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Authors: Albert Sánchez Piñol

La piel fría (2 page)

BOOK: La piel fría
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La punta del faro apareció de repente, perfilándose por encima de los árboles más altos. El camino se acabó al final del bosque. Pudimos ver el pedestal de granito pelado sobre el que se elevaba la construcción. El océano lo circundaba por tres lados. En días de marejada debía de batir con violencia contra la piedra. Pero el arquitecto, fuese quien fuese, había trabajado a conciencia. Una superficie redondeada y compacta para resistir mejor los golpes del mar; cinco aspilleras medievales bien distribuidas; un balconcito estrecho con la barandilla oxidada; una cúpula puntiaguda. Lo que resultaba del todo incomprensible eran las construcciones añadidas al balcón. Palos y estacas cruzados, a menudo con la punta afilada. ¿Un andamio para hacer obras de reparación? No teníamos ni tiempo ni ánimo para pensar en ello.

—¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! —gritó el capitán, golpeando la puerta de hierro con la palma de una mano.

No recibimos respuesta, pero aquel impulso fue suficiente para descubrir que la puerta no estaba cerrada. Era una pieza solidísima. El hierro tenía un palmo de grosor y lo habían reforzado con docenas de remaches de plomo. El peso y el volumen eran tan contundentes que tuvimos que empujarla los dos a la vez para moverla. Dentro, una extraña iluminación. La luz exterior se filtraba recreando efectos catedralicios. En los muros aún resistía una capa de cal, que esparcía blancuras por las paredes cóncavas. La escalera, finalmente, ascendía en espiral, pegada a la piedra. Por lo que veíamos, aquella parte inferior estaba reservada al almacén general, con una cantidad notable de utensilios y reservas.

El capitán masculló en voz baja algo que no llegué a entender. Empezó el ascenso, muy decidido. Los noventa y seis escalones desembocaban en una superficie de madera, que conformaba el suelo del piso superior. Un empujón a una trampilla cuadrada y estuvimos dentro. En efecto, había allí un habitáculo perfectamente ordenado y caliente. Una estufa de tubo en forma de codo ocupaba el centro de aquel espacio casi circular.

Una pared con puerta rompía la esfericidad del lugar. Detrás, tal vez, estaría la cocina. Otra escalerita conducía a un nuevo piso, seguramente a la sala de máquinas del faro. Hasta aquí todo era plausible; la incoherencia estaba en el orden, en el estilo con que se ordenaba la casa.

Las cosas habían sido dispuestas cuidadosamente en el suelo, siguiendo las paredes. Se alineaban allí objetos que solemos poner sobre mesas o estantes. Y sobre las cajas nunca faltaba un peso, tuvieran tapa o no. Un ejemplo: una caja con zapatos, y por encima de los zapatos una placa de carbón. Otro: un bidón de petróleo, cilíndrico y de medio metro de altura, lleno de ropa sucia. Encima, un trozo de madera comprimía las piezas de ropa. Tanto la placa como el trozo de madera eran tapaderas imperfectas; en cualquier caso no esconderían el mal olor, si era éste el efecto que se buscaba. Se diría que el propietario tenía miedo de que los contenidos huyeran como pajaritos, liberados de la gravedad, y que por eso aseguraba sus pequeños depósitos con cargas sólidas.

Por último, la cama. Un mueble viejo, con una cabecera de barras de hierro delgadas. Y cubierto por tres mantas gruesas, el hombre.

Indudablemente lo habíamos sorprendido en mitad del sueño. Cuando entramos ya tenía los párpados abiertos. Pero no reaccionaba. Nos miraba con unos pequeños ojos de topo. Las mantas lo cubrían hasta la nariz como la piel de un oso. La habitación se nos presentaba muy limpia, él no tanto. Era un espectáculo que fluctuaba entre la indefensión, la dejadez y la ferocidad. Bajo el colchón, un orinal muy lleno de orines fríos.

—Buenos días, técnico en señales marítimas. Somos el relevo del oficial atmosférico, su vecino —dijo el capitán sin circunloquios, mientras señalaba con una mano en dirección a la casa—. ¿Sabe por dónde anda?

Las palabras del capitán me recordaron que nos habíamos adentrado un kilómetro y medio desde la playa de desembarque. Sentí que aquella distancia era más larga que toda la ruta entre Europa y la isla. También pensé en el hecho de que el capitán se iría de allí, muy pronto.

Desde la cama, una mano con pelos negros inició un movimiento vago. A medio camino, sin embargo, renunció. La inmovilidad del hombre exasperaba al capitán:

—¿No me entiende? ¿No entiende mi lengua? ¿Habla francés? ¿Holandés?

Pero el individuo se limitaba a mirarlo fijamente. Ni siquiera se molestaba en retirar las mantas del rostro.

—¡Por el amor de Dios! —bramó el capitán, con un puño cerrado—. Tengo que hacer un viaje comercial importante. ¡Y estoy en tránsito! A petición de la corporación naviera me he desviado de mi trayecto, para dejar a este hombre aquí y para llevarme a su predecesor. ¿Entiende esto? Pero el oficial atmosférico actual no está. No está. ¿Puede informarme de dónde encontrarlo?

El farero nos miraba a él y a mí alternativamente. Nada más. Ofuscado, con la cara enrojecida, el capitán insistió:

—¡Soy capitán y tengo plenos poderes para llevarlo a juicio si me deniega una información necesaria para la salvaguarda de bienes y personas! Se lo repetiré por última vez: ¿dónde está el oficial atmosférico destinado a esta isla?

—Lamentablemente no puedo contestar a su pregunta.

Se creó un silencio. Casi habíamos renunciado a comunicarnos con aquel ser, que de repente nos sorprendía con un acento de artillero austríaco. El capitán cambió de tono, un poco más calmado:

—Bien, eso está mejor. ¿Por qué no puede contestarme? ¿Tiene algún contacto con el oficial atmosférico? ¿Cuándo lo vio por última vez?

Pero el individuo, de nuevo, se recluyó en el silencio.

—¡En pie! —ordenó súbitamente el capitán.

El otro obedeció, poco a poco. Apartó las mantas y sacó los pies. Tenía una corpulencia nada despreciable. Se movía como un árbol desarraigado que está aprendiendo a caminar. Se quedó sentado en la cama, mirando al suelo. Estaba desnudo. A él no le importaba mostrar su desnudez. Pero el capitán apartó la mirada de aquel cuerpo, afectado por un pudor que el farero no conocía. El pecho estaba cubierto por una alfombra de pelos, que trepaban por los dos hombros como plantas silvestres. Al sur del ombligo la densidad del vello era de jungla. Vi un miembro distendido pero gigantesco. El hecho de que también estuviera cubierto de vello casi hasta el prepucio me asustó. «¿Qué hacen tus ojos ahí?», me dije, y los desvié hasta el rostro de nuestro interlocutor. Tenía una barba de estilita clásico, nada cuidada. Era uno de esos hombres con el cabello tan espeso que empezaba un par de centímetros por encima de las cejas, muy pobladas, por cierto. Se sentaba en el colchón apoyando las manos en las rodillas, los brazos en posición simétrica. Los ojos y la nariz se concentraban en el centro de la cara, y dejaban grandes espacios para unas mejillas de pómulos mongoles. Se diría indiferente al interrogatorio. Yo no sabía muy bien si se comportaba así por disciplina o por sonambulismo. Pero me fijé, y una mueca delataba su nerviosismo interior: abría y cerraba los labios como un murciélago. Eso me permitió ver unos dientes separados. El capitán se agachó hasta tener la cara a pocos centímetros de la oreja del otro:

—¿Se ha vuelto loco? ¿Comprende su responsabilidad? ¡Está saboteando una misión que intenta cumplir los tratados internacionales! ¿Cómo se llama?

El hombre miró al capitán:

—¿Quién?

—¡Usted! ¡Estoy hablando con usted! ¿Cuál es su último nombre legal?

—Batís. Batís Caffó.

El capitán, separando las sílabas:

—Por última vez, técnico en señales marítimas Caffó, lo conmino: ¿dónde está el oficial atmosférico?

Sin mirarlo, después de dudar, el hombre dijo:

—No me es posible contestar a esa pregunta.

—Está loco, decididamente está loco —se rindió el capitán, paseándose como un animal enjaulado.

Ahora ignoraba a nuestro hombre y revolvía las cosas con espíritu policial. Cuando entró en la salita contigua vi un libro, cerca de la cabecera de la cama. En el suelo, también retenido por una piedra. Lo hojeé por encima. A fin de establecer una conversación más fluida comenté:

—Yo también conozco la obra del doctor Frazer, a pesar de que no tengo de ella una opinión sólida. No sé si La rama dorada es una genialidad del pensamiento o una insustancia magnífica.

—El libro no es mío y no lo he leído.

Qué lógica tan curiosa. Lo decía como si tuviera que existir alguna relación entre los dos hechos. En cualquier caso, eso fue todo. No conseguí motivarlo para que continuara hablando. Me miraba con su actitud de fantasma inapetente y ni siquiera sacaba las manos de las rodillas.

—¡Déjelo estar, por favor! —me interrumpió el capitán, que no había encontrado ninguna señal de interés—. Este individuo ni siquiera se ha leído el reglamento de su oficio. Me crispa los nervios.

No podíamos sino regresar a la casa del oficial atmosférico. A medio camino, sin embargo, todavía en el interior del bosque, el capitán me detuvo cogiéndome por una manga:

—La tierra más cercana es la isla Bouvet, reivindicada por los noruegos, seiscientas millas náuticas al suroeste de aquí. —Y después de una larga y razonada pausa—: ¿Está seguro de que quiere quedarse? No me gusta. Esto es una maceta perdida en el océano menos frecuentado del planeta, comparte latitud con los desiertos de la Patagonia. Puedo justificar ante cualquier comisión administrativa que el lugar no reunía las condiciones mínimas. Nadie le recriminará nada. Tiene mi palabra.

¿Debía irme de allí? Todo indicaba una respuesta afirmativa. Pero en estos casos uno se deja llevar por racionalidades escondidas. Me parece que me decidió el sentido del ridículo: no había cruzado medio mundo para renunciar a mi destino justo cuando acababa de alcanzarlo.

—La casa del oficial atmosférico se mantiene en buen estado, tengo provisiones para todo el año y nada impide que cumpla con mis tareas cotidianas. Por lo demás, lo más seguro es que mi predecesor haya sufrido algún accidente estúpido y mortal. Quizás el suicidio, quién sabe. Pero no creo que este hombre sea el responsable. En mi opinión sólo representa un peligro para sí mismo. La soledad lo ha trastocado, y seguramente tiene miedo de que lo acusen de la desaparición de mi colega. Así se explica su conducta.

Dije esto y me sorprendí del magnífico resumen que había hecho de la situación. Sólo había excluido dos aspectos: mis sentimientos y mis presentimientos. El capitán me miró con ojos de cobra. Su cuerpo basculaba muy ligeramente, ya sobre un pie ya sobre el otro, las manos detrás del gabán. No se preocupe por mí, insistí yo. Usted está aquí por un desengaño, estoy seguro, afirmó él. Después de dudar un momento dije quién sabe, y él me contestó sí, claro que sí, ha venido por despecho. Abrió los brazos como un mago que muestra su inocencia; un gesto de jugador que renuncia a la partida, o de médico derrotado. Un gesto que me decía: yo no puedo hacer más, hasta aquí llegaban mis poderes.

Ganamos la playa. Los ochos marineros deseaban oír la orden de regresar al barco. Padecían un nerviosismo epidérmico, sin causa precisa. El senegalés Sow me dio un golpecito de ánimo en la espalda. Era un negro muy calvo y con la barba muy blanca. Me guiñó un ojo y dijo:

—No haga caso de los chicos. Son marineros recién reclutados, provienen de las tierras altas de Escocia. Un cactus de Yucatán conoce mejor los misterios y leyendas del mar que ellos. Ni siquiera son blancos; son rojos. Y como todo el mundo sabe, esta raza vive dominada por supersticiones de taberna. Coma bien, trabaje mucho, mírese al espejo, para recordarse, hable en voz alta, para no perder la costumbre de la palabra, y ocupe su mente con propósitos sencillos. Eso es todo. Bien mirado, ¿qué representa un año de nuestra vida comparado con la paciencia del buen Dios?

Después subieron a las chalupas y cogieron los remos. Los marineros me miraban con una mezcla de compasión y asombro. Me contemplaban como si fueran niños que por primera vez ven un avestruz, o como ciudadanos pacíficos ante una caravana de heridos que vuelven de la guerra. El barco se alejó con una lentitud de tartana. No le saqué los ojos de encima hasta que fue un puntito en el horizonte. En aquel punto que se extinguía había alguna pérdida irreparable. Noté una especie de anilla de hierro comprimiéndome el cráneo. No supe si era una manifestación de añoranza civil, una urgencia de presidiario o, simplemente, miedo.

Me quedé todavía un buen rato en la playa. La cala era una media luna muy bien delimitada. A derecha e izquierda rocas de origen volcánico la cerraban; unas piedras puntiagudas, llenas de aristas, agujereadas como quesos y de peso mucho más ligero de lo que sugería su volumen. La arena tenía aspecto de ceniza de incienso, gris y comprimida. Pequeños agujeros redondos descubrían escondrijos de crustáceos. Los arrecifes hacían que las olas llegasen medio muertas; una fina película de espuma blanca señalaba el límite entre el mar y la tierra. La resaca había clavado en la costa docenas de troncos limpios y pulidos. Algunos eran raíces de antiguos árboles abatidos. Las mareas los habían trabajado con rigor de artista, y en ellos se podían admirar esculturas de una rara belleza laberíntica. Por fragmentos, el cielo sufría una triste coloración de plata sucia o, aún más oscuro, de armadura oxidada. El sol no era más que una naranja suspendida a media altura, pequeño y cubierto por nubes perpetuas que filtraban la luz con pesadumbre. Un sol que a causa de la latitud nunca llegaría al cenit. Mi descripción no es fiable. Eso es lo que yo podía ver. Pero el paisaje que un hombre ve, ojos afuera, acostumbra a ser el reflejo de lo que esconde, ojos adentro.

II

Hay ocasiones en que negociamos nuestro futuro con el pasado. Uno se sienta en la roca apartada y hace esfuerzos por conseguir un pacto entre aquello que fue, grandes derrotas, y aquello que todavía ha de venir, auténtica oscuridad. En este sentido confiaba en que la suma de tiempo, reflexión y lejanía hiciera milagros. Sólo eso me había llevado hasta la isla.

Durante el resto de aquella mañana, tan irreal, me dediqué a desembalar, clasificar y ordenar mi equipaje con la mentalidad de un monje laico. Porque, bien mirado, ¿qué iba a ser mi vida en la isla sino la experiencia de un ermitaño empírico? La mayoría de los libros cabía en los estantes legados por mi colega, de quien no se adivinaban más noticias. A continuación venían los sacos de harina, las conservas, la carne en salazón, las cápsulas de éter, para dolores imprevistos, los comprimidos de vitamina C, a millares, indispensables para combatir el escorbuto. Los instrumentos de medición, afortunadamente intactos, los registros de temperatura, dos barómetros de mercurio, tres modulares diacrónicos y el botiquín, muy completo. En cuanto a las curiosidades que me encontré en el baúl 22—E, donde guardaba las cartas y solicitudes, hay que nombrar los esfuerzos de diversas ramas científicas y sociales.

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