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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (54 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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Julius Botzen calculó el momento para decirlo. Introdujo la palabra “conspiración” envuelta en lubricante.

Tras semejante ingesta de ponzoña Rolf fue a dormir con un peligroso y extraordinario secreto. Ahora sabía que los planes para eliminar al Führer fermentaban desde hacía mucho, desde que desencantó a quienes le prestaron un apoyo condicional. Esos planes no estaban a cargo de la oposición democrática e izquierdista, que había sido diezmada, sino de militares y monárquicos, quienes confeccionaron y pusieron en marcha varios proyectos, que hasta ahora habían abortado por diversas razones. No obstante, el complot proseguía, los verdaderos patriotas no iban a permitir que el Reich naufragase.

—¿Cómo se puede ser leal y desleal al mismo tiempo? —había farfullado.

—¡Siempre leal! —replicó Botzen—. La lealtad es con la patria, con el Reich, con el Kaiser. Lo has jurado.

—También juré lealtad al Führer. La más importante de las lealtades.

—Vale por sobre todo la lealtad a la patria; eso lo entiende un oligofrénico. El Führer es para la patria, no para sí mismo, porque en este caso caeríamos en una grave corrupción del concepto. Al Führer lo usan Goebbels, Himmler, Bormann, Goering y Heydrich para su propio beneficio.

Rolf giraba en el lecho recordando la inverosímil conversación que había mantenido en
Zum alter Turm.
Botzen le había confiado algo imposible de digerir. De repente Rolf se sentó con los ojos abiertos y abrazó sus rodillas (me ha complicado la vida, ¡carajo!). Debería delatarlo como los niños de la Volksschule a su padre. Y Botzen, con los aliados cuyos nombres vomitaría en el interrogatorio, sería acribillado sin clemencia. ¿Pero, cómo delatar a su bienhechor? Le debía la carrera, el uniforme de SS. Desde ultramar Botzen se había esmerado por su ascenso, aunque los objetivos de fondo eran opuestos a los imaginados: lo quería como un ariete de su conspiración. Lo había hecho llegar a guardia personal del Führer para que se convirtiera en su asesino. ¿Eso era lo que se había propuesto Eberhardt? Seguramente. Y había acabado mal, muy mal. Botzen mismo le había contado que la lucha era sorda pero sangrienta; los opositores de la aristocracia estaban siendo eliminados; dos de ellos habían sido encontrados con limpios agujeros en la nuca.

La eliminación de Hitler provocaría una renovación automática de su entorno, aseguró. La inversa era imposible. Con la muerte del Führer el Ejército se haría cargo del poder. Los oportunistas serían barridos por una gigantesca escoba, como en la Argentina tras el derrocamiento de Yrigoyen. Botzen quería salvar el Reich, era un patriota, pero... ¡atentar contra el Führer! Volvió a recostarse, afiebrado.

Matar a Hitler era posible, claro que sí. Como si hubiera tenido una premonición, lo había pensado durante sus guardias; abundaban los momentos en que uno de sus servidores podía atacarlo de cerca, hasta con arma blanca. No era posible salir con vida del atentado. No obstante, si se buscaba una cornisa, cierto ángulo, la proximidad de un corredor... Mejor aún: si se tenía la habilidad de correr en su ayuda como si le hubiera disparado otro, entonces, tal vez.

Se masajeó las sienes: ya estaba planeando lo que Botzen aún no había propuesto. Pero era seguro que se lo propondría. El estrangulamiento de Hans Sehnberg no lo había horrorizado en su momento; al contrario, le había gatillado una idea: convertirlo en su brazo homicida dentro de Alemania.

—Necesitamos un verdadero salvador.

Ya no lo era Adolf Hitler, prisionero de su entorno y su vanidad. Alguien debía allanar el camino de los Cascos de Acero, los
junkers,
los nobles, los militares, la esencia del país. En un tramo de su exposición el capitán había evocado el desdén que sentía por Hitler el difunto presidente Hindenburg. Pero la vejez había podido más que su desprecio.

Miró su reloj. Hacía tres horas que daba vueltas en la cama.

EDITH

Se trasladó en tranvía hasta la calle Goethe, cerca de cuya parada la recogió el canónigo Lichtenberg en su desvencijado auto. La previno que darían unas vueltas para despistar los seguimientos. En el camino hablaron sobre el rabino Baeck mientras observaban los preocupantes vehículos que se ponían al lado. Edith necesitaba llegar a ese hombre legendario, porque lo consideraba una referencia vigorosa de su propia identidad. Sabía que esta aventura podía acabar en tragedia.

Supo por Margarete y Cora que Baeck había tenido el coraje de desobedecer a la Gestapo cuando le ordenaron presentarse en día sábado a sus oficinas de la Alexanderplatz. Respondió que en esa jornada él no concurría a oficina alguna. Los nazis tuvieron que tragarse la réplica porque ya habían experimentado las reacciones que se levantaban en el exterior apenas amenazaban causarle daño. Eran tiempos en que aún les importaba la opinión extranjera.

En 1934, el mismo año en que asesinaron a Alexander, Leo Baeck redactó una Carta pastoral para que fuera leída en los servicios de Iom Kipur. Refutaba a quienes pretendían convertir a los judíos en culpables de las desgracias del mundo. Luego convocaba a fortalecerse en la nobleza del acervo heredado y recreado a lo largo de centurias, imploraba no doblarse ante los agravios y ejercer la ayuda mutua con espíritu optimista. La Carta fue distribuida poco antes de que se sancionaran las Leyes de Nuremberg.

La Gestapo obtuvo una copia antes de que la Carta pudiese llegar a los feligreses y notificó a los rabinos que serían arrestados si la leían en público. No la leyeron. Pero de una forma misteriosa circuló ante millares de ojos y la escucharon millares de oídos.

El único arrestado fue su autor. Era la primera vez que lo ponían tras las rejas. Cumplió el operativo un oficial llamado Kuchmann, quien lo empujó al vehículo militar y lo condujo a la cárcel de la calle Prinz Albert, donde lo encerró como a un asesino. Kuchmann preguntó burlonamente: “¿Por qué no tuvo la deferencia de mostrarnos eso antes?” Baeck mantuvo un altivo silencio. Cuando le trajeron la comida la rechazó porque sólo ingería productos
casher.
Ni Kuchmann ni los guardias estaban acostumbrados a semejante insolencia y el cocinero de la prisión, azorado, cocinó arroz con canela tras haber obtenido el consentimiento de Baeck. A los pocos días el ministro de Relaciones Exteriores informó a la Gestapo que decenas de iglesias americanas protestaban enérgicamente por su arresto y que nadie “podía desvalorizar su influencia enorme”. Lo pusieron en libertad.

Llegaron a Schoeneberg, donde Baeck se había mudado. Aún no era noche cerrada y Edith pudo observar los espacios verdes que amaba el rabino. Zigzaguearon dudosos y finalmente estacionaron en un rincón. En menos de un minuto desaparecieron. Aparentemente, ningún ojo indiscreto los había detectado.

En el segundo piso los recibió un hombre alto y elegante, cuya lechosa barbita y enormes ojos mansos certificaban que era el anfitrión. No se equivocaban sus colaboradores que, a sus espaldas, le decían “cardenal” o “príncipe”. Sostuvo la mano de Edith entre las suyas, grandes y calientes. Luego presentó a los otros invitados, unas quince personas; algunos eran jóvenes discípulos y otros maduros colegas. Cora Berliner la besó en ambas mejillas. En los rostros de la gente brillaba la satisfacción de ser visitados por dos católicos; valía como un gesto de solidaridad. Sabían que Lichtenberg era sacerdote aunque vestía ropa secular para impedir sospechas.

Natalie, la esposa de Baeck, había fallecido el año anterior. Se había dicho que las penurias y desvelos la habían inducido a suicidarse. Baeck, en su estremecedora oración fúnebre, había anunciado: “debemos aprender a sobrevivir y luchar sin la dulce compañía de Natalie”. Multiplicó sus dicterios contra el despotismo de Nínive y Babilonia e instruyó a los rabinos para que lo imitasen. La multitud entendía la elipsis, no las bestias de la SD. Pero un espía, al salir de su letargo, metió en la cárcel a siete rabinos de Berlín: “¿Nos toman por idiotas?”. Baeck consoló a los rabinos diciéndoles que efectivamente tomaba a esa gente por idiotas, pero convenía variar las referencias a la abominación.

Sus sermones aumentaron los decibeles: “sufrimos una propaganda brutal que pretende con inescrupulosa astucia volcar a todo el pueblo de Alemania en nuestra contra”, pero “las injurias rebotan contra quienes sólo nos inclinamos ante Dios y permanecemos de pie frente a los hombres”. En los servicios religiosos miraba a los espías que apenas se disimulaban entre la muchedumbre para decirles que “los judíos tenemos mil años de contribuciones a la cultura de Alemania mientras otros recién pretenden comenzar sus mil años”. En otra ocasión sobresaltó a las losas al manifestar que “las familias judías crecieron enhebradas a la historia de este país y, por lo tanto, nos es difícil, por nuestra instrucción, aceptar que
Mein Kampf
y el programa nazi fueran otra cosa que las alienadas proyecciones del populacho”.

Sobre las paredes del pequeño departamento se extendían los libros como las hiedras en los muros, rodeando incluso las ventanas por abajo y por arriba. En el living abundaban silloncitos y almohadones para que en su reducido espacio cupiera mucha gente. Pero Leo Baeck, pese a su fortaleza y sabiduría, pese a estar rodeado por gente que lo amaba, transmitía soledad.

Invitó a ubicarse en torno a la mesa cubierta con mantel blanco. Edith recordó los escasos
Cabalot Shabat
que había disfrutado en Buenos Aires, especialmente en la casa de Bruno Weil. Le habían explicado su rica significación. El sábado marca la ineluctable vigencia del tiempo y la imprescriptible dignidad de toda criatura viva. Es recibido como una reina o una novia; fue cantado por poetas de todos los siglos. Durante la semana el hombre padece fatigas y humillaciones, pero el sábado lo convierte en un príncipe unido al cielo.

En su carácter de anfitrión, y por la ausencia de su esposa, Baeck encendió las velas mientras pronunciaba la bendición alusiva. Después leyó el Salmo 92. Pronunció los milenarios versículos en tono convincente, como si recién hubieran sido dictados por un ángel: “Aunque florezcan como hierbas los impíos y brillen todos los malhechores, están finalmente destinados a la eterna ruina”; “El justo se elevará como palmera, como cedro del Líbano se alzará”. Luego leyó el Salmo 93: “Más que la voz de las aguas incontables, más potente que la resaca del mar, es potente el Señor en las alturas”.

Cerró la Biblia e invitó a ponerse de pie. El rabino cubrió entonces sus ojos con ambas manos para pronunciar la frase con la que generaciones de judíos soportaron el fuego y la espada. Esa actitud ayudaba a una intensa concentración. Y todas las bocas, incluso la de Edith y la del canónigo Lichtenberg pronunciaron con respeto:
Shemá Israel: Adonai Eloenu, Adonai Ejad
(Escucha Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es Único).

Luego alzó su copa y pronunció el
Kidush,
la bendición del vino. Recordó el par de acontecimientos que certificaban la generosidad de Dios: la Creación del mundo y la salida de Egipto.

—Tanto la Creación como la salida de Egipto no quedaron archivados: tenemos el extraño privilegio de proseguirlos durante nuestra vida. Son designios que escapan a la limitada inteligencia de los hombres. Somos protagonistas de una creación que no cesa y somos protagonistas de la eterna lucha por la libertad, que tampoco cesa. Siéntense, por favor.

Recogió un grande y hermoso pan dorado, lo espolvoreó con sal y luego lo partió. A cada comensal le dio un trozo.

—Este segundo pan —agregó mientras se ocupaba de arrojarle otro poco de sal y partirlo también— evoca el maná extra que nuestros antepasados recibieron en el desierto los días sábados.

Dos mujeres se ofrecieron para ir a la cocina y traer las soperas humeantes.

Bastó que los paladares se reconfortasen con el sabroso caldo para que se abrieran las compuertas de la ansiedad. El joven que estaba a la izquierda de Edith dijo que esa mañana, antes de entrar en la
Hochschule,
había visto cómo metían violentamente a un cura en un auto militar; acababa de cometer un delito.

—¿Qué delito?

—Ayudó a cruzar la calle... a un ciego judío.

—Ya ni respetan las sotanas —cabeceó Lichtenberg.

Se produjo un breve silencio, atravesado por el ruido de las cucharas. Los ojos se dirigieron hacia Baeck, quien apoyó la servilleta en sus labios y explicó algo sabido, pero que dicho por él adquiría mayor evidencia.

—No están educados para respetar sino al Führer y sus órdenes. El resto de la cultura, de la civilización, es bazofia. Hitler no creó un partido político: creó un movimiento militar de autómatas al que llamó partido político.

—Pero nadie se da cuenta —lamentó el joven.

—Lo grave —prosiguió Baeck— reside en que el pueblo ama los uniformes e idealiza los conflictos bélicos. En vez de reconstruir nuestro país con las tradiciones humanistas que tiene de sobra, fuimos desviados hacia una nueva cruzada llena de rencor y egolatría. Al principio los nazis no disponían de dinero para confeccionar uniformes y los reemplazaron por la esvástica en el brazo, los saludos eréctiles, la formación de bandas armadas y las canciones agresivas. Después vinieron también los uniformes.

—Uniformes para luchar contra enemigos ficticios y comunidades indefensas —se quejó un hombre de mediana edad llamado Perelstein.

—Lo confesó el mismo Hitler —Baeck abrió las manos ante lo obvio—: “Si el judío no existiese, lo hubiéramos tenido que inventar”.

—Todavía no consigo entender cómo ha trastornado millones de cabezas —dijo Edith—. Millones. Es algo que escapa a mi inteligencia.

Cora la miró desolada; sus dedos se movieron deseosos de cruzar la mesa y abrigar los de Edith.

—Ya lo dijo Goebbels —aseguró el rabino—: “La estupidez del pueblo no tiene fin. Por lo tanto propaganda, sólo propaganda es necesario”. Antes de Goebbels Hitler escribió en
Mein Kampf
estas palabras, más o menos: “Uno de los factores para que una mentira sea creída es la dimensión de la mentira. La masa del pueblo, con su primitiva simplicidad, cae víctima más fácilmente de una mentira grande que de una mentira chica”. La mentira de Hitler y la propaganda de Goebbels se concentraron en lo más abyecto del hombre: el odio, la destructividad, la envidia y el resentimiento. Son los cuatro pilares del demonio. Y están dibujados en las cuatro patas de la esvástica: mírelas con atención y recuerde. Cuatro patas: odio, destructividad, envidia y resentimiento —volvió a empuñar la cuchara.

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