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Authors: Albert Sánchez Piñol

La piel fría (8 page)

BOOK: La piel fría
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Batís no viene. Me irrito. De una bofetada, violentísima, cae al suelo. Esta vez no suelta ningún chillido. Se queda en un rincón, hecha un ovillo, tapándose la cabeza con las manos atadas.

Más allá del mediodía. La luz se difumina. Sin noticias de Batís. Naturalmente, no tenía la menor intención de conservar a la hembra. Si en condiciones normales los monstruos eran temibles, ¿de qué serían capaces en el caso de que la olieran? Tenía una piel fina de delfín, tensa como cuerdas de violín. Parecía joven y fértil. En lo que se refiere a la reproducción, la naturaleza conoce una amplia amalgama de medios. Quizá pudiese comunicarse con sus congéneres con mecanismos invisibles para el ser humano. Estaba a punto de sacrificarla de un tiro.

Pero cuando el sol empezaba a descender, un ruido de trabuco perforó la ventana.

—¡Rata bastarda! —bramó una voz oculta—. ¿Por qué me declara la guerra? ¿Es que no tiene bastante con los carasapo?

—¿Y usted, Caffó? —grité al vacío—. ¿Prefiere gastar la escasa munición que le queda conmigo?

—¡Ladrón! Sie beschissenes Arschloch!

Un nuevo impacto. El proyectil se incrustó en un ángulo del marco, una lluvia de serrín me salpicó. Arrimé a la bestezuela contra la ventana:

—¡Dispare ahora, Caffó! ¡Quizás acierte!

—¡Déjela!

Por toda respuesta le retorcí el brazo. La bestezuela chilló. Unos gritos de réplica, indignados, salieron de algún lugar del bosque. Era exactamente lo que buscaba. Reí:

—¿Qué le pasa, Caffó? ¿No le gusta? ¡Pues escuche esto!

Con la bota le pisé el pie desnudo, aullidos de dolor se difundieron por el bosque.

—¡Deténgase! ¡No, no la mate! ¿Qué quiere? ¿Qué quiere? —Quiero que hablemos. ¡Cara a cara!

—¡Salga y hablaremos!

No había meditado la respuesta, demasiado rápida, y por tanto poco sincera.

—¿Ha perdido el juicio? ¿O es que me toma por un idiota? Quien va a salir es usted. ¡Ahora!

No contestó. Lo que más me preocupaba era que Batís, simplemente, se fuese. ¿Por qué no se retiraba? No podía entender su aprecio por la bestia. Muchos campesinos de Irlanda matarían a su vecino por una vaca. Pero ninguno se jugaría la vida por una loba. Tenía en mi poder algo cuyo valor me era imposible determinar.

Me pareció que unas ramas se movían.

—Caffó, salga —grité—. ¡Ahora!

Para decirle esto había apartado a la mascota de la ventana. Vi los dos cañones de su escopeta saliendo de aquel lugar, y unas luces amarillas iluminándolos. Las balas de Batís eran auténticos explosivos de fragmentación. Falló por un palmo. El marco superior se desprendió, reventado. Una astilla se me clavó en la ceja. Herida insignificante, pero que despertaba furias plutónicas. Convertí a la bestia en alfombra, tendida en el suelo, donde la retenía con la presión de una bota. Así tenía las manos libres para manipular el fusil y llenar la vegetación de plomo. Tiraba a la altura del pecho, cubriendo todos los ángulos. Podía estar en cualquier lugar pero así lo obligaría a agacharse. Después dije algo a lo que no me replicó. ¿Qué pretendía? ¿Conquistarme al abordaje? Suya era la iniciativa que corresponde al asediador. Yo no tuve más remedio que saltar de ventana en ventana, frenéticamente, sin saber por dónde me atacaría. Si Batís lograba ganar la pared exterior yo perdería mi seguridad. Lo vi por la ventana de detrás: rodeaba la casa, por la playa, a fin de atacarme por la espalda. Disparé, pero el terraplén de la costa lo protegía.

—¡Lo mataré! —me amenazó mientras se agachaba—. ¡Por san Cristóbal que lo mataré!

La situación táctica no hacía justicia a sus palabras: Batís estaba bloqueado. Mientras permaneciese tendido en la arena perdería su perfil. Pero tarde o temprano tendría que salir de la playa, por la izquierda o la derecha, y en ese momento sería un blanco idóneo. Si no salía, peor para él: seguro que cuando llegara la noche los monstruos estarían muy contentos de encontrárselo allí, tendido en la playa.

—¡Tiene que rendirse! —dije yo—. ¡Ríndase o los mataré a los dos!

Asumiendo riesgos, tomando una determinación mucho más rápidamente de lo que me esperaba, Batís saltó por el lado derecho. Corría, agachado, y gritaba como una soprano, sosteniendo la voz. Sólo tuve tiempo de tirar dos veces. Las balas se perdieron en el mar y él por la vegetación.

El intercambio de fuego se terminó. ¿Había regresado al faro? Quizá quería que lo supusiera. Fuese como fuese, no atribuía a un hombre como aquél la virtud de la paciencia. Até una cuerda al cuello de la rehén. El otro extremo, a la pata de la cama. Después abrí la puerta y de un empujón la eché afuera. Estaba seguro de que Batís sufriría con aquella visión, quizá cometería una imprudencia. La bestia dudó. Después corrió unos metros, creyéndose libre, hasta que la cuerda se tensó y el estirón de su propio impulso la hizo caer. Idiota.

Durante unos minutos no se produjo ninguna respuesta. Yo acechaba por la ventana; veía a la bestezuela atada, en el suelo y desconcertada. A ratos hacía movimientos idénticos a los de un perro atado que quiere volver con su amo. Renunciaba, descansaba y lo volvía a intentar. Pero de repente un proyectil bien dirigido cortó la cuerda. Lo que siguió sólo se explica por una común locura: en vez de dispararnos, los dos iniciamos una carrera frenética tras el rehén. Yo salí de la casa y él de algún punto del bosque. Pero Batís estaba más lejos. Con una mano cogí el cuello de la bestezuela, que no reaccionaba, con la otra sostenía el fusil. Mi brazo estaba demasiado débil para utilizar un fusil como una pistola y fallé. Caffó movió todo el cuerpo, una bola de pelos y de cabellos al viento, el arpón siempre a la espalda. No podía dispararme por miedo a herir a quien quería rescatar.

—¡Ríndase! —le conminé—. ¡Está muerto!

Me escupió y corrió hacia el bosque en un zigzag muy hábil. Aquí pude comprobar una vieja lección: no es fácil matar a un hombre que sabe moverse. Sin balas en el remington, frustrado por mi puntería de miliciano bizco, regresé al refugio castigando al rehén con la culata.

El atardecer caía sobre la tierra como un paraguas. Veía el bosque con un furtivo dentro, a mí mismo con un fusil en las manos, en una isla infestada de monstruos, con una salamandra marítima a mi lado, y todo era increíblemente fantástico. No hacía ni cuatro días, estaba hablando de política irlandesa con un capitán mercante. Me dije: todo esto no es real, y también: sí, sí que lo es, y mientras discutía con el mundo sobre su sensatez, un tiro me despertó. Estábamos entre dos luces, y cuando ya pensaba más en los monstruos que en Caffó, una voz potente dijo:

—¿Cómo sé que no me disparará?

—¡Porque habría podido liquidarlo ya, y no lo he hecho! —contesté de inmediato—. ¿Le gustan los baños de sol, Caffó? ¿Le gusta salir al balcón de madrugada, medio desnudo? Le he tenido en el punto de mira. Todo lo que tenía que hacer era apretar el gatillo y volarle la cabeza —y ordené con espíritu de sargento—: ¡Muéstrese de una vez, maldita sea! ¡Muéstrese!

Una duda y salió del bosque, por fin.

—Tire la escopeta —ordené—, y arrodíllese.

Le costaba pero obedecía. De rodillas, impasible, Caffó abrió los brazos como diciendo: aquí estoy.

—¡Ahora salga usted! —me exigió con las manos en la nuca—. ¡Con ella, con ella!

La utilicé como escudo, delante de mí. Cuando estuvimos cerca la empujé contra el cuerpo de Batís. Los apuntaba con el fusil. Caffó la examinó como haría un veterinario con una cabra enferma.

—¿No se da cuenta de que este líquido azul es su sangre? —protestó, limpiándole un labio y la nariz con un sucio pañuelo—. ¡Está herida!

—¿Y qué se esperaba de un republicano? —dije en una ironía cruel.

Batís miró a un lado y a otro, y luego a mí:

—Muy bien, está oscureciendo. ¿Qué quiere?

—Ya lo sabe.

Me senté con el fusil cruzado sobre las rodillas. De repente la situación era muy pacífica. Hacía un rato nos queríamos cortar el cuello y ahora hablábamos de ideas. Éramos como un par de fenicios que han gastado todas las energías en un regateo más teatral que real. La isla era un lugar extraño.

—Debería matarlo, ahora mismo, pero no pienso hacerlo —empecé, en un tono conciliador—. De hecho, no me importa nada de lo que está pasando en esta isla del demonio. Por razones que ignoro usted no quiere abandonarla. Tuvo la ocasión de hacerlo, cuando desembarqué, y no abrió la boca. Pues muy bien, quédese, si así lo desea. Pero yo quiero salir de aquí, sano y salvo.

Señalé en dirección al faro:

—Pienso entrar, con usted o sin usted. Pienso entrar y sobrevivir. Pronto pasará algún barco. Le avisaremos haciendo luces de morse con el faro y me iré a algún lugar más tranquilo. Eso es todo. Naturalmente, podrá quedarse con mis provisiones. Y con los fusiles. Tengo dos remington y miles de balas. Estoy seguro de que le serán muy útiles.

Vi sus dientes cariados, abría media boca en una sonrisa incomprensible. Sacó una pequeña cantimplora de aluminio y echó un trago. No me la ofreció.

—Usted no lo entiende. Este islote está fuera de todas las rutas comerciales. No pasará ningún barco hasta que venga el relevo del oficial atmosférico. Un año.

—¿Por qué me engaña? —salté—. ¡Hay un faro! Y los faros se ponen en los lugares con tránsito naval.

Negó con la cabeza. Hablaba con un cigarrillo que acabó tirando:

—Me consta que hace años que han abandonado esta ruta. Querían convertir la isla en un presidio para los dirigentes bóer. Algo así, no sé. Pero las cartas náuticas del sector son antiguas, y se equivocaban respecto a las dimensiones de la isla. Aquí no cabría ni la guarnición del presidio. Creían que era más grande que esto —y con el brazo hizo un gesto que todo lo abarcaba—. La obra había sido contratada a una empresa privada. Cuando los agrimensores vinieron se dieron cuenta de que el proyecto no era viable, naturalmente, y justificaron el presupuesto antes de que algún general lo anulase. El faro estaba incluido en los planos del presidio, así que decidieron construirlo para que nadie pudiera acusarlos de cometer fraude con las finanzas del ejército. Cuestiones de papeles. Construyeron el faro y se fueron —suspiró, sarcástico—. Podrían haberse ahorrado su maldito faro; aquí no vendrá ningún inspector de obras públicas. Sobre todo desde que los ingleses cedieron la titularidad del faro a la soberanía internacional. ¿Y qué supone eso en la práctica? Pues que antes era del ejército y ahora no es de nadie.

Volví a sentarme. Definitivamente, no entendía nada.

—¡No me lo creo! Si es así, ¿qué hace usted aquí? ¿Encargarse de un faro que no presta servicio a ninguna ruta?

Su humor cambiaba solo; se había temido lo peor respecto a la bestezuela, y el hecho de haberla recuperado actuaba como un bálsamo. Rió y me pasó la cantimplora, ahora sí. Era un licor frío y agrio. El gesto valía mucho más que la bebida.

—Yo no estaba destinado al faro. Soy el anterior atmosférico. Bueno, nunca logré ningún título, pero los de la corporación no eran demasiado exigentes con la calificación del personal que enviaban aquí. —Hizo una pausa—. Lo del faro me lo explicó un marinero del barco que me trajo a la isla, un sudafricano que conocía la historia.

Con un gesto me pidió la cantimplora, echó un trago y añadió:

—Hallo, Kollege. ¿Por qué ha venido? Los triunfadores nunca recalan por estos parajes. Nunca. Los honestos y los honrados, tampoco. ¿Y usted? ¿Se fugó su mujer con algún ingeniero de ferrocarriles? ¿No tenía valor suficiente para alistarse en la legión extranjera? ¿Estafó al banco en el que trabajaba? ¿O tal vez lo perdió todo en el casino? Calle. A mí me da igual. Bienvenido al infierno de los fracasados, bienvenido al paraíso de los perdidos. —Y cambiando de tono—: ¿Dónde está el otro remington?

Me había quedado sin fuerzas, lo dejé hacer. La bestezuela de Batís miraba el suelo con indiferencia vacuna. Con dos dedos removía el fango. Se tragó un gusano sin masticarlo. Batís entró en la casa. Arrodillado ante la caja de balas, parecía un pirata disfrutando de su tesoro. La visión del segundo remington y la munición le hacía feliz. Buen material, sí, buen material, decía mientras palpaba la culata del fusil, mientras revolvía las balas como un usurero las monedas de oro.

—¡Ayúdeme! —dijo de golpe—. Está oscureciendo. Sabe lo que significa eso, ¿verdad?

Batís llevaba su escopeta y el otro remington colgando de los hombros. Cogimos la caja de municiones cada uno por una de las asas laterales. Sí, se hacía de noche. Empujó a la mascota, y los tres iniciamos una carrera enloquecida. Deprisa, deprisa, me espoleaba por el bosque, ¡al faro, al faro! Y la misma expresión en alemán: zum Leuchtturm, zum Leuchtturm! Pero era difícil coordinar los movimientos de cuatro piernas; en una ocasión tropecé con una raíz y la munición se desperdigó por el suelo. ¿Qué diablos le pasa?, me censuró mientras recogía las balas a puñados, ¿está borracho? Dentro de la caja las balas se mezclaron con musgo y fango, corrimos más, caía la noche. ¡Oh, Dios mío, Dios mío!, decía Batís en un susurro, y también: zum Leuchtturm!

Estábamos tan sólo a unos veinte metros del faro. Empezábamos a ascender penosamente el granito que se extendía ante la puerta. De repente: ¡dispare, dispare! Yo no sabía a qué se refería. ¡Estúpido, detrás del faro! Vi unas sombras difusas, uno que saltaba a la izquierda, dos a la derecha, tres, cuatro. Disparé al azar. Los monstruos conocían el efecto de las armas de fuego y se retiraron con un salto simultáneo. Batís se había hecho cargo del peso de la caja. Empuje la puerta, está abierta, gritó.

Un segundo después de que cerráramos y atrancáramos la puerta los monstruos ya golpeaban el hierro con furia apocalíptica. Caffó se abalanzaba sobre las municiones, pero yo me interpuse entre él y la caja de balas.

—¿Y ahora qué ocurre? —protestó—. ¡Atacan el faro, necesito las balas!

—Míreme a los ojos.

—¿Por qué?

—Míreme a los ojos.

—¿Qué pretende?

—Que me mire a los ojos.

Lo hizo. Cogí su fusil y me clavé el cañón en el pecho.

—¿Quiere matarme? Hágalo ahora. No soporto la idea de morir en mitad del sueño. Si piensa hacerlo, máteme ahora. Será un asesinato pero al menos le ahorraré la traición añadida.

Inspiró y suspiró con la furia de quien no encuentra las palabras justas para responder a una ofensa poco concreta. Hizo un gesto brusco, con el que me arrancó el cañón de las manos. Me lo clavó en un lateral del cráneo. Estaba muy frío.

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