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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (58 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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Crucé los grupos residuales que todavía, como borrachos, seguían ululando por las sucias calles de Berlín. Me pareció irreal que sonara un piano. Ocurría en medio de la calzada: un hombre orlado por restos de vajilla rota, arrancaba escalas.

—Todavía suena este maldito piano judío —reía feliz.

Mis ojos siguieron alertas ante cada nuevo bulto. Pero no tropecé con mi amor, sino con otra gente desesperada. Familias o porciones de familias deambulaban en forma macabra como asteroides que no se atrevían a regresar a sus maltrechas viviendas. El sufrimiento les brotaba como un halo azul; se alejaban medrosos de quienes portaban adoquines. Un grupo de tres niños, dos adultos y una anciana fue rodeado por hombres provistos de bastones; los comprimieron en un anillo y empezaron a insultar. Me acerqué para tranquilizar a las fieras, ya tuvieron bastante, les iba a decir. Empezaron a patearlos.

—¡Ya tuvieron bastante! —grité.


¡¿Jud?!
—los ojos se volvieron hacia mí.

Huí como una exhalación. Mientras mis pies alcanzaban una velocidad que no correspondía a mi fatiga, sentí que sus palos me daban alcance.

Vehículos armados hicieron chirriar sus neumáticos en la esquina. Paré de golpe, mareado, y procuré imitar a un ciudadano nazi, aunque no me alcanzaba el aire del mundo para recuperar el aliento. Los vehículos cargaban judíos rumbo a los campos de concentración. Soldados, policías y SS buscaban con perros a quienes intentaban esconderse en los zaguanes o en sus viviendas violadas. De súbito vi las calles desiertas: los asteroides se habían evaporado.

Deseé estar navegando en el fondo de una pesadilla; la pesadilla cesa en algún momento. Pero me derrumbé al verificar lo peor: Edith no había regresado a casa. Telefoneé a Víctor con la garganta llagada. Su mucamo me informó que ya se había ido a la oficina.

—Venga —fue lo único que me dijo desde su despacho.

Tomé un par de aspirinas y cambié la ropa húmeda que acabaría con mi salud.

—¡Su mujer es un caso de escopeta! —reprochó fuera de sí apenas me vio—. Ya telefoneé a mis “amigos” y no encontré a uno solo. Están divirtiéndose en la más grande partida de caza que hubo en la historia. No pararán hasta encerrar en los campos de concentración a miles de judíos. ¿Qué digo? ¡Decenas de miles!

—¿Qué hago?

—No sé... Esperar. ¿Tenía su mujer consigo el pasaporte?

—No puedo quedarme a esperar.

—Tampoco sirve correr al pedo. ¿Lo escuchó a Joseph Goebbels?

—¿Cuándo lo voy a escuchar? ¿No ve cómo estoy? —protesté irritado—. Pasé la noche en la calle.

—Transmitió un mensaje por radio.

—¿Qué dijo?

—Más o menos esto: que el cobarde crimen contra el diplomático alemán en París provocó una justificada reacción popular durante la noche. Fue un espontáneo desquite contra edificios y bienes judíos a lo ancho y largo de toda Alemania y Austria. Pero se acaba de ordenar el cese inmediato de todas las demostraciones hostiles. La respuesta final al asesinato de París será dada por vía de la legislación.

—Cese inmediato...

—¡Una mentira! Una más. ¿No le dije que salieron de caza?

—¿Y qué otra cosa pueden legislar?

—Vea, señor consejero: se sienten tan poderosos y felices que algo más inicuo ya se les va a ocurrir. Por ejemplo, multar a las víctimas. Sería el colmo de la inmoralidad. Pero ese colmo es la novedad que estas bestias le imponen a nuestro tiempo.

Fui a mi propio despacho y me despatarré en el sillón. Desde el escritorio me miraba el retrato de Edith. Lo levanté con ambas manos, lo contemplé con amor y reproche, le pregunté dónde se había metido. Su sonrisa dulce y sus grandes ojos castaños se negaron a responder. La besé.

El teléfono sonó en medio de la noche como las trompetas del Apocalipsis.

—¡Hola!

—Doctor Lamas Lynch: lo llama el Embajador.

—¿Cómo?

—Pide que venga de inmediato a su residencia.

—¿A la residencia? ¿A estas horas?

—De inmediato.

Me vestí a oscuras para no despertar a Edith, que había regresado a media tarde, exhausta. Tras la fatídica noche se había encerrado en Cáritas para ayudar a los judíos conversos que habían acudido en abrumadora cantidad.

Había envejecido. Durmió crujiendo los dientes. Abrió los párpados y encendió el velador, alarmada.

—No te preocupes, querida. Seguro que me llaman por un cable de Buenos Aires. No les habrá alcanzado nuestro informe de ayer y querrán más detalles.

—Nunca te han llamado a estas horas.

—Te ruego que vuelvas a dormirte. Con uno que se desvele, alcanza. Te vas a enfermar.

—Avisame si es grave.

—No tiene por qué ser grave. Qué sé yo, todo es grave.

Subí a mi auto y las calles huecas me permitieron llegar a la residencia en minutos. El mayordomo, que no podía disimular el peso de los párpados, me condujo al despacho de Labougle.

—Buenas noches.

—O buenos días —sonrió cansado—: son las cuatro de la madrugada.

Había otro hombre, que se puso de pie.

—Le presento al capitán de corbeta Julius Botzen.

Botzen tendió la mano y me saludó en perfecto español.

—Supongo que oyó hablar de mí —infló su pecho mientras atusaba los gruesos bigotes blancos.

—Me parece que sí. ¿No había sido el Agregado Naval del Reich?

—Exacto. Del Reich, como bien dice: del verdadero Reich.

—¿...?

—El capitán Botzen solicita asilo político —Eduardo Labougle se incorporó, bostezó y ordenó a Alberto—: Ocúpese de tomarle los datos y cablegrafíe a Buenos Aires. Quiero que la decisión venga de allí hoy mismo, antes de que se produzca un infernal embrollo diplomático.

—Tengo muchos amigos en Buenos Aires —refirió Botzen con un toque de imploración.

—Por eso mismo —concluyó Labougle, quien le estrechó la mano y salió del recinto; estaba manifiestamente incómodo.

Apoyé mis manos en la cadera, luego las crucé sobre el pecho, después las dejé caer a lo largo de mis piernas. Miré hacia uno y otro lado en busca de auxilio, pero lo único que cabía hacer ya había sido explicitado: sentarme con papel y lápiz, tomar notas y enviar un cable a la Cancillería con suficiente consistencia para que los eslabones burocráticos no se atrevieran a frenar el trámite. Vaya a saber qué problemas nos acarrearía brindar asilo político en esas sensibles circunstancias.

—Usted oyó hablar de mí, pero no me conoce —afirmó con arrogancia.

—Sería conveniente que me informe con sinceridad sobre las razones que lo obligan a pedir asilo, así evitamos futuros problemas.

—Usted escuchó a su embajador: sabe que tengo poderosos amigos en Buenos Aires. La Argentina me debe mucho.

—No podemos empezar por ahí. Protegerlo, señor capitán, significará tensiones con la Wilhelmstrasse.

A Botzen le relampagueó la mirada. Hubiera querido trompearme. Seguro que pensaba quién sería este jovencito insolente para ponerlo en vereda. Pero guardó las formas. Antes de seguir, adelantó su vigoroso mentón hacia la cafetera.

—¿Puedo beber otra taza?

Apreté el timbre que estaba bajo la tapa del escritorio y reapareció el soñoliento mayordomo, que se ocupó de satisfacerlo.

El capitán bebió lentamente, con los ojos semicerrados, pensativos. Su poderosa cabeza lucubraba la mejor forma de presentar su caso, así el cable viajaría con suficiente cantidad de elementos favorables. Me pareció leer en su arrugada piel que estos argentinos carentes de historia no estaban en condiciones de entender el sufrimiento moral de un viejo prusiano.

Empezó por lo conocido: había sido Agregado Naval del Segundo Reich, cuando Alemania tenía un verdadero Kaiser que estaba rodeado por una vasta y auténtica nobleza. La Gran Guerra no sólo había humillado a su país, sino que también había destronado al Kaiser, dispersado la aristocracia y producido un siniestro vacío. El vacío pretendió ser llenado por el chorrito de agua insalubre de la República de Weimar. Alemania nunca había sido una república, nunca había sido decididamente democrática. Sus raíces se hundían en los grandes mitos, sus gobiernos debían exultar autoridad.

—No me han despertado para escuchar una clase de historia —lo interrumpí fastidiado.

—Por eso —continuó Botzen como si nada— él abominó desde el principio la frágil República y se entusiasmó con sus enterradores, los nazis. En la Argentina prestó grandes servicios a la expansión del nazismo. Fue un fanático de Adolf Hitler.

Se interrumpió.

—¿Ya no lo es más? —aproveché la pausa para hacerle la pregunta.

Me miró, vació el pocillo y siguió con su discurso.

—A principios de año regresé a este país, mi país.

Depositó la pequeña taza sobre el escritorio.

—No se trata de una frustración personal. Se trata de que este régimen no se interesa por el verdadero Reich, sino por otra cosa. La excelencia ha sido reemplazada por la mediocridad. Cualquier ignorante puede conseguir altos cargos si demuestra que adora al Führer y no duda en partir cráneos. Reina una extraordinaria confusión. Yo mismo estuve confundido —hundió sus ojos en los míos—. ¿Qué más puedo decirle? En vez de un Kaiser, tenemos... —dudó unos segundos, pero continuó adelante—... tenemos un bigote cuadrado que nos llevará a la catástrofe.

Se detuvo de golpe y miró en torno.

—Es gravísimo lo que acabo de decir —pareció arrepentido—. Ya no me controlo como antes. Estas palabras no se perdonan, ¿verdad? No las ponga en el cable. Conozco su oficio: en el cable no hace falta poner mucho —levantó el índice para aleccionarme—. Vea, doctor: escriba que he prestado grandes servicios a la Argentina, a los vínculos entre Argentina y Alemania, que la comunidad germano-hablante me venera, y que ahora solicito asilo porque soy un disidente... tibio. Eso sí: no puedo andar por las calles, estoy amenazado de muerte.

—¿Tanto?

—Sí.

—Pero usted, por lo que ha insinuado, prestó servicios al Reich; es o ha sido nazi.

—Importantes servicios. También los prestaron Roehm y su gente. Y muchos otros. Fueron asesinados. Hitler mata sin emoción, y seguirá matando, le aseguro. Soy el próximo de su lista.

—Lo encuentro exagerado, demasiado crítico —ironicé.

—Porque fui excesivamente fanático. ¡Confié tanto en Hitler! Pero he caído en la cuenta de que ni siquiera es un militar, ni un estadista, ni un hombre equilibrado. Lo excita la furia de los mediocres, de los impotentes.

—Muy psicológico. Pero coincido; se me ha puesto la piel de gallina.

—¡Entonces, comparte mi opinión!

—Necesito registrar por qué lo persiguen. La expresión “tibio disidente” no conmoverá a Buenos Aires.

—Usted no necesita más datos.

—Podría ser una treta suya.

—¿Treta? Absurdo. ¿Con qué fin?

—Para espiarnos durante su asilo. La Gestapo necesita enterarse de lo que dicen los informes que elaboran las embajadas.

—¿Aquí, en la residencia? ¿Los asuntos importantes se tramitan en el dormitorio del embajador?

Sonreí. Era astuto.

—Quizá podamos solicitarle un pago.

—Sería ruin. La tradición del asilo político no lo permite. Tampoco la tradición argentina, que siempre ha sido generosa con los extranjeros.

—Pero usted se siente perseguido por traición. Fue fanático a favor y ahora fanático en contra. No podría dejar de mencionarlo en el cable.

—¡Está equivocado! Ni siquiera es la palabra correcta. No soy un traidor: me ha desilusionado quien debía llevar a buen puerto mis esperanzas. La traición, en todo caso, la ha cometido él. Mire: estuvieron a punto de matarme y lo intentarán de nuevo. Por eso solicito asilo. Eso es todo. Para las mentes estrechas de su ministerio añada que viví en Buenos Aires más de veinte años, sin manchas en mi foja, y que necesito un salvoconducto para salir de Alemania con el cuerpo entero.

La situación del capitán fue discutida y resuelta en la cancillería argentina con demora. Produjeron finalmente una respuesta negativa: “evitar problemas con el gobierno alemán”. La Noche de los Cristales Rotos, como se empezó a denominar el pogrom que precedió al repentino ingreso de Botzen en la residencia, había impuesto una parálisis en las tareas diplomáticas. Cada mínima acción podía convertirse en un agravante de la borrasca.

Eduardo Labougle convocó a Botzen, cerró la puerta y le transmitió la mala noticia.

El capitán palideció.

—Deberá solicitar asilo en otra embajada.

—¡Yo no merezco esto! —exclamó indignado.

—Créame que lo lamento. Pero usted comprenderá.

—Es la más terrible ingratitud que jamás hubiera sospechado. ¿Consumí veinte años de mi vida en Buenos Aires para recibir esta bofetada? Veinte años. Fui y soy amigo de la más brillante sociedad porteña. Le aseguro que cometieron un error. Mi caso no fue visto por gente entendida.

—La decisión está firmada por el canciller. No puedo modificar una coma.

—¿Entonces debo salir a la calle?, ¿permitir que me arresten o me peguen un tiro en la nuca?

—Lo dejaré seguir alojado en mi residencia hasta que encuentre otro sitio.

—¿Cómo lo voy a encontrar? La Argentina es mi segunda patria, la que mejor puede simpatizar con mi caso. Vine aquí protegido por las sombras. ¿Deberé recorrer nuevamente las calles de noche? Hay perros buscándome por todo Berlín. Al escucharme hablar en español su mayordomo me abrió enseguida. ¿Cree que me abrirán las puertas en otro sitio?

—He retado a nuestro personal por haberlo dejado entrar sin autorización. El mayordomo estaba más asustado que usted. Por otro lado, hay otras embajadas que hablan español. Vea, capitán: por los servicios que dice haber prestado a la Argentina, me ofrezco a ayudarlo en sus gestiones. Empezaremos por el camino más corto: la República Dominicana.

—¿Por qué ese país?

—¿No le gusta?

—No dije eso. Me sorprende su elección.

—Es el único país que otorga con mayor liberalidad visas a emigrantes judíos.

—¿Pretende hacerme pasar por judío?

—No era mi intención. Pero si resultara conveniente para resolver su caso...

—¡De ninguna forma! ¡No soy judío ni quiero parecerlo! Es lo único que faltaba.

—Entonces no entiendo por qué se ha enemistado con el Reich.

—Porque no es un Reich, sino el imperio de los mediocres y los oportunistas. Me gusta que limpien el país de judíos, pero no me gusta que los reemplacen con los lúmpenes. Una mierda por otra peor.

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