La mano izquierda de Dios (46 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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La batalla era ya inevitable, pese a todos los esfuerzos que había puesto Princeps, el Redentor General, en evitarla. Pero no ese mismo día. Estaba casi oscureciendo, y los Materazzi, tras meter en los redentores el miedo a la muerte y la condenación, se retiraron ligeramente hacia el norte. Al verlo, los redentores también se retiraron un poco, aunque encontraron escaso cobijo. Antes de eso, Princeps ordenó a cada uno de sus arqueros cortar una estaca defensiva de casi dos metros de altura de los árboles que había a los lados. Temiendo que los Materazzi pudieran atacar de noche, Princeps prohibió encender hogueras, para que los posibles atacantes no pudieran distinguir el lugar en que estaban acampados. Empapados, sufriendo el frío y el hambre, los redentores se tendieron donde estaban, se confesaron, oyeron misa, rezaron y se prepararon para la muerte. Princeps caminó entre ellos repartiendo medallas de San Judas, patrón de las causas perdidas, orando por su alma y la de sus hombres, algo en lo que todos lo acompañaban, desde el que cavaba letrinas a los dos arzobispos, en quienes recaía el mando.

—Recordad, hombres —repetía con voz alegre a cada sacerdote y soldado—, que somos polvo y al polvo hemos de volver.

—Y mañana a estas horas empezaremos ese viaje de regreso —comentó uno de los monjes, a lo cual, para sorpresa del arcediano, Princeps se rio.

—¿Sois vos, Dunbar?

—Yo soy —confirmó él.

—Bueno: no creo que os equivoquéis.

La mayoría de los Materazzi se encontraban a menos de ochocientos metros. Ardían sus hogueras, y los redentores podían oír retazos de canciones, insultantes gritos dirigidos contra ellos y, de vez en cuando, alguna frase de ordinaria conversación transportada por el aire en la calma de la noche.

El sargento mayor Trevor Beale se encontraba aún más cerca. Asignado al personal de Narcisse, estaba agachado a menos de cincuenta metros de distancia, tratando de averiguar si podía hacer algo útil.

Triste, empapado, helado, hambriento y aterrorizado por lo que sabía que le aguardaba, el redentor Colm Malik se dirigía a una de las pocas tiendas que el Cuarto Ejército había llevado con ellos.

«Tranquilo —pensó—, es culpa tuya. Tú te empeñaste en presentarte voluntario cuando te podrías haber quedado a salvo en el Santuario, dedicándote a propinar patadas en el culo a los acólitos».

Entró agachado por la puerta de la tienda y se encontró al Padre Petar Brzica, que miraba a un muchacho que tal vez tuviera catorce años y estaba sentado en el suelo, con las manos atadas a la espalda. El muchacho tenía una expresión extraña en el rostro, una palidez causada por el terror, lo cual era comprensible, pero también había allí algo más que Malik no sabía qué era. Odio, tal vez.

—¿Pedisteis verme, Padre?

—Sí, Malik —dijo Brzica—. Me pregunto si podríais hacerme un servicio.

Malik asintió con la cabeza, con toda la falta de entusiasmo que pensaba que podía mostrar sin ser castigado.

—Este muchacho que veis aquí es un espía o un asesino de los Materazzi, porque dice que presenció nuestra actuación en Monte Nugent. Hay que encargarse de él.

—¿Sí? —Malik estaba desconcertado, no meramente tratando de poner pegas.

—He recibido una plena absolución por todos mis pecados del propio arzobispo justo antes de que lo capturaran los piquetes y lo trajeran a mí.

—Comprendo.

—Es obvio que no. Matar a una persona desarmada, sin importar lo muy merecida que tenga su muerte, requeriría una nueva absolución formal. No puedo matarlo yo mismo y pedirle después al arzobispo que me vuelva a confesar. Pensaría que soy imbécil. ¿Vos habéis confesado?

—Todavía no.

—Entonces ¿cuál es el problema? Lleváoslo al bosque y deshaceos de él.

—¿No hay nadie más?

—No. Y ahora lleváoslo.

Y, de ese modo, Malik se llevó al aterrorizado joven a través de la llovizna que caía sobre el campamento, por entre las numerosas misas farfulladas que los monjes se ofrecían unos a otros, y salió de las filas de piquetes para internarse en el cercano bosque. A cada paso, a Malik le daba un vuelco el corazón: una cosa era dar palizas y patadas en el culo a los acólitos, y otra muy diferente rebanarle la garganta a un muchacho que ya había sido testigo de algo de lo que el propio Malik había formado parte y había sido más de lo que podía soportar. Al día siguiente se las vería cara a cara con su Creador. En cuanto llegaron a una espesura en la que quedaban fuera de la vista, Malik cogió al muchacho y le susurró:

—Voy a dejaros escapar. Seguid corriendo en esa dirección y no volváis la vista atrás. ¿Habéis entendido?

—Sí —respondió el aterrorizado muchacho.

Malik cortó la cuerda de las muñecas del muchacho y lo observó alejarse en la oscuridad, sollozando y dando traspiés. Aguardó varios minutos para asegurarse de que en su terror el muchacho no se confundía y volvía hacia la fila de piquetes. Al día siguiente, si alguien se enteraba de lo ocurrido, no tendría ninguna importancia. Y de ese modo, esperando que su acto de caridad pudiera compensar de algún modo los numerosos pecados que había cometido contra otros jóvenes, Malik regresó al campamento, para ir a encontrarse con el cuchillo del sargento mayor Trevor Beale.

Cale se levantó mucho antes del alba, y, para cuando el cielo empezaba a aclarar, llegaron Henri el Impreciso, Kleist y, por último, al alba, IdrisPukke. Estaban en la cima del monte Silbury, desde la cual tenían una buena vista del campo de batalla. El monte Silbury no era un verdadero monte, sino un enorme montículo artificial construido por razones de las que nadie se acordaba y por gente de la que tampoco se acordaba nadie. Su cima plana era una excelente plataforma no solo para contemplar los movimientos del enemigo (aunque el campo de batalla se veía con claridad desde cualquier punto en el que se pusiera uno, desde el lado de los Materazzi), sino por el numeroso séquito cortesano: embajadores, agregados militares, personas importantes que no tenían que ver con el ejército y hasta algunas importantes damas Materazzi. Una de ellas era Arbell Cuello de Cisne, que había insistido en estar presente, pese a la rotunda oposición de su padre y de Cale, quienes habían observado que ella constituía un blanco primordial para los redentores, y que en la confusión de la batalla no se podía garantizar la seguridad de nadie. Ella había respondido que la presencia de otras damas Materazzi convertiría su ausencia en algo vergonzoso, sobre todo porque la guerra se hacía para defender su vida. Aquellos hombres ponían la vida en juego por ella, y solo la cobardía podía explicar que ella no se hallara presente. Esta disputa había proseguido hasta el día anterior a la batalla, y el Mariscal solo tiró la toalla cuando Narcisse confirmó tanto la penosa condición como el pequeño tamaño del ejército de los redentores, y la seguridad que ofrecía el monte Silbury, pues su pendiente era demasiado empinada para ser tomado con facilidad, aparte de ofrecer una vía de escape rápida y segura. A Cale no le hicieron caso, pero tenía planeado que a la primera señal de peligro se la llevaría de allí, a la fuerza si no había más remedio. En cuanto pudo ver alineados aquella mañana a los ejércitos, Cale se tranquilizó en gran medida.

El campo de batalla era un triángulo. El estaba en el monte Silbury, en el ángulo izquierdo de la base, y los cuarenta y cinco mil hombres del ejército Materazzi se extendían en una gruesa línea en el ángulo derecho. Los redentores ocupaban el ángulo más agudo del triángulo. A cada lado había bosques espesos, casi impenetrables, de color negro azulado, y entre ambos se encontraba el campo de batalla, la mayor parte del cual había sido arado recientemente, aunque había una franja de brillante rastrojo amarillo que señalaba la posición de los Materazzi. Calcularon que la distancia entre los ejércitos sería de unos ochocientos metros.

—¿Cuántos crees que son? —le preguntó Cale a Henri el Impreciso, señalando a los redentores.

Tardó en responder al menos treinta segundos.

—Unos cinco mil arqueros; puede que mil trescientos soldados de infantería.

—Narcisse tenía razón —dijo IdrisPukke, bostezando—. Los redentores no pueden batirse en retirada y, si atacan con tal diferencia de número, los harán picadillo. Voy a desayunar algo. —Kleist se dirigió con él hasta un viejo criado que, con la cara tan colorada como un cangrejo, soplaba para prender fuego. Tenía a su lado un plato con huevos de color marrón y un jamón ahumado del tamaño de una pata de caballo. Mientras estaban allí, mirando, se les acercó un setter taheño perteneciente a una de las damas, meneando la cola, con la esperanza de ser invitado al desayuno.

Mientras comían, nadie le presentaba a Narcisse más que quejas personales. Aunque el plan del general contaba con amplio apoyo y admiración, y eso por parte de hombres que tenían mucha experiencia y eran hábiles soldados, otra cosa eran las cuestiones de prioridad en la formación de combate, en las que durante veinte años se habían acostumbrado a que el Mariscal Materazzi tuviera la última palabra. Su lamentable ausencia permitía el rebrote de rivalidades largo tiempo olvidadas y que no tenían fácil solución. Además, Narcisse se había visto obligado a cambiar el plan de batalla en tres ocasiones, algo que les pasaba a menudo incluso a los grandes generales. Eso significaba pedir a nobles de sangre real, que alguna vez habían tenido un papel importante en la primera línea, que aceptaran de repente un mando de importancia vital pero poco vistoso en la retaguardia. Tal cosa parecía una deshonrosa degradación a hombres que se habían mostrado siempre entregados, y cuya vida solo tenía sentido en el heroísmo y la gloria militar. La brillantez de aquel plan que había conseguido meter a los redentores en una encerrona se convertía ahora en una fuente de problemas, al haber demasiados nobles de gran experiencia y valor y no suficientes lugares en donde colocarlos. Cada uno de ellos, además, estaba convencido, y con buenos motivos, de que era el mejor hombre para determinado puesto y que transigir en aras del consenso era un compromiso excesivo, que podía acarrear graves perjuicios al imperio, en cuya protección debían y deseaban morir. Cada hombre tenía sus motivos que alegar, y la mayoría eran de peso. Para llegar a un acuerdo hubieran hecho falta toda la habilidad diplomática y todos los años de autoridad del Mariscal Materazzi, y Narcisse no tenía ni una cosa ni la otra. Al final decidió que todos los nobles más poderosos mandaran una sección en el frente, y que solo aquellos a los que le parecía que podía permitirse ofender ocuparan puestos secundarios. Eso complicaba de manera espantosa la cadena de mando, pero era la mejor solución que podía encontrar, y la situación se volvía más intrincada a cada hora, a medida que llegaban otros nobles que pedían también un lugar apropiado en la disposición general. Narcisse se consolaba pensando que aunque los problemas de Princeps fueran infinitamente más simples, también eran infinitamente peores. Fingiendo que tenía que estudiar el despliegue enemigo, Narcisse abandonó la Tienda Blanca con todas sus disputas, pero al hacerlo vio que Simón Materazzi se había colocado la armadura, lo que provocaba mucho alboroto entre una docena de soldados ante los que mostraba sus conocimientos recién adquiridos en el manejo de la espada. Narcisse hizo a un lado a uno de sus secretarios y le susurró en voz baja:

—Llevad inmediatamente a la retaguardia a ese retoño imbécil del Mariscal, y no dejéis de protegerlo hasta que todo haya acabado. Lo que menos falta me hace es que se meta en la batalla y que lo maten. —Por si acaso, esperó a ver cómo cumplían sus órdenes, ante la ira desbordada pero impotente de Simón. Koolhaus se había ido en aquel momento a beber agua y se perdió el incidente.

Cale y Henri el Impreciso se quedaron mirando y tratando de comprender, pero por mucho que hablaran de lo que harían si estuvieran en el lugar de Princeps, ninguno de ellos encontraba defectos al resumen que IdrisPukke hacía del caso. Empezaron a sentirse más tranquilos.

—Realmente, es tu plan —dijo Henri el Impreciso, admirando la magnífica disposición de armaduras y coloridos pendones.

—La idea es mía, pero la ejecución es de Narcisse. La cosa no tiene mala pinta. Están demasiado apretados, pero bueno... —Pensó con satisfacción en las funestas perspectivas de los redentores. Sin embargo, sintieron odio mezclado con temor al observar que el ejército redentor comenzaba a organizarse en tres secciones de infantería separadas por dos pequeños bloques de caballería. A cada lado, derecha e izquierda, había sendas secciones de arqueros.

Pese a las escasas simpatías que les inspiraban los redentores, Cale y Henri el Impreciso podían ver lo mala que era su situación. Tenían poca o ninguna comida, estaban empapados y ateridos de frío: cuando brilló el sol y empezaron a moverse, se podía distinguir el vapor que salía de ellos.

Para los que sufrían retortijones de vientre, las cosas aún estaban peor: no había posibilidad de huida, y tenían que estar muertos de miedo. Y enfrente de ellos tenían un ejército bien aprovisionado, bien alimentado y al menos diez veces superior en número. Era una perspectiva bastante desagradable.

Bajo ellos, los Materazzi habían sido más o menos separados en dos grupos de infantería, con toda su armadura (aunque algunos no habían acabado todavía de ponérsela). Cada grupo estaba integrado por ocho mil hombres. A cada lado y tras aquellas dos filas, había unos mil doscientos hombres a caballo. Las primeras filas de los Materazzi aún estaban sin formar. Muchos se habían sentado a comer y beber, y había muchos gritos, vítores y risas. Además, había muchos que se colaban o se disputaban el sitio en la primera línea. En las hogueras asaban corderos y hasta un caballo, y de las teteras puestas al fuego salían penachos de vapor. Aquellos que estaban demasiado nerviosos para sentarse a comer cruzando las piernas aún desprotegidas sobre el amarillento rastrojo se colocaban la armadura, ocupaban su posición e intentaban acercarse a la primera línea empujando con más fuerza, aunque ninguno de ellos era tan indisciplinado como para incurrir en disputas.

Dos horas después, nada había sucedido. Se les unió una pálida Arbell Cuello de Cisne, acompañada por Riba, Kleist y el bien desayunado IdrisPukke. Pese a la pérdida de rotundidad que había experimentado su cuerpo en los meses precendentes, Riba seguía contrastando con su señora de manera muy llamativa. Medía unos veinte centímetros menos que ella, era morena, de ojos castaños, y tan abundante y llena de curvas cuanto Arbell era rubia, sinuosa y delgada. Resultaban tan diferentes a la vista como una paloma y un cisne.

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