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Authors: Albert Sánchez Piñol

La piel fría (4 page)

BOOK: La piel fría
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Todo lo que me enseñó es que en este mundo hay dos tipos de actitudes: optar por la vida y optar por la muerte. Un hombre podía ser el más humilde de los carboneros, y escoger la vida; otro podía ser el literato más famoso de su patria y de su época y escoger la vía de la muerte. No importaba. Recuerdo que se murió tres días después de que yo conquistara la mayoría de edad legal. Se despidió de mí en el lecho de muerte, con la flema de quien se retira de un negocio fructífero. Me hablaba de la enfermedad que lo consumía como un crítico que comenta obras de arte ajenas.

—Hábleme un poco de sus proyectos de futuro, amigo mío —concluyó.

—¿Cómo puede hablarme de estas cosas cuando se está muriendo? —le recriminé, llorando a lágrima viva.

—¿Y a usted qué le hace suponer que la gente como yo se muere? —me espetó.

En cierta manera los esfuerzos de aquel hombre fueron doblemente inútiles. Todas las lecturas que me hacía compaginar con los ejercicios, que tenían por finalidad protegerme de la rudeza del mundo, añadieron sensibilidad a una piel de por sí demasiado fina. No fue culpa suya. Gracias a él ya no era el joven que había salido de Blacktorne. Pero Irlanda continuaba siendo la misma, un factor fuera de su alcance. ¿De qué sirve que el más lúcido de los hombres señale el sol de noche? Su pedagogía iba en dirección contraria a la realidad. Así que abracé la causa republicana con todo el amor que Tom había dejado vacante.

Al movimiento republicano le sobraban brazos y le faltaban cerebros. Por joven que fuera, yo tenía estudios, también una estrambótica cultura humanística. La dirección prefirió que me dedicara a la logística antes que al combate directo. Siempre he creído que los destinos más dramáticos los escribe la ironía: el Técnico Logístico Marítimo de Blacktorne, TLM first class, se convirtió en un Técnico Logístico Subversivo, un TLS nada mediocre, por cierto. Pronto entré en el mundo de los clandestinos. Durante los años siguientes los ingleses ofrecieron una recompensa por cualquier pista que permitiera mi captura. Primero me cotizaron en diez libras. Después fueron quince. Después treinta y cinco libras y quince chelines exactamente —la meticulosidad contable de los ingleses puede ser muy sofisticada—, y por último cuarenta y cinco. Lástima. Nunca ingresé en el restringido club de los jefes que valían más de cincuenta libras. Supongo que no me lo merecía. Yo no era ni un ideólogo ni un general. Sólo un enlace, a medio camino entre los dirigentes y los combatientes desperdigados por todo el país. Pero a esas alturas mi posición era muy peligrosa. A veces huíamos de las granjas un minuto antes de que llegaran los ingleses, por la ventana del pajar y a toda prisa. Una tarde incluso nos tirotearon cuando ya nos perdíamos por el horizonte. Nos persiguieron toda la noche. Benditos antepasados de la vieja Irlanda, que un día construyeron los muros de piedra que llenan su paisaje: detrás de ellos me refugié y por sus laberintos me perdí. Esto demuestra que en las guerras luchan las fuerzas del presente y las del pasado.

Como buenos irlandeses, después de cada derrota nos dedicábamos a preparar, con entusiasmo, la siguiente derrota. Y sin embargo fue esta insistencia de termitas lo que acabó robándole el aliento al enemigo. Hubo un día feliz. Un día que, paseando por Dublín, comprendí que ya no vestía el uniforme de camuflaje sino, sencillamente, de paisano. La diferencia no estaba en la ropa, la diferencia era que ya no tenía miedo. Los ingleses se retiraban.

He dicho que hubo un día feliz y sólo uno. Muy pronto se me apareció un mundo desolador. Nuestros dirigentes gobernaban con un despotismo simétrico al de los ingleses. Estas revelaciones no estallan de golpe, nos negamos a aceptarlas y se imponen lentamente. Pero en definitiva, ¿qué diferencia había entre el palacio de Buckingham y las reuniones del nuevo gobierno? Ejercían el poder con criterios tan prácticos, despóticos e inhumanos como los de cualquier general inglés. No hacían más que mantener el orden que tanto habían repudiado. Para ellos Irlanda no era la finalidad, era el argumento para alcanzar el gobierno. Pero aquí topábamos con una grave contradicción: Tom, el sacrificio de Tom, de todos los Tom.

Nuestra patria no era una geografía, era una idea de futuro. Nuestro patriotismo no creía que los hombres y mujeres irlandeses fuesen mejores que los hombres y mujeres ingleses. O que las patatas irlandesas fuesen mejores que las patatas inglesas. No. A la perversidad del imperio inglés, nosotros habíamos opuesto una generosidad sin límites. Los soldados enemigos no pasaban de ser cartuchos humanos, dirigidos por los intereses más oscuros del planeta. Nosotros luchábamos con una conciencia superior de la libertad. Por tanto, la expulsión inglesa debía ser el prólogo de un mundo diferente, más amable, más equitativo. En cambio, los dirigentes de la nueva Irlanda se limitaban a reemplazar los nombres de los ocupantes por los suyos. Cambiaron los colores de la opresión, nada más. Era un delirio obsceno: los ingleses aún estaban evacuando Irlanda y el nuevo gobierno ya disparaba contra sus viejos camaradas.

¿Cómo era posible, me preguntaba a mí mismo, que después de décadas, de siglos de guerra contra Inglaterra, aprovecháramos el primer soplo de libertad para matarnos los unos a los otros? ¿Dónde se escondía aquella inmensa capacidad humana de traicionar los principios más elementales? Rechacé un pequeño cargo en la nueva administración. Yo no había luchado contra esa entidad omnipotente que es el imperio británico para suplirla con una réplica diminuta. Tampoco podía alistarme en las filas de los nuevos rebeldes. Una guerra civil no es una causa, es un desastre: por increíble que parezca, un año después de que Inglaterra evacuara el país ya habían muerto más irlandeses que en toda la última guerra.

Nadie pensaba en disfrutar de la paz, ni el nuevo gobierno ni los viejos rebeldes. De repente, aquellos por quienes habría dado la vida se convirtieron en unos absolutos desconocidos. Antes los hombres escondían armas, ahora las armas escondían hombres. Lo más insoportable fue constatar la enorme distancia que me separaba de aquellos a quienes había creído tan cerca. No podía odiarlos. Era peor: sencillamente no podía comprenderlos. Era como si hablara con selenitas. Mi patria nunca había sido mía. Y ahora que podía serlo, me sentía en ella como un extranjero. Una noche de insomnio me acordé de Tom. ¿Qué habría hecho él? ¿Pensaría como yo? ¿Continuaría la rebelión o tal vez se adheriría al nuevo gobierno? Por la mañana sólo había llegado a una conclusión: Tom estaba muerto.

Yo no abandoné una causa; puede afirmarse que la causa me abandonó a mí. En mi interior murió algo más que una simple creencia. Había perdido todos los significados de la palabra esperanza. En efecto: la historia de Irlanda siempre ha sido la historia de una revuelta, la revuelta justa por excelencia. Y si la causa irlandesa había fracasado, tan nítida, ninguna otra prosperaría. Todo demostraba que los hombres son esclavos de una mecánica invisible, pero destinada a reproducirse.

A partir de aquí sólo me quedaba una pregunta por responder: ¿quería quedarme en un mundo dirigido por espirales de violencia que perpetuaban la infelicidad de todos los hombres? Mi respuesta era que no, nunca más y en ningún lugar, y por tanto opté por escaparme a un mundo sin hombres. Ya no era un prófugo de la ley. Ahora huía de algo más grande, mucho más grande.

De Irlanda pasé al continente. No sabía muy bien adónde iba, sólo de dónde venía. De Francia a Bélgica y de allí a Holanda, con la remota idea de errar eternamente sin finalidad ni destino. Nunca pensé que mi título de TLM pudiera servirme para algo.

En Amsterdam tenía su sede una corporación naviera internacional. Reclutaban personal marítimo para todo tipo de destinos de ultramar. Me inscribí en una lista muy larga, pero mi título de TLM y la falta de candidatos abreviaron la espera.

El encargado de personal era un holandés de mofletes rojos por donde corrían venitas de color violeta. Tenían que cubrir, con urgencia, una plaza de oficial atmosférico. ¿Dónde? Al principio el hombre esquivaba la pregunta. Y a medida que la entrevista avanzaba, advertí que no tenía que demostrarle mi idoneidad, que mi interlocutor se esforzaba en venderme la plaza. Finalmente señaló la isla con una uña de cristal rosa que entraba mucho en la carne del dedo. Creí que la uña cometía un error: yo no veía nada, ninguna superficie dibujada, ninguna mancha, por pequeña que fuese. Pero era el mapa del Atlántico sur a la escala mayor que tenían. Me fijé mejor. La isla se situaba en un cruce de coordenadas. Por eso no podía verla: era tan pequeña que los límites de la latitud y la longitud la escondían bajo la intersección de tinta.

—¿Y es muy numeroso, el equipo técnico que reside allí? —pregunté.

—No tendrá demasiada vida social —dijo el encargado.

Mi única exigencia fue que mi nombre no constase en ningún registro. Lo había aceptado antes de que acabase de hablar. Cuando vio mi firma estampada en el contrato no pudo disimular su alegría. Él creía que me engañaba.

III

Después de leer la carta no tenía ánimo para seguir abriendo paquetes. Me senté en un taburete de madera como quien viene de recorrer una gran distancia. ¿Qué podía hacer? Mal momento para el desánimo. La tristeza no se resuelve con quietudes, de modo que opté por movilizar energías. Pensé que estaría bien acercarme al faro. Si no me reconciliaba con el encargado, como mínimo haría ejercicio y ahuyentaría recuerdos. Podía ser que la enajenación de aquel individuo fuese sólo un aturdimiento pasajero. Estaba dispuesto a disculparlo. El capitán se había introducido en su casa sin demasiados miramientos y con la arrogancia de un gallo. Y le habíamos sorprendido durmiendo. Pero un farero diligente duerme de día y trabaja de noche, vigilando la constancia de las luces. Nosotros estábamos acostumbrados al contacto humano del barco, promiscuo y casi obsceno. Él no. Imaginemos su sorpresa al ver aparecer a dos desconocidos allí, en el fin del mundo.

Toda la vitalidad de la isla se resumía en el bosque. Pero cuanto más caminaba por el interior de aquella vegetación, más la asociaba a un tipo de vida en estado latente, accidental, miedosa y estéril. Los matorrales, por ejemplo, proyectaban unas ramas gruesas y en apariencia sólidas. Al doblarlas se rompían como zanahorias. Un día llegaría el invierno y la nieve reventaría los árboles a martillazos. Aquel bosque hacía pensar en un ejército que firma la derrota antes de la batalla. A medio camino, sin embargo, me detuve al ver una gran losa de mármol, de la que salía un sencillo caño de bronce. La losa se alzaba contra una pared natural, enmarcada en musgo negro. Era un buen lugar, porque a falta de más elevaciones allí se concentraba una pequeña cuenca hidráulica. Un chorro de agua brotaba ininterrumpidamente del tubo. El chorrito caía sobre un gran cubo de hierro. Se desbordaba. Otro, vacío, esperaba a su lado. Comprendí que me hallaba ante la fuente que proveía al faro de agua potable.

Es curioso de qué manera seleccionamos los objetos en que se posa nuestra mirada. En mi primer paseo, con el capitán, la fuente me pasó inadvertida. No nos habíamos fijado en ella porque buscábamos signos superiores. Pero ahora yo estaba solo, completamente solo, y un tubo de bronce que vomitaba agua era objeto de gran interés. Me acerqué y por encima del tubo vi una inscripción con letras irregulares. Decía lo siguiente:

BATÍS CAFFÓ VIVE AQUÍ.

BATÍS CAFFÓ HIZO ESTA FUENTE.

BATÍS CAFFÓ ESCRIBIÓ ESTO.

BATÍS CAFFÓ SABE DEFENDERSE.

BATÍS CAFFÓ DOMINA LOS OCÉANOS.

BATÍS CAFFÓ TIENE AQUELLO QUE QUIERE Y SÓLO QUIERE AQUELLO QUE TIENE.

BATÍS CAFFÓ ES BATÍS CAFFÓ Y BATÍS CAFFÓ ES BATÍS CAFFÓ.

Lo lamenté. Adiós esperanzas de concordia. Aquella lápida me estaba hablando de una mente tan fragmentada como irrecuperable. Pero no tenía nada mejor que hacer y seguí el camino que me llevaba al faro. Una vez al pie de la construcción, me encontré la puerta cerrada. Hola, hola, grité, imitando al capitán.

Nadie me contestó; el único ruido que me llegaba era el de las olas rompiendo contra la costa. Pensé en las inscripciones de la fuente. Se me ocurrió que debía de ser un hombre presuntuoso, porque todas las frases inscritas empezaban con su nombre. Fuese porque lo dominaba una personalidad raquítica, o por una aguda egolatría —defectos que acostumbran a convergir—, la cuestión era que necesitaba reafirmar su identidad. Mi invocación se hizo más estratégica, reiterando muchas veces su nombre:

—¡Batís! ¡Batís! —grité, haciendo bocina con las manos—. ¡Batís! ¡Batís! ¡Hola, Batís! Por favor, abra. Soy el oficial atmosférico.

Sin respuesta. Unos seis o siete metros por encima de la puerta estaba el balcón. Yo lo miraba con la esperanza de que apareciera su figura. Como no fue así, la observación continua hizo que me fijase en otras cosas. Vi, por ejemplo, que en la base del balcón habían añadido maderas. En mi anterior visita había pensado en una especie de andamio rudimentario. Me equivocaba. No tenían la misma forma que los soportes de hierro originales, que formaban triángulo con la pared y los pies del balcón. Eran estacas muy puntiagudas. De hecho, todo el balcón estaba rodeado por aquella obra, que lo convertía en un erizo artesanal. Soplaba viento y oí un sonido como de chatarra en contacto. La zona del faro más próxima al suelo estaba llena de cuerdas fijadas a la pared por unos grandes clavos. Colgando de las cuerdas, latas vacías, a menudo en pareja. El viento hacía que repicasen entre sí y contra las paredes con un efecto de cencerros de vaca. Más detalles incomprensibles: las junturas de las piedras se habían rellenado con clavos con la punta hacia fuera. Clavos y cristales rotos, una infinidad de cristales. Nuestro sol hacía que refulgiesen con reflejos azules y rojos. Un poco más arriba desaparecían los cristales y los clavos. Hasta allí donde llegaría un hombre encaramado a una escalera mediana, las piedras de la pared habían sido unidas con una argamasa improvisada, suturándolas, de modo que adquirían la consistencia de una muralla inca. No cabría ni la uña de un bebé. Rodeé el faro: toda la obra estaba protegida por aquellos trabajos absurdos. Cuando volvía a situarme delante de la puerta vi a Batís Caffó, en el balcón. Me apuntaba con una escopeta de dos cañones. A pesar del desconcierto inicial no me dejé intimidar:

—Hola, Batís. ¿Se acuerda de mí? —dije—. Desearía hablar con usted. Después de todo somos vecinos. Curiosa vecindad, ¿no le parece?

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