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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (8 page)

BOOK: La Reina del Sur
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—No —dijo ella—. El Güero no era un buen tipo. Era un hijo de su pinche madre.

3. Cuando los años pasen

—Ella no era nadie —dijo Manolo Céspedes.

—Explícame eso.

Acabo de hacerlo —mi interlocutor me apuntaba con dos dedos entre los que sostenía un cigarrillo—. Nadie significa nadie. Una paria. Llegó con lo puesto, como quien busca enterrarse en un agujero… Todo fue casualidad.

—También algo más. Era una chica lista.

—¿Y qué?… Conozco a muchas chicas listas que han terminado en una esquina.

Miró a uno y otro lado de la calle, como si buscara algún ejemplo que mostrarme. Estábamos sentados bajo la marquesina de la terraza de la cafetería California, en Melilla. Un sol africano, cenital, amarilleaba las fachadas modernistas de la avenida Juan Carlos I. Era la hora del aperitivo, y las aceras y terrazas rebosaban de paseantes, ociosos, vendedores de lotería y limpiabotas. La indumentaria europea se mezclaba con yihabs y chilabas morunas, acentuando el ambiente de tierra fronteriza, a caballo entre dos continentes y varias culturas. Al fondo, donde la plaza de España y el monumento a los muertos en la guerra colonial de 1921 —un joven soldado de bronce con el rostro vuelto hacia Marruecos—, las copas de las palmeras anunciaban la proximidad del Mediterráneo.

—Yo no la conocí entonces —prosiguió Céspedes—. En realidad ni me acuerdo de ella. Una cara detrás de la barra del Yamila, a lo mejor. O ni eso. Sólo mucho después, al oír cosas aquí y allá, terminé asociándola con la otra Teresa Mendoza… Ya te lo he dicho. En aquella época no era nadie.

Ex comisario de policía, ex jefe de seguridad de La Moncloa, ex delegado del Gobierno en Melilla: a Manolo Céspedes el azar y la vida lo habían hecho todo eso; pero lo mismo podía haber sido torero templado y sabio, gitano guasón, pirata bereber o astuto diplomático rifeño. Era un viejo zorro, moreno, enjuto como un legionario grifota, con mucha experiencia y mucha mano izquierda. Nos habíamos conocido dos décadas atrás, durante una época de violentos incidentes entre las comunidades europea y musulmana, que pusieron a Melilla en primera plana de los periódicos cuando yo me ganaba el jornal escribiendo en ellos. Y por aquel tiempo, melillense de nacimiento y máxima autoridad civil en el enclave norteafricano, Céspedes ya conocía a todo el mundo: iba de copas al bar de oficiales del Tercio, controlaba una eficaz red de informadores a ambos lados de la frontera, cenaba con el gobernador de Nador y tenía en nómina lo mismo a mendigos callejeros que a miembros de la Gendarmería Real marroquí. Nuestra amistad databa de entonces: largas charlas, cordero con especias morunas, ginebras con tónica hasta altas horas de la madrugada. Hoy por ti, mañana por mí. Ahora, jubilado de su cargo oficial, Céspedes envejecía aburrido y pacífico, dedicado a la política local, a su mujer, a sus hijos y al aperitivo de las doce. Mi visita alteraba felizmente su rutina diaria.

—Te digo que todo fue casualidad —insistió—. Y en su caso, la casualidad se llamaba Santiago Fisterra.

Me quedé con el vaso a medio camino, contenido el aliento.

—¿Santiago López Fisterra?

—Claro —Céspedes chupaba el cigarrillo, valorando mi interés —. El gallego.

Solté aire despacio, bebí un poco y me recosté en la silla, satisfecho como quien recobra un rastro perdido, mientras Céspedes sonreía calculando en qué estado situaba eso el balance de nuestra vieja asociación de favores mutuos. Aquel nombre me había llevado hasta allí, en busca de cierto período oscuro en la biografía de Teresa Mendoza. Hasta ese día en la terraza del California, yo sólo contaba con testimonios dudosos y conjeturas. Pudo ocurrir esto. Dicen que pasó aquello. A alguien le habían dicho, o alguien creía saber. Rumores. De lo demás, lo concreto, en los archivos de inmigración del ministerio del Interior sólo figuraba una fecha de entrada —vía aérea, Iberia, aeropuerto de Barajas, Madrid— con el nombre auténtico de Teresa Mendoza Chávez. Luego el rastro oficial parecía perderse durante dos años, hasta que la ficha policial 8653690FA/42, que incluía huellas dactilares, una foto de frente y otra de perfil, clausuraba esa etapa de la vida que yo intentaba reconstruir, y permitía seguirle mejor los pasos a partir de entonces. La ficha era de las antiguas que se hacían en cartulina hasta que la policía española informatizó sus documentos. La había tenido ante mis ojos una semana atrás, en la comisaría de Algeciras, gracias a la gestión de otro antiguo amigo: el comisario jefe de Torremolinos, Pepe Cabrera. Entre la escueta información consignada al dorso figuraban dos nombres: el de un individuo y el de una ciudad. El individuo se llamaba Santiago López Fisterra. La ciudad era Melilla.

Aquella tarde hicimos dos visitas. Una fue breve, triste y poco útil, aunque sirvió para añadir un nombre y un rostro a los personajes de esta historia. Frente al club náutico, al pie de las murallas medievales de la ciudad vieja, Céspedes me señaló a un hombre escuálido, de pelo ceniciento y escaso, que vigilaba los coches a cambio de unas monedas. Estaba sentado en el suelo junto a un noray, mirando el agua sucia bajo el muelle. De lejos lo tomé por alguien mayor, maltratado por el tiempo y la vida; pero al acercarnos comprobé que no debía de tener cuarenta años. Vestía un pantalón remendado y viejo, camiseta blanca insólitamente limpia e inmundas zapatillas de deporte. El sol y la intemperie no bastaban para ocultar el tono grisáceo, mate, de su piel envejecida, cubierta de manchas y con profundas oquedades en las sienes. Le faltaba la mitad de los dientes, y pensé que se parecía a esos despojos que la resaca del mar arroja a las playas y los puertos.

—Se llama Veiga —me dijo Céspedes al acercarnos—. Y conoció a Teresa Mendoza.

Sin detenerse a observar mi reacción dijo hola, Veiga, cómo te va, y luego le dio un pitillo y fuego. No hubo presentaciones ni otros comentarios, y estuvimos allí un rato, callados, mirando el agua, los pesqueros amarrados, el antiguo cargadero de mineral al otro lado de la dársena y las espantosas torres gemelas construidas para conmemorar el quinto centenario de la conquista española de la ciudad. Vi costras y marcas en los brazos y las manos del hombre. Se había levantado para encender el cigarrillo, torpe, balbuceando palabras confusas de agradecimiento. Olía a vino rancio y a miseria rancia. Cojeaba.

—Pregúntale, si quieres —apuntó al fin Céspedes.

Dudé un instante y después pronuncié el nombre de Teresa Mendoza. Pero no detecté en su rostro ni reconocimiento ni memoria. Tampoco tuve más suerte al mencionar a Santiago Fisterra. El tal Veiga, o lo que quedaba de él, se había vuelto de nuevo hacia el agua grasienta del muelle. Acuérdate, hombre, le dijo Céspedes. Este amigo mío ha venido para hablar contigo. No digas que no te acuerdas de Teresa y de tu socio. No me hagas ese feo. ¿Vale?… Pero el otro seguía sin responder; y cuando Céspedes insistió otra vez, lo más que logró fue que se rascase los brazos antes de mirarnos entre desconcertado e indiferente. Y esa mirada turbia, lejana, con pupilas tan dilatadas que ocupaban la totalidad del iris, parecía deslizarse por las personas y las cosas desde un lugar sin camino de vuelta.

—Era el otro gallego —dijo Céspedes cuando nos alejamos—. El marinero de Santiago Fisterra… Nueve años en una cárcel marroquí lo dejaron así.

Anochecía cuando hicimos la segunda visita. Céspedes lo presentó como Dris Larbi —mi amigo Dris, dijo mientras le palmeaba la espalda—, y me vi ante un rifeño de nacionalidad española que hablaba un castellano perfecto. Lo encontramos en el barrio del Hipódromo delante del Yamila, uno de los tres locales nocturnos que regentaba en la ciudad —más tarde supe eso y algunas cosas más—, cuando salía de un lujoso Mercedes de dos plazas: mediana estatura, pelo muy rizado y negro, barba recortada con esmero. Manos de las que aprietan la tuya con precaución para comprobar qué traes en ella. Mi amigo Dris, repitió Céspedes; y por la forma en que el otro lo miraba, cauta y deferente a un tiempo, me pregunté qué detalles biográficos del rifeño justificaban aquel prudente respeto hacia el ex delegado gubernativo. Mi amigo Fulano —era mi turno—. Investiga la vida de Teresa Mendoza. Céspedes lo dijo así, a bocajarro, cuando el otro me daba la mano derecha y tenía la izquierda con las llaves electrónicas apuntando hacia el coche, y los intermitentes de éste, yiu, yiu, yiu, destellaban al activarse la alarma. Entonces el tal Dris Larbi me estudió con mucho detenimiento y mucho silencio, hasta el punto de que Céspedes se echó a reír.

—Tranquilo —dijo—. No es un policía.

El ruido de cristal roto hizo que Teresa Mendoza frunciera el ceño. Era el segundo vaso que los de la mesa cuatro rompían aquella noche. Cambió una mirada con Ahmed, el camarero, y éste se encaminó allí con un recogedor y una escoba, taciturno como siempre, la pajarita negra bailándole holgada bajo la nuez. Las luces que giraban sobre la pequeña pista vacía deslizaban rombos luminosos por su chaleco rayado. Teresa revisó la cuenta de un cliente que estaba al extremo de la barra, muy animado con dos de las chicas. El individuo llevaba allí un par de horas y la cifra era respetable: cinco White Label con hielo y agua para él, ocho benjamines para las chicas —la mayor parte de los benjamines había sido hecha desaparecer discretamente por Ahmed con el pretexto de cambiar las copas—. Faltaban veinte minutos para cerrar, y Teresa escuchaba, sin proponérselo, el diálogo habitual. Os espero fuera. Una o las dos. Mejor las dos. Etcétera. Dris Larbi, el jefe, era inflexible en cuanto a la moral oficial del asunto. Aquello era un bar de copas, y punto. Fuera de horas laborales, las chicas eran libres. O lo eran en principio, pues el control resultaba estricto: cincuenta por ciento para la empresa, cincuenta por ciento para la interesada. Viajes y fiestas organizadas aparte, donde las normas se modificaban según con quién, cómo y dónde. Yo soy un empresario, solía decir Dris. No un simple chulo de putas.

Martes de mayo, casi a fin de mes. No era una noche animada. En la pista vacía, Julio Iglesias cantaba para nadie en particular. Caballero de fina estampa, decía la letra. Teresa movía los labios en silencio, siguiendo la canción, atenta a su papel y su bolígrafo a la luz de la lámpara que iluminaba la caja. Una noche chuequita, comprobó. Casi mala. Muy diferente de los viernes y sábados, cuando había que traer chicas de otros locales porque el Yamila se llenaba: funcionarios, comerciantes, marroquíes adinerados del otro lado de la frontera, militares de la guarnición. Nivel medio razonable, poca raza pesada salvo la inevitable. Chavas limpias y jóvenes, de buen aspecto, renovadas cada seis meses, reclutadas por Dris en Marruecos, en los barrios marginales melillenses, alguna europea de la Península. Pago puntual —la delicadeza del detalle— a leyes y autoridades competentes para que vivieran y dejaran vivir. Copas gratis al subcomisario de policía y a los inspectores de paisano. Local ejemplar, permisos gubernativos en regla. Pocos problemas. Nada que Teresa no conociera de sobra, multiplicado hasta el infinito, en su todavía reciente memoria mejicana. La diferencia era que aquí la gente, aunque más ruda de modales y menos cortés, no se fajaba a plomazos y todo se hacía con mucha mano izquierda. Incluso —a eso tardó en acostumbrarse— había gente que no se dejaba sobornar en absoluto. Usted se equivoca, señorita. O en versión áspera, tan española: hágame el favor de meterse eso por el culo. Lo cierto es que aquello hacía la vida difícil, a veces. Pero a menudo la facilitaba. Relajaba mucho no tenerle miedo a un policía. O no tenerle todo el tiempo miedo.

Ahmed volvió con su recogedor y su escoba, pasó a este lado de la barra y se puso a charlar con las tres chicas que estaban libres. Cling. De la mesa de los vasos rotos llegaban risas y brindis, chocar de copas. Ahmed tranquilizó a Teresa con un guiño. Todo en regla por allí. Aquella cuenta iba a ser pesada, comprobó echando un vistazo a las notas que tenía junto a la caja registradora. Hombres de negocios españoles y marroquíes, celebrando algún acuerdo: chaquetas en los respaldos de los asientos, cuellos de camisa abiertos, corbatas en los bolsillos. Cuatro hombres maduros y cuatro chicas. El presunto Moët Chandon desaparecía rápido en las cubetas de hielo: cinco botellas, y caería otra antes de cerrar. Las chicas —dos moras, una hebrea, una española— eran jóvenes y profesionales. Dris nunca se acostaba con las empleadas —donde tienes la olla, decía, no metas la polla—, pero a veces mandaba a amigos suyos a modo de inspectores laborales. Primera calidad, alardeaba luego. En mis locales, sólo primera calidad. Si el informe resultaba negativo, nunca las maltrataba. Se limitaba a echarlas, y punto. Rescisión. No eran chicas lo que faltaba en Melilla, con la inmigración ilegal, y la crisis, y todo aquello. Alguna soñaba con viajar a la Península, ser modelo y triunfar en la tele; pero la mayoría se conformaba con un permiso de trabajo y una residencia legal.

Habían transcurrido poco más de seis meses desde la conversación que Teresa Mendoza mantuvo con don Epifanio Vargas en la capilla del santo Malverde, en Culiacán, Sinaloa, la noche del día en que sonó el teléfono y ella echó a correr, y no dejó de hacerlo hasta que llegó a una extraña ciudad cuyo nombre nunca oyó antes. Pero de eso se daba cuenta sólo cuando consultaba el calendario. Al mirar atrás, la mayor parte del tiempo que llevaba en Melilla parecía estancado. Lo mismo podía tratarse de seis meses que de seis años. Aquél fue su destino igual que pudo serlo cualquier otro, cuando, recién llegada a Madrid, alojada en una pensión de la plaza de Atocha con sólo una bolsa de mano como equipaje, se entrevistó con el contacto que le había facilitado don Epifanio Vargas. Para su decepción, nada podían ofrecerle allí. Si deseaba un lugar discreto, lejos de tropiezos desagradables, y también un trabajo para justificar la residencia hasta que arreglase los papeles de su doble nacionalidad —el padre español al que apenas conoció iba a servirle por primera vez para algo—, Teresa tenía que viajar de nuevo. El contacto, un hombre joven, apresurado y de pocas palabras, con quien se reunió en la cafetería Nebraska de la Gran Vía, no planteaba más que dos opciones: Galicia o el sur de España. Cara o cruz, lo tomas o lo dejas. Teresa preguntó si en Galicia llovía mucho y el otro sonrió un poco, lo justo —fue la primera vez que lo hizo en toda la conversación— y respondió que sí. Llueve de cojones, dijo. Entonces Teresa decidió que iría al sur; y el hombre sacó un teléfono móvil y se fue a otra mesa a hablar un rato. Al poco estaba de vuelta para apuntar en una servilleta de papel un nombre, un número de teléfono y una ciudad. Tienes vuelos directos desde Madrid, explicó dándole el papel. O desde Málaga. Hasta allí, trenes y autobuses. De Málaga y Almería también salen barcos. Y al darse cuenta de que ella lo miraba desconcertada por lo de los barcos y los aviones, sonrió por segunda y última vez antes de explicarle que el lugar al que iba era España pero estaba en el norte de África, a sesenta o setenta kilómetros del litoral andaluz, cerca del Estrecho de Gibraltar. Ceuta y Melilla, explicó, son ciudades españolas en la costa marroquí. Después le dejó encima de la mesa un sobre con dinero, pagó la cuenta, se puso en pie y le deseó buena suerte. Dijo eso, buena suerte, y ya se iba cuando Teresa quiso, agradecida, decirle cómo se llamaba, y el hombre la interrumpió diciéndole que no quería saber cómo se llamaba, ni le importaba en absoluto. Que él sólo cumplía con amigos mejicanos al facilitarle aquello. Que aprovechara bien el dinero que acababa de darle. Y que cuando se le acabase y necesitara más, añadió en tono objetivo y sin aparente intención de ofender, siempre podría utilizar el coño. Ésa, dijo a modo de despedida —parecía que lamentase no disponer él de uno propio—, es la ventaja que tenéis las mujeres.

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