me siento enojado contra mí mismo. Decid lo que tengáis que decir.

Bosco se sentó tras la mesa que constituía el único mobiliario de la cámara.

—Hace treinta años, cuando fui al páramo para orar y ayunar, antes de convertirme en sacerdote, la madre del Ahorcado Redentor (la paz sea con ella) se me apareció tres veces. En la primera visión, me dijo que Dios había esperado en vano que la humanidad se arrepintiera de haber matado a su hijo, pero ya había perdido las esperanzas. La maldad del hombre era grande en la tierra, y cada cosa que el hombre guardaba en su corazón era siempre maldad. Dios se arrepiente de haberlo creado. En la segunda visión, me dijo que Dios me decía: «El final de toda carne ha llegado ante mí; barrerás de la faz de la tierra todo hombre y mujer vivos que yo he creado. Cuando hayas concluido tu misión, el mundo llegará a su fin, los elegidos entrarán en el paraíso, y los hombres y mujeres ya no existirán». Yo le pregunté cómo podría hacer tal cosa, y ella me dijo que ayunara y aguardara la tercera y última visión. En esta visión tercera y última, ella trajo consigo a un niño pequeño que llevaba con él una vara de espino, y la punta de esa vara goteaba vinagre. «Busca a este niño y, cuando lo veas, prepáralo para realizar su obra. El es la mano izquierda de Dios, también llamado el Ángel de la Muerte, y realizará todas estas cosas».

Mientras decía todo esto, parecía como si Bosco se hubiera quedado en trance, como si no se encontrara en una cámara en Menfis, sino de nuevo en los desiertos de Fátima, treinta años antes, escuchando a la madre de Dios. De pronto, fue como si una luz se apagara y él volviera. Miró a Cale.

—En cuanto vi a ese muchacho en el Santuario, hace diez años, lo reconocí. —Sonrió a Cale del modo más extraño imaginable, con una sonrisa de amor y ternura—: Erais vos.

Una semana después, una comitiva se detenía brevemente en el castillo. Entre los que iban montados a caballo estaba el Redentor General Bosco y, a su lado, Cale. Entre los reunidos para verlos partir se hallaba el Mariscal Materazzi, el Canciller Vipond y aquellos hombres de importancia que habían sobrevivido a la batalla de monte Silbury. Entre ellos había dos filas de soldados redentores, para asegurarse de que el ahora libre pero desarmado Cale no hacía lo que no debía. Le venía bien a Bosco dejar al Mariscal en el futuro donde estaba. Sin embargo, había juzgado que sería mejor no provocar a Cale haciendo que la muchacha estuviera presente, y había ordenado, para alivio de ella, que no se ofreciera a la humillación oficial de aparecer ante su padre y el resto de Menfis. En vez de eso, ella observaría y escucharía desde una ventana próxima. No era necesario recomendarle que no se dejara ver.

Pese a sus precauciones, Bosco se preguntaba si habría hecho bien en dejar suelto a Cale. Cale tiró de las riendas de su caballo y miró al Mariscal por encima de la cabeza de los guardias. Junto a él, consternado, se encontraba Simón. Cale no dio la impresión de notar su presencia. Cuando comenzó a hablar, lo hizo en voz tan baja que apenas se le oía por encima del ruido que hacían los inquietos caballos.

—Tengo un mensaje para vuestra hija —dijo Cale—. Estoy unido a ella por lazos que ni siquiera Dios puede romper. Un día, si una suave brisa le acaricia la mejilla, puede que sea mi aliento; y si una noche el fresco aire juega con su pelo, será mi espíritu que pasa a su lado.

Y con esta terrible amenaza, volvió la cara hacia delante, y la comitiva se puso de nuevo en marcha. Al cabo de un minuto todos se habían ido. En su sombría estancia, Arbell Cuello de Cisne estaba pálida y fría como el alabastro.

Rápida y silenciosamente, el Mariscal y su gente regresaron a su mortificación. Mientras Vipond caminaba hacia su palacio acompañado por el capitán Albin, se volvió hacia él y le dijo en voz muy baja:

—¿ Sabéis, Albin, que cuanto más viejo me hago más propenso estoy a creer que si el amor ha de juzgarse por sus efectos visibles, se parece más al odio que a la amistad?

Medio día más tarde, la comitiva había dejado atrás los suburbios de Menfis y se dirigía hacia el Malpaís y el Santuario que se alzaba más allá de él. Durante este tiempo, el Redentor General Bosco y Cale no habían cruzado ni una sola palabra. Desde un pequeño grupo de árboles, a cierta distancia del camino, Henri el Impreciso, Kleist e IdrisPukke vieron la comitiva pasar y perderse de vista. Y entonces se dispusieron a seguirla.

[1]
2 Samuel 14,14. Sagrada Biblia (Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina), Sociedad Bíblica, Madrid, 2002. (N. del T.).

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