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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (6 page)

BOOK: La Reina del Sur
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—¿Qué alguien?

—No me chingue. Alguien.

El cuatro, siguió contando el
Batman
Güemes, se lo tendieron en la misma pista de aterrizaje, a las seis de la tarde —la precisión de la hora habría ido bien para ese corrido que el Güero deseaba y que el difunto Chalino Sánchez nunca compuso—, cerca de un lugar de la sierra conocido como el Espinazo del Diablo. La pista tenía sólo trescientos doce metros, y el Güero, que la sobrevoló sin ver nada sospechoso, acababa de dejarse caer con los flaps de su Cessna 172R en la última muesca, sonando la chicharra de pérdida, casi tan vertical como si descendiera en paracaídas, y rodaba el primer trecho a una velocidad de cuarenta nudos cuando vio dos trocas y gente que no debía estar allí camuflada bajo los árboles. Así que en vez de usar los frenos dio gas, acelerando, y tiró de la palanca. Quizá lo hubiera conseguido, y alguien dijo luego que cuando empezaron a dispararle cargadores enteros de Errequinces y cuernos de chivo ya había logrado levantar las ruedas del suelo. Pero todo aquel plomo era mucho lastre, y la Cessna fue a estrellarse cosa de cien pasos más allá del final de la pista. Cuando llegaron hasta él, el Güero aún estaba vivo entre los restos retorcidos de la cabina: tenía la cara ensangrentada, la mandíbula rota de un balazo, y los huesos astillados le asomaban fuera de las extremidades, aunque respiraba débil. Ya no iba a durar mucho, pero las instrucciones eran matarlo despacio. Así que sacaron la droga de la avioneta y luego, como en las películas, le echaron un Zippo ardiendo a la gasolina de 100 octanos que chorreaba del depósito roto. Fluoossss. La verdad es que el Güero ya casi ni se enteró de nada.

Cuando se vive torcido, repitió César
Batman
Güemes, no hay otra que trabajar derecho. Esta vez lo dijo a modo de conclusión, en tono pensativo, dejando el plato vacío sobre la mesa. Luego chasqueó la lengua, dio cuenta del resto de la cerveza y miró la etiqueta amarilla donde ponía Cervecería del Pacífico S. A. Todo el tiempo había estado hablando como si la historia que acababa de contarme nada tuviera que ver con él, y fuese algo oído por aquí y por allá. Algo del dominio público. Y supuse que lo era.

—¿Qué hay de Teresa Mendoza? —aventuré.

Me miró receloso tras sus lentes, inquiriendo sin palabras qué hay de qué. Pregunté sin rodeos si ella estaba implicada en las maniobras del Güero y negó sin dudarlo. Ni hablar, dijo. En aquellos tiempos era una de tantas: jovencita, callada. La chava de un narco. Con la diferencia de que no se teñía el pelo de güera y que tampoco era de las buchonas a las que les gusta aparentar. En cuanto a lo otro, añadió, aquí las hembras suelen ocuparse de sus asuntos: peluquería, telenovelas, Juan Gabriel y música norteña, compras de tres mil dólares en Sercha's y en Coppel, donde su crédito vale más que el dinero. Ya sabe. Reposo del guerrero. Habría oído cosas, claro. Pero nada tenía que ver con las transas de su hombre.

—¿Por qué ir a por ella, entonces?

—A mí qué me pregunta.

De pronto estaba serio, y otra vez temí que acabara la conversación. Pero al rato encogió los hombros. Aquí hay reglas, comentó. Uno no las elige, sino que se las encuentra hechas cuando entra. Todo es cuestión de reputación y de respeto. Igual que los escualos. Si flojeas o sangras, los demás te vienen encima. Esto es hacer un pacto con la muerte y la vida: equis años como un señor. Digan lo que digan, el dinero sucio quita el hambre lo mismo que el limpio. Además, proporciona lujo, música, vino y mujeres. Luego te mueres pronto, y en paz. Pocos narcos se jubilan, y la salida natural es la cárcel o el panteón; salvo los muy suertudos o muy listos que saben desmontar a tiempo, como Epifanio Vargas, por ejemplo, que se voló la barda comprando media Sinaloa y matando a la otra media, después se metió a farmacéutico y ahora anda en política. Pero eso es lo raro. Aquí la raza desconfía de quien llevando mucho tiempo en el negocio sigue en activo.

—¿En activo?

—Vivo.

Me dejó meditarlo tres segundos. Dicen, añadió después, los que saben y andan en la chamba —recalcaba mucho el
dicen
y el
los
—, que incluso si eres bueno y derecho en tu trabajo, muy serio y cumplidor, terminas mal. La raza viene, entra fácil, te prefiere a otros, subes sin querer, y entonces los competidores van a por ti. Por eso cualquier paso en falso se paga caro. Y encima, cuanta más gente quieres o tienes, más vulnerable te vuelves. Ahí está el caso de otro güero famoso, con corridos, Héctor Palma, a quien un antiguo socio, por desacuerdos, secuestró y torturó a la familia, cuentan, y el día de su cumpleaños le mandó por correo una caja con la cabeza de su esposa. Japibirdi tu-yú. Cuando se vive en el filo de la navaja nadie puede permitirse olvidar las reglas. Fueron las reglas las que sentenciaron al Güero Dávila. Y era un buen tipo, le doy mi palabra. Gallo fino. Requetebién raza, el compa. Valiente de los que se rifan el alma y mueren donde quieras. Algo bocón y ambicioso, como vio, pero nada diferente de lo mejor que hay por aquí. No sé si me comprende. En cuanto a Teresa Mendoza, era su mujer. Inocente o no, las reglas también la incluían a ella.

Santa Virgencita. Santo Patrón. La pequeña capilla de Malverde estaba en sombras. Sólo un farolito relucía sobre el pórtico, abierto a cualquier hora del día o de la noche, y por las ventanas se filtraba la luz rojiza de algunas velas encendidas ante el altar. Teresa llevaba mucho rato inmóvil en la oscuridad, oculta junto a la tapia que separaba la desierta calle Insurgentes de las vías del ferrocarril y el canal. Intentaba rezar y no podía; otras cosas ocupaban su cabeza. Había tardado mucho en decidirse a hacer la llamada telefónica. Calculando las posibilidades. Después anduvo hasta allí observando con mucha cautela los alrededores, y ahora aguardaba, la brasa de un cigarrillo oculta en el hueco de la mano. Media hora, había dicho don Epifanio Vargas. Teresa no llevaba reloj, y le era imposible calcular el tiempo transcurrido. Sintió un vacío en el estómago y procuró apagar el cigarrillo a toda prisa cuando un coche de judiciales pasó lento, en dirección al bulevar Zapata: siluetas oscuras de dos patrulleros en los asientos de delante, el rostro de la derecha iluminado apenas, visto y no visto, por la lucecita de la capilla.

Teresa retrocedió en busca de más oscuridad. No era sólo que estuviese fuera de la ley. En Sinaloa, como en el resto de México, desde el patrullero en busca de mordida —chamarra cerrada para que no vieras el número de placa—, hasta el superior que cada mes recibía un fajo de dólares del narcotráfico, tratar con la ley era a veces meterse en la boca del lobo.

Aquel rezo inútil que nunca terminaba. Santa Virgencita. Santo Patrón. Lo había empezado seis o siete veces, sin acabarlo ninguna. La capilla del bandido Malverde le traía demasiados recuerdos vinculados al Güero Davila. Tal vez por eso, cuando don Epifanio Vargas accedió por teléfono a la cita, ella dijo el nombre de ese lugar, casi sin pensarlo. Al principio don Epifanio propuso que fuera hasta la colonia Chapultepec, cerca de su casa; pero eso suponía cruzar la ciudad y un puente sobre el Tamázula. Demasiado riesgo. Y aunque no mencionó ningún detalle de lo ocurrido, sólo que estaba huyendo y que el Güero le había dicho que se pusiera en contacto con don Epifanio, éste comprendió que las cosas andaban mal, o peor. Quiso tranquilizarla: no te preocupes, Teresita, nos vemos, no te agites y no te muevas. Ocúltate y dime dónde. Siempre la llamaba Teresita cuando se la encontraba con el Güero por el malecón, en los restaurantes playeros de Altata, en una fiesta o comiendo callo de hacha, ceviche de camarón y jaiba rellena los domingos, en Los Arcos. La llamaba Teresita y le daba un beso y hasta la había presentado a su mujer y a sus hijos, una vez. Y aunque don Epifanio era hombre inteligente y de poder, con más lana de la que el Güero habría juntado en toda su vida, siempre era amable con él, y lo seguía llamando ahijado como en los viejos tiempos; y en una ocasión, por Navidad, la primera que Teresa pasó de novia, don Epifanio llegó a mandarle unas flores y una esmeraldita colombiana muy linda con cadena de oro, y un fajo con diez mil dólares para que le regalase algo a su hombre, una sorpresa, y con el resto se comprara ella lo que quisiera. Por eso Teresa lo había telefoneado esa noche, y guardaba para él aquella agenda del Güero que le quemaba encima, y esperaba quieta en la oscuridad a unos pasos de la capilla de Malverde. Santa Virgencita, santo Patrón. Porque sólo de don Epi puedes fiarte, aseguraba el Güero. Es un hombre cabal y un caballero, fue un buen chaca y además es mi padrino. Pinche Güero. Eso había dicho antes de que todo se fuera a la chingada y sonara aquel teléfono que no debió sonar nunca, y ella se viera como se veía. Y ojalá, murmuró, ardas en el infierno. Cabrón. Por ponerme en la quema como me pones. Ahora sabía que no podía fiarse de nadie; ni siquiera de don Epifanio. Por eso lo había citado allí, sin pensarlo casi, aunque en el fondo pensándolo. La capilla era un sitio tranquilo, al que podía llegar oculta entre las vías del tren que iba por la orilla del canal, y vigilar la calle a un lado y a otro por si el hombre que la llamaba Teresita y le regaló diez mil dólares y una esmeralda en Navidad no venía solo, o el Güero había fallado en sus cálculos, o a ella se le iba el temple y —en el mejor de los casos, si podía— echaba a correr de nuevo.

Luchó con la tentación de encender otro cigarrillo. Santa Virgencita. Santo Patrón. A través de las ventanas podía ver las velas que alumbraban dentro de la capilla. El santo Malverde había sido en vida mortal Jesús Malverde, el buen bandido que robaba a los ricos, decían, para ayudar a los pobres. Los curas y la autoridad nunca lo reconocieron santo; pero los curas y la autoridad no tenían ni idea de esas cosas, y el pueblo lo canonizó por cuenta propia. Tras su ejecución, el Gobierno había ordenado que no se diera sepultura al cuerpo, para escarmiento; pero la gente que pasaba junto al lugar iba poniendo piedras, una sola cada vez para no incumplir, hasta que de esa manera se le dio tierra cristiana, y luego se hizo la capilla y lo demás. Entre la raza pesada de Culiacán y todo Sinaloa, Malverde era más popular y milagroso que el propio Diosito o la Señora de Guadalupe. La capilla estaba llena de placas y exvotos agradeciendo los milagros: pelo de plebito por un parto feliz, camarones en alcohol por una buena pesca, fotos, estampas. Pero sobre todo el santo Malverde era patrón de los narcos sinaloenses, que acudían para encomendarse y dar gracias, con donativos y placas grabadas o escritas a mano después de cada retorno feliz y cada negocio provechoso.
Gracias patroncito por sacarme de presidio
, podía leerse, pegado a la pared junto a la imagen del santo —moreno, bigotudo, vestido de blanco y con elegante mascada negra al cuello—, o
Gracias por aqueyo que tú sabes
. Los tipos más duros, los peores criminales del llano y de la sierra, llevaban su foto en cinturones, escapularios, gorras de béisbol y coches, lo nombraban persignándose, y muchas madres acudían a rezar a la capilla cuando sus hijos hacían el primer viaje o andaban en la cárcel o en algo gacho. Había gatilleros que pegaban la estampa de Malverde en las cachas de la pistola o en la culata del cuerno de chivo. E incluso el Güero Dávila, que decía no creer en esas cosas, llevaba en el tablero de mandos de la avioneta una foto del santo enmarcada en cuero, con la oración
Dios vendiga mi camino y permita mi regreso
: tal cual, con falta de ortografía incluida. Teresa se la había comprado al santero de la capilla luego que durante algún tiempo, al principio, estuvo acudiendo allí a escondidas, a encender velas cuando el Güero pasaba días sin volver a casa. Hizo eso hasta que él se enteró, prohibiéndoselo. Supersticiones idiotas, prietita. Chale. No me gusta que mi mujer haga el ridículo. Pero el día que ella le llevó la foto con la oración, no dijo nada, ni se burló siquiera, y la puso en el tablero de la Cessna.

Cuando los faros se apagaron después de iluminar la capilla con dos ráfagas largas, Teresa ya apuntaba la Doble Águila hacia el coche. Tenía miedo, pero eso no le impedía sopesar los pros y los contras, calibrando las apariencias bajo las que el peligro podía presentarse. Su cabeza, habían descubierto tiempo atrás quienes la emplearon de cambista frente al mercadito Buelna, era muy dotada para el cálculo: A + B igual a X, más Z probabilidades hacia adelante y hacia atrás, multiplicaciones, divisiones, sumas y restas. Y eso la ponía otra vez ante La Situación. Habían transcurrido al menos cinco horas desde que sonó el teléfono en la casa de Las Quintas, y un par de ellas desde el primer disparo en la cara del Gato Fierros. Pagada la cuota de horror, de desconcierto, ahora todos los recursos de su instinto y su inteligencia estaban entregados a mantenerla viva. Por eso no le temblaba la mano. Por eso quería rezar, sin conseguirlo, y en cambio recordaba con absoluta precisión que había quemado cinco balas, que le quedaban una en la recámara y diez en el cargador, que el retroceso de la Doble Águila era muy fuerte para ella, y que la próxima vez debía apuntar algo más abajo del blanco si no quería fallar el tiro; con la mano izquierda no bajo la culata, como en las películas, sino encima de la muñeca derecha, afirmándola a cada disparo. Aquélla era la última oportunidad, y lo sabia. Que su corazón latiera despacio, que la sangre circulara tranquila y los sentidos anduvieran alerta, marcaría la diferencia entre estar viva o estar en el piso una hora más tarde. Por eso se había dado un par de pericazos rápidos del paquete que llevaba en la bolsa. Y por eso, cuando llegó la Suburban blanca, había apartado instintivamente los ojos de la luz para no deslumbrarse; y ahora miraba de nuevo por encima del arma, un dedo en el gatillo, retenido el aliento, atenta al primer indicio de que algo anduviese cabrón. Lista para disparar contra cualquiera.

Sonaron las portezuelas. Contuvo el aliento. Una, dos, tres. Híjole. Tres siluetas masculinas de pie junto al coche, iluminadas en contraluz por las farolas de la calle. Elegir. Había creído estar a salvo de eso, al margen, mientras alguien lo hacía por ella. Tú tranquila, prietita —aquello era al principio—. Limítate a quererme, y yo me ocupo. Era dulce y cómodo. Era engañosamente seguro despertarse de noche y escuchar la respiración tranquila del Hombre. Ni siquiera el miedo existía entonces; porque el miedo es hijo de la imaginación, y allí sólo había horas felices que pasaban como un bolero bonito o el agua mansa. Y era fácil la trampa: su risa cuando la abrazaba, los labios al recorrer su piel, la boca susurrando palabras tiernas o atrevidas bien requeteabajo, entre sus muslos, muy cerca y bien adentro, como si fuera a quedarse allá para siempre —si vivía lo bastante para olvidar, aquella boca sería lo último que ella olvidaría—. Pero nadie se queda para siempre. Nadie está a salvo, y toda seguridad es peligrosa. De pronto despiertas con la evidencia de que resulta imposible sustraerse a la mera vida; de que la existencia es camino, y que caminar implica elección continua. O esto o lo otro. Con quién vives, a quién amas, a quién matas. Quién te mata. Queriendo o sin querer, cada cual recorre sus propios pasos. La Situación. A fin de cuentas, elegir. Tras dudar un instante, apuntó la pistola hacia la más corpulenta y grande de las tres siluetas masculinas. Resultaba mejor blanco, y además era el jefe.

BOOK: La Reina del Sur
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