La mano izquierda de Dios (43 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Wilfred Penn, llamado «Cincopanzas», vigilante de la ciudad de York, que se encuentra a ciento sesenta kilómetros al norte de Menfis, abría bien los ojos para mantenerse despierto mientras observaba por encima de las murallas de la ciudad. De nuevo un hermoso sol se elevó sobre el bosque que rodeaba la ciudad, y Cincopanzas pensó, pese a lo apagado de su carácter, que no importaba la frecuencia con que se contemplara, el caso era que aquel momento del día le proporcionaba al espectador unas maravillosas ganas de vivir. Fue entonces cuando notó algo tan sumamente raro que, más que alarma, sintió desconcierto. No podía ser que estuviera ocurriendo aquello que le parecía ver. Por detrás de la línea de árboles, a algo más de dos kilómetros de distancia, se elevaba del bosque un enorme objeto negro, alzándose en el cielo arrebolado al tiempo que se acercaba a la ciudad. Aquella cosa negra se fue haciendo más grande y acercándose más rápido hasta que, aturdido como un animal antes de su sacrificio, Cincopanzas vio volar hacia él una enorme roca del tamaño de una vaca. Rotando lentamente sobre su eje, le pasó a menos de seis metros de distancia. Describiendo una curva, la roca cayó en la ciudad, demoliendo cuatro casas grandes al rebotar entre aquel destrozo de polvo y piedras, y fue a pararse en el Jardín Municipal de Ruiseñores.

Durante las dos horas siguientes, los cuatro fundíbulos móviles de los redentores lanzaron otras diez rocas y, al afinar la distancia del tiro, lograron hacer gran destrozo en las murallas. Su diseño era nuevo, no probado nunca en el campo de batalla, y a dos de ellos se les rompió la enorme viga. Los ingenieros pontificios que habían acompañado al Cuarto Ejército del General de Redentores, llamado Princeps, hicieron sus mediciones y evaluaciones de la debilidad de sus nuevas máquinas de guerra. Al cabo de una hora habían recogido ya las vigas rotas e iniciado el regreso a Shotover.

Por la tarde, hacía tanto calor que, aunque los pájaros no cantaban, el sonido de las chicharras resultaba casi ensordecedor. A las tres en punto hubo un breve ataque por parte de doscientos cincuenta soldados de caballería ligera de la ciudad, pensado para ofrecer una respuesta que pudiera darle al comandante de la guarnición cierta idea de aquello a lo que se enfrentaba. Una lluvia de flechas procedente de los árboles les hizo retroceder, y todo cuanto los Materazzi sacaron de su incursión fueron dos muertos, cinco heridos y diez caballos que tuvieron que sacrificar. Sin abandonar la línea del bosque, los redentores contemplaron la retirada de la caballería. Todos sintieron una horrible tensión en el aire, como si algo espantoso estuviera conteniendo el aliento, a punto de embestir. Entonces, todos empezaron a reírse, cuando las criaturas que lo causaban rompieron aquel amenazador silencio: las chicharras, que habían enmudecido ante la llegada de los caballos pero se relajaban ante su retirada, reemprendieron su concierto, como si fueran un solo ser en vez de un millón.

Aquella noche, el verdadero trabajo sucio empezó cuando el sargento mayor, Trevor Beale, y diez de sus hombres, entraron de patrulla en el bosque de Dudley con tanta prevención como podéis imaginar. Al alba, Beale y siete de sus hombres estaban de regreso intramuros, con dos prisioneros redentores, y presentando el informe de su misión nocturna al Gobernador de York.

—¿Por qué demonios nos atacan los redentores?

—Ni idea, Señor —respondió el sargento mayor Beale.

—Era una pregunta retórica, sargento mayor, hecha solo para producir un efecto, no para obtener respuesta.

—Sí, Señor.

—¿Efectivos?

—Entre ocho y dieciséis mil, Señor.

—¿No podéis ser más preciso?

—Nos hemos adentrado por el espeso bosque en la total oscuridad, cagándonos de miedo por entre un ejército muy bien guardado, así que no, Señor, no puedo ser más preciso. Puede que sean más, puede que sean menos.

—Sois muy insolente, sargento mayor.

—He perdido a tres hombres esta noche, Señor.

—Lo siento mucho, pero no es culpa mía.

—No, Señor.

Tres horas después, el sargento mayor Beale estaba de vuelta en el despacho del Gobernador Agostino.

—Todo cuanto hemos podido sacarles —explicó el Gobernador—, o sacarle a uno de ellos más bien, es su estimación de la cantidad de hombres que son. Antes de callar para siempre, el prisionero reveló que había unos seis mil en el bosque, pero que el ejército se dividió hace tres días. Ah, y que al frente se hallaba alguien llamado Princeps.

—Dejadme una hora a solas con él, Señor —terció Beale.

—Dudo mucho de que seáis mejor que Bradford maltratando prisioneros. Ese es su trabajo, al fin y al cabo. Además, quiero que llevéis con otros tres hombres un despacho a Menfis. Debéis ir por caminos diferentes. Vos tomaréis el que parezca más probable para atravesar los piquetes enemigos.

Una hora después de que Beale y sus hombres dejaran la ciudad, los redentores abrían una brecha en la muralla sur, a lo que siguió el enfrentamiento con los trescientos Materazzi en completa armadura que los esperaban. Fueron repelidos con la pérdida de unos veinte hombres, sin que entre los Materazzi hubiera, aparentemente, un solo herido grave. Pero casi una hora después del ataque echaron en falta a tres.

Aún más extraño fue que, unas horas después, en el cielo azul del verano empezaran a elevarse tres penachos de humo del emplazamiento de las máquinas de guerra de los redentores. Un grupo de exploradores volvió poco después para decirle al Gobernador que el ejército redentor se había retirado tras prender fuego a los cuatro fundíbulos que tanto esfuerzo les había costado desplazar hasta York.

Cuando, tres días después, Beale llegó a Menfis, la ciudad ya sabía de la otra mitad del Cuarto Ejército del Redentor General Princeps, y se quedaron igualmente desconcertados al oír las noticias que les llevaba Beale. La segunda fuerza de los redentores, en vez de atacar las tres ciudades amuralladas que había en su camino, todas las cuales eran al menos tan importantes estratégicamente como York, las había pasado de largo y se había encaminado a Fuerte Invencible. El eterno chiste que circulaba entre los Materazzi se refería a que Fuerte Invencible no era un fuerte, pero que eso no importaba, porque tampoco era invencible. Se trataba, de hecho, de un lugar de gran extensión y suaves colinas que de pronto cesaban para ser sustituidas por estrechas gargantas y pasos rocosos. Aquellas dos geografías tan diferentes representaban el mejor y el peor terreno en que pudieran operar la caballería y los soldados con armadura. Como tal, era el mejor lugar posible para entrenar a los Materazzi que entraban y salían de Fuerte Invencible procedentes de todos los lugares del imperio. El resultado era que nunca había allí menos de cinco mil jinetes y soldados de infantería, muchos de los cuales tenían años de experiencia. Para los redentores, atacar Fuerte Invencible no tenía ningún sentido: suponía retar al poder militar Materazzi en uno de los puntos en que resultaban más fuertes, un lugar en el que entrenaban a diario. Cuatro mil redentores se establecieron en formación de combate en las suaves colinas delante del fuerte, provocando a los Materazzi a atacarlos. Que es lo que hicieron. Desgraciadamente para los redentores, una fuerza de mil Materazzi a caballo que volvía de sus ejercicios los pilló por la retaguardia, y el resultado fue una carnicería en la que los redentores perdieron casi la mitad de sus hombres. Luchando por escapar, los restantes dos mil se batieron en retirada hacia las Gargantas Taméticas, y se unieron a los cuatro mil redentores que aguardaban allí. En aquel paraje el terreno era mucho más duro para los caballos, y se acabó la mala suerte de los redentores. El resultado del primer día de batalla fue atroz, aunque ambiguo. No hubo segundo día. Cuando los Materazzi despertaron fue para descubrir que los redentores se habían retirado a las montañas, donde la caballería no podía seguirlos. Lo que no entendían los generales Materazzi en Menfis era qué propósito podía tener el ataque a Fuerte Invencible.

Las noticias que llegaron a Menfis al día siguiente resultaban desconcertantes en otro sentido muy diferente, y eso suponiendo que la palabra «desconcertante» pueda comprender el horror y el espanto. A las siete en punto del undécimo día de ese mes, el Segundo Ejército de Infantería de los Redentores, a cargo del redentor Petar Brzica, entró en burro en Monte Nugent, un pueblo de mil trescientas almas. Hubo solo un testigo de su llegada: un muchacho de catorce años que, loco de amor por una de las muchachas del pueblo, se había levantado temprano y había marchado al bosque cercano para poder llorar sin exponerse a las burlas de sus hermanos mayores. Para el muchacho que observaba desde los árboles, los redentores resultaron una visión extraña, aunque lo inquietante de ver a trescientos soldados que se encaminaban hacia Monte Nugent quedaba atenuado por el hecho de que vestían hábito, algo que él nunca había visto hasta entonces, y que montaban en pequeños asnos, trotando de manera bastante cómica, muy diferente al aspecto magnífico y aterrador de la caballería Materazzi, que había contemplado sobrecogido y boquiabierto en su única visita a Menfis. Cuando los redentores dejaron el pueblo ocho horas después, todos sus ocupantes habían muerto excepto el muchacho. La descripción de la masacre hecha por el Comendador del Condado estaba basada en su relato, y llegó hasta el escritorio de Vipond juntamente con una bolsa de lino:

Los redentores despertaron rápidamente a los aldeanos y les explicaron con la voz amplificada por un megáfono que se trataba solo de una ocupación temporal, y que si cooperaban no se les haría daño alguno. Separaron a los hombres de las mujeres, y también a los niños por debajo de los diez años. A las mujeres las dejaron en el almacén de grano del pueblo, que estaba vacío, porque no se había recogido todavía la cosecha. A los hombres los metieron en el Salón de Reuniones. A los niños los llevaron al Ayuntamiento, que era el único edificio de tres pisos del pueblo, y los metieron en el segundo piso. Cuando llegamos, encontramos que los redentores habían levantado un poste en el centro del pueblo, y que en ese poste se encontraba el instrumento que se adjunta a este informe.

Vipond abrió la bolsa de ropa. Dentro había una especie de guante, pero sin dedos, parecido a los que llevan los comerciantes del mercado en invierno para mantener calientes las manos pero conservando la plena destreza en los dedos. Estaba hecho del cuero más fuerte y grueso, y de la parte más recia, a lo largo del borde de la palma, salía una hoja de unos trece centímetros de largo, suavemente curvada al final, como siguiendo la curva del cuello humano. En la hoja había una inscripción: «Graviso», por el lugar de fabricación. Justo en el interior del guante había una etiqueta con el nombre del propietario, como las que se ponen en la ropa de los colegiales. En esta aparecía el nombre «Petar Brzica» pulcramente bordado en azul. Tembloroso, el Canciller Vipond regresó al informe:

Comenzando con las mujeres y siguiendo con los hombres, los redentores los fueron sacando uno a uno. Los obligaban a arrodillarse. A continuación, un solo redentor, que llevaba el instrumento adjuntado en este despacho, aparecía por detrás, les tiraba hacia atrás de la cabeza para exponer la garganta, y pasaba la hoja, claramente curvada para tal propósito, por el cuello de la víctima. A continuación retiraban el cadáver de la vista, y sacaban a la siguiente víctima del edificio. Solo hemos podido encontrar un testigo vivo: un muchacho. Según él, cada uno de estos asesinatos llevaba no más de treinta segundos desde el principio al final. «Como no conocían su destino, las víctimas parecían temerosas pero no aterrorizadas, y la muerte se llevaba a cabo con tal premura que ninguno gritaba, y de hecho no hubo gritos en ningún momento durante todo ese día. De este modo, los redentores habían matado a todas las mujeres (391) hacia la una en punto. (El testigo podía ver el reloj de la torre del Ayuntamiento). Los hombres del pueblo (503) sufrieron a continuación la misma suerte. Sin embargo, cuando llegaron a los niños menores de diez años (304), perdieron todo cuidado en guardar el secreto de su actividad. De uno en uno y de dos en dos, los niños eran arrojados del balcón más alto para desnucarlos. Ni siquiera se libró el menor de los bebés. En toda mi vida he visto tal cosa». Tras terminar su relato, y antes de que pudiéramos evitarlo, el testigo se fue al bosque corriendo, jurando venganza contra los atacantes.

Geoffrey Menouth, Comendador del Condado de Maldon

Por tres días, durante las horas de luz Cale había estado en los bosques que bordeaban el Parque Real, observando a los hombres del ejército Materazzi, que entrenaban con la armadura puesta. Había cogido una de ellas al peso, en un corredor, mientras su propietario se instalaba en una de las estancias del palacio de Arbell. Debía de ser persona de gran importancia, porque la ciudad ya estaba abarrotada de Materazzi, hasta el punto de que ni el amor ni el dinero ni el rango (que era más importante que los otros dos) podían conseguir una cama decente. Calculó que pesaría más de treinta kilos. Aparte de la protección que pudiera proporcionar, no comprendía cómo semejante carga podía permitir ni la velocidad ni la flexibilidad que daba por sentadas. Pero al verlos entrenar, se dio cuenta de que estaba equivocado completamente. Se quedó anonadado al ver lo rápido que se movían, la ligereza de sus pies y la manera en que la armadura parecía deslizarse con cada movimiento. Podían saltar al caballo y bajarse de él con una facilidad sorprendente. Conn Materazzi incluso subió por una escalera de mano por el lado de abajo y, después, pasó al lado de arriba para introducirse en la torre que hacía como que tomaba al asalto. Los golpes que se propinaban unos a otros habrían cortado en dos a un hombre sin armadura, pero ellos parecían poder soportar incluso los más terribles. Había algunos puntos vulnerables, como la parte superior e interna del muslo, pero sería muy arriesgado intentar atacarlos. Habría que pensar en ello.

—¡BUU! ¡Te pillamos! —dijo Kleist, saliendo de detrás de un árbol con Henri el Impreciso e IdrisPukke.

—Os he oído venir desde hace cinco minutos. Las gordas de la heladería Hacen menos ruido que vosotros.

—Vipond quiere verte.

Por primera vez, Cale los miró.

—¿Ha dicho por qué?

—Una flota de los redentores, al mando de ese cerdo de Coates, atacó un lugar llamado Port Collard, incendió la mitad de él y se fue. Uno de los soldados me ha explicado que los locales lo llaman «la Pequeña Menfis».

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