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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

La pista del Lobo (16 page)

BOOK: La pista del Lobo
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–Bueno, pues ahí delante, en el cruce de la carretera de Castellar y Ubrique, esperas a la Valenciana, te montas y vuelves a Algar –dijo el jefe.

–¡Pero el niño me conoce!, ¿es que no lo entendéis?

–Yo no diré nada, nada… –decía Pedrito llorando.

Juan el Manco lo miraba con la nariz y la boca tapadas con el pañuelo del jefe. Vio sus ropas hecha jirones, la cara sucia de mocos, sangre y lágrimas… Parecía otro niño, aquél no era Pedrito, el señorito del cortijo de Guadalupe. Al llegar a la curva subieron recto a través del monte, cortando camino para volver a salir luego a la carretera. Llegados a la cima de la colina, el jefe sacó los prismáticos y miró hacia delante: a lo lejos, continuando recto por la carretera, estaba el cruce de Castellar.

–No se ve ningún vehículo, ni turismo ni camión –le dijo al Manco–. ¿No dijiste que eran tres camiones? ¿Dónde se habrán metido?

–Sí, tres camiones y un turismo –le contestó el Manco.

Lo que nadie en el grupo podía saber es que uno de los camiones había dejado la carretera al llegar al camino de La Jarda y había entrado en el cortijo. Los otros dos camiones continuaron por la carretera y al llegar a Puerto Galiz se separaron: uno continuó hasta Ubrique; el otro se detuvo al pasar el cruce. Era este último el que había visto el jefe de los maquis con sus prismáticos.

En aquellos momentos el primer camión estaba aparcado dentro de La Jarda. Los soldados, al mando de un teniente, acordonaban el monte y avanzaban formando una larga columna hacia el Norte, por detrás del molino.

El último camión había pasado antes de que los maquis llegaran a la carretera, cuando aún se encontraban en el refugio de la loma de la Gitana.

Mientras el jefe del grupo miraba con sus prismáticos el cruce de Castellar, los soldados del último camión habían dejado ya Ubrique, habían continuado por un camino paralelo al río y se habían bajado del vehículo a unos tres kilómetros del pueblo, en la entrada del desfiladero. Estos también venían avanzando en una fila, uno al lado del otro, separados por unos treinta metros de maleza entre ellos. Abarcaban las dos vertientes que forman el desfiladero, en cuyo fondo, entre rocas, adelfas y juncos, bajaban impetuosas las aguas del río Majaceite.

También debían estos recorrer poco más de una legua hasta llegar a la higuera del peñasco, a la entrada del valle del molino. Las tres columnas acabarían encontrándose en el lugar indicado para la entrega del rescate. Por otra parte, dos parejas de guardias civiles se ocultaban en la dehesa de Picao, en la garganta del río, donde éste gira su curso hacia Tempul.

Lucía entró en ese momento en el salón y se quedó mirando a su padre con cara de hastío y con los brazos en jarras. Al verla, Miguel miró su reloj y dijo:

–Y ahora vamos a dormir, Rebeca, ¿te has fijado en la hora que es?

–Abuelo, solamente son las 11, y mañana ya no voy al colegio…

–Es igual, cariño. Vamos a la cama. Mañana continuaré la historia. Buenas noches.

–Vale… Buenas noches, abuelo.

Capítulo 14

P
asaban algunos minutos de las 8 cuando sonó el teléfono. Miguel giró la silla y se dirigió a la mesita donde se hallaba el aparato. En ese momento apareció Lucía en pijama diciendo:

–Lo cojo yo, papá. Debe ser Jorge.

Efectivamente, era él. Había quedado el día antes con Lucía en ir con ella a unos grandes almacenes para comprar juntos los artículos necesarios para la acampada al aire libre durante las vacaciones. Cuando acabó la comunicación, Lucía le dijo a su padre.

–Papá, voy con Jorge a comprar cosas. Necesito saber si tengo que comprar para tres personas o para cuatro. Qué has decidido finalmente, ¿vas a venir con nosotros?

Miguel carraspeó un poco nervioso antes de contestar:

–No, prefiero quedarme. Id sin mí.

Lucía no contestó, se dio media vuelta y salió del salón, dando un portazo. Casi al instante la puerta volvió a abrirse y apareció Rebeca en camisón y descalza, y corrió a besar al abuelo.

–¿Qué ha pasado, abuelo?, ¿habéis discutido mamá y tú otra vez?

–No, no… Sólo le he dicho que yo no voy con vosotros a Algar…

–Todavía no me has dicho por qué, abuelo…

–Luego te lo cuento. Mamá se va de compras con su amiguito y estaremos solos.

–Vale, abuelo. Te voy a preparar tu desayuno.

A las nueve, mientras Miguel y Rebeca estaban desayunando, apareció Lucía vestida y maquillada para salir y les dijo:

–Bueno, me voy y no sé a qué hora volveré. Posiblemente coma fuera con Jorge. En la nevera tenéis de todo, sólo hay que descongelarlo. Si no, llamáis para que os traigan una pizza. ¿Vale?

Mientras hablaba se inclinó para besar a su padre y a la niña. Luego se dirigió a la puerta y antes de salir les recomendó:

–Portaros bien.

Rebeca, nada más salir su madre, le dijo al abuelo:

–Abuelo, nos quedamos en que los soldados estaban rodeando el lugar del encuentro entre los maquis y don Manuel…

–Está bien… –dijo el abuelo con aire cansado–. Continuemos con la historia. Escucha, hija:

CORTIJO DE GUADALUPE, 2 DE AGOSTO, 18:00 HORAS

El sargento José Córdoba estaba consternado. No daba crédito a lo que estaba sucediendo. Cada minuto que pasaba estaba más seguro de que Pedrito González iba a morir, si es que no estaba ya muerto.

–¡Maldita sea! –dijo de pronto, dándole un puntapié a una piedra suelta que había delante de la puerta del cortijo.

–¿Decía usted algo, mi sargento? –preguntó el guardia que lo acompañaba en la guardia nocturna.

–Esto se podía arreglar de otro modo, sin peligro para nadie… –dijo el sargento–. Yo esperaba que me hubieran enviado media docena de guardias de refuerzo, bajo mi mando. Hubiéramos esperado a que entregasen al chico, y después les habríamos cortado la retirada.

–Eso es lo que se pretende hacer, ¿no, mi sargento? Al menos, así lo he entendido yo.

–¡Sí, pero no de ese modo! –el sargento explotaba de ira–. ¿Adónde van con tres camiones de soldados, que se ven a la legua, por una carretera por donde no pasan soldados desde que acabó la guerra, hace diez años? ¡Si querían llamar la atención lo han conseguido!

¿No has visto el revuelo que se ha formado en Algar? ¿Quién dice que no pueda haber algún espía de los maquis en el pueblo? Después de todo, éstos son personas que vivían en la comarca y huyeron a los montes, dejando familiares y amigos en ellos. ¿De qué ha servido el que nosotros hayamos actuado con tanta cautela, evitando levantar sospechas durante la investigación?

–Pero, mi sargento, a lo mejor sale todo bien y reconocen el servicio que hemos hecho…

–¿A qué llamas tú salir todo bien? ¿A que van a coger a todos los maquis? –preguntó el sargento–. ¡Eso estaba cantado, hombre! Un día u otro tendrán que salir del monte para comer, buscar medicinas o dinero. Entonces se les detiene. Pero ahora está la vida de un niño por medio; si se ven cercados, se desharán de la criatura. Entonces, yo me pregunto: ¿De qué se trata, de detenerles o de recuperar vivo al chiquillo? Aunque todos los bandidos caigan uno tras otro, y los jefes se pongan las medallas por ello, aquí será la ruina para la familia: ellos pierden a su hijo, y eso no se compensa aunque terminen con todos los maquis de España.

¡El sargento estaba tan enfadado consigo mismo! Sacó un pañuelo y se secó unas lágrimas traicioneras; luego se sonó ruidosamente la nariz. Pedro, el otro guardia, miró a su superior y, viéndole en aquel estado de abatimiento, trató de animarle:

–Pero, mi sargento… Tranquilícese usted. Nosotros sólo cumplimos las órdenes de arriba.

–Si le sucede algo al zagal será por mi culpa, Pedro, por haber llamado a la Comandancia. Y eso yo no me lo perdonaré nunca. ¡Jamás!

Entonces se detuvo para observar al perro lobo: un hermoso ejemplar nacido del apareamiento de un lobo con la perra del cortijo, cuya raza era el pastor alemán. De aquella unión, producida con nocturnidad y alevosía contra la voluntad de su amo, nació aquel hermoso perro que heredó la belleza de la madre y la bravura y ferocidad del padre, al que mataron de un disparo una de las veces que fue a ver a su compañera. Al cachorro lo llamaron Lobo, y fue el mejor regalo que le habían podido hacer a Pedrito. Normalmente, a la hora que los guardias hablaban, el perro estaría dentro de su caseta acostado, con las patas delanteras estiradas hacia adelante; dormiría, pero al menor ruido, aunque venga de la brisa del aire moviendo una hoja seca, haría que abriese los ojos y se pusiera en guardia. Sin embargo, aquella noche estaba de pie en medio de la puerta del cortijo, bien plantado, escudriñando la oscuridad del camino, con las orejas estiradas y arrastrando la cadena de un lado a otro.

–Mira el Lobo –dijo el sargento–. Echa de menos al señorito. No se acostará hasta que lo vea entrar por esa puerta; no está tranquilo. Es el más salvaje de los perros que he conocido, ¡pero al niño no le chista! Aunque éste le haga perrerías tirándole del rabo, de las orejas, liándole la cadena al cuello… A cualquiera que ose hacer eso, el Lobo lo parte en dos de un mordisco. Al niño no le hace nada. Si don Manuel lo soltara…, estoy seguro de que él solito encontraría al niño.

–Mi sargento, está usted hablando como si no fuera a aparecer; es usted muy fatalista. Mañana don Manuel llevará el dinero y se traerá al chiquillo, hombre, no pierda nunca la esperanza.

–¡Ojalá, Pedro!, ¡ojalá que sea como tú dices!

–¿Y el comandante, mi sargento? ¿Dónde está?

–¿El comandante? Se habrá ido con el coche ese, que no sé de dónde lo habrá sacado, pues si fuera del Cuerpo estaría pintado de verde y llevaría el emblema. Ha ido a Ubrique, Cortes y Castellar, para organizar a los guardias civiles de aquella zona y evitar que los bandidos logren escapar si consiguen burlar al Ejército.

–¿Y por qué pone tanto empeño? Quiero decir: todos los días se cometen atracos, robos, asesinatos en un lugar u otro de España, y no envían al Ejército, desplazando a la Guardia Civil, para detener a los culpables de tales hechos.

–¡Ya! Pero eso es distinto: el Gobierno puede admitir que exista un cierto grado de delincuencia, en todo el mundo la hay; pero lo que no puede permitir es que, diez años después de anunciar que la guerra ha terminado y que el enemigo ha sido derrotado, queden grupos de republicanos armados en los montes, esperando la ocasión para atacar. Ya lo intentaron una vez, el año 1944. Aún ahora, por la radio, no cesan de llamar a la gente a la rebelión. Menos mal que son pocos los que tienen aparatos de radio y no pueden escucharlos. Si no tienen ni para comer, ¿cómo se van a comprar un aparato de radio? A los que tienen dinero no les interesa oír su propaganda política: están muy bien como están, y sólo escuchan los concursos de cante y las novelas. Las emisoras de radio sólo están para enseñar y distraer, que para «informar» está Radio Nacional de España, que transmite el «Diario Hablado» dos veces al día –dijo el sargento.

Dentro del cortijo sonaron las siete campanadas en el salón del edificio, en un reloj pendular que se hallaba en un lujoso mueble de caoba. Don Manuel, que se había acostado y actuado como si nada hubiera pasado para no inquietar a su esposa y no había dormido en toda la noche, se levantó de la cama. Echó agua en la palangana del tocador y se lavó la cara; luego abrió una navaja de afeitar y pasó suavemente la hoja sobre el suavizador de cuero, se enjabonó la barba y comenzó a afeitarse.

En otra parte del cortijo, en la sala de los jornaleros, Nicasio también se levantó y también echó agua en una palangana para lavarse. Cuando terminó se fue a la cocina del cortijo, donde una chiquilla de quince años ya había preparado el café; le sirvió una taza al mayoral y otra a cada uno de los guardias. También tostó unas rebanadas de pan del molino y puso una jarrita de aceite de oliva hecho en un cortijo de la zona encima de la mesa. Sacó un plato de manteca de chicharrones, para que eligiesen lo que más les gustase poner sobre las tostadas. Luego, la niña colocó en una bandeja de plata un servicio de café de porcelana de La Cartuja, un plato con un huevo y chorizo fritos, una rebanada de pan y cubiertos de plata. Cogió la bandeja y se la llevó al comedor de don Manuel.

Cuando Nicasio acabó su desayuno se levantó de la mesa y se fue a ensillar los caballos que necesitaba para ir con el amo a encontrarse con los bandoleros en el peñasco de los pajarracos. Los guardias se colocaron en la puerta del cortijo y vieron a don Manuel montar en su caballo. En ese momento dieron las ocho campanadas en el reloj del salón del edificio.

–¿Va usted hacia Algar? –preguntó el sargento para disimular.

–No. Vamos al molino para recoger al niño. Ha pasado allí dos noches, ¡ya está bien!

El sargento observó la cara cansada y los grandes cercos en los ojos de los dos hombres, marcas del sufrimiento y la tensión a la que estaban sometidos. Los vio alejarse, bajando por la senda que los conducía hasta el valle.

–Esos también están pasando lo suyo –dijo con pena el sargento–. Vamos a esperar un rato y los seguiremos desde lejos.

A las ocho y media, el sargento se montó en su caballo y dijo:

–Vámonos, Pedro. ¡Que Dios nos acompañe!

Se montaron e iniciaron la marcha. El perro comenzó a ladrarles, dando saltos y tirones de la cadena con tal fuerza que acabaría lastimándose o rompiéndola. El sargento, al verlo así, se volvió, bajó del caballo y soltó al perro, diciendo:

–¡Corre, Lobo! ¡Búscale tú!

El animal, libre de sus ataduras por primera vez en los últimos dos años, salió lanzado como una bala detrás de su amo.

–A don Manuel no le va a gustar eso –dijo Pedro.

–Ya puestos… ¿Qué más da? ¡De perdidos, al río! –exclamó el sargento.

El Lobo bajaba la vereda disparado y, aunque su amo había salido con media hora de ventaja, lo adelantó antes de que llegase al lugar de la cita con los secuestradores.

–Pero ¿quién ha soltado al perro? –gritó don Manuel–. Lo único que me falta es que el perro esté suelto y que ataque a alguien. ¡Cuando vuelva al cortijo se van a enterar!

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