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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

La séptima mujer (20 page)

BOOK: La séptima mujer
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—Sylvie, soy Nico.

—¡¿Nico?! ¿Qué te pasa para llamar a semejante hora? ¡Seguro que no es por mí! Deja que lo adivine… Apuesto que es por tu hijo. Te preocupas, es normal, teniendo en cuenta lo mala madre que soy.

—¡Sylvie, para! Empiezo a estar más que harto de tener que arreglar vuestros pequeños problemas cotidianos. ¡Tengo otras cosas que hacer, créeme!

—¡Oh! Sí, perdón, señor jefe de división. ¡Olvidaba la importancia de su trabajo para la seguridad de este país!

—No la tomes conmigo. Te llamo porque sé que últimamente no te encuentras muy centrada, y tus palabras lo confirman. Debería haberme dado cuenta antes. ¿Qué te ocurre, Sylvie? ¿No estás bien?

—¿Si no estoy bien? ¡Mierda, joder! Claro que sí, la vida es magnífica, ¿no se nota?

Nico cerró los ojos y se frotó la cara con un gesto cansino. Así que las sospechas de su madre y de Dimitri eran fundadas. Experimentó una gran tristeza por su ex mujer. ¿Cómo ayudarla a superar esa prueba? Era cierto que ya no sentía gran cosa por ella, pero de todas formas era la madre de su hijo, y estaba decidido a tenerlo en cuenta a pesar de su exasperación y de las preocupaciones actuales. Sin embargo, deseaba pensar por fin en sí mismo, reconstruir su vida y no tener que soportar más la carga que representaba.

—Sylvie —murmuró—, ¿estás realmente tan mal?

—¡Sí! —soltó con un grito casi inhumano—. Necesito distanciarme, Nico. Me estoy hundiendo y no encuentro nada a lo que agarrarme.

—Tu hijo…

—Sólo piensa en ti, ¿por qué no lo admites de una vez? ¡Ya no sé qué debo hacer o decir!

—¿Cuál es la solución?

—Que se quede contigo.

—¿Y qué va a ser de ti?

—Tengo que cuidarme. Estoy con antidepresivos de día, con somníferos por la noche; no consigo salir adelante. Ya no tengo fuerzas para ocuparme de él. Ya ni siquiera soporto verlo por las mañanas cuando consigo levantarme. Porque te veo a ti, Nico. Tengo que arreglar eso. Dame tiempo… Y no me digas que la idea de quedarte con tu hijo te supone un trastorno.

—He conocido a alguien, sabes…

No obtuvo ninguna respuesta, sólo la respiración ronca de Sylvie, luego un sollozo ahogado. Una mano liviana se posó en su hombro. Nico abrió por fin los ojos. Caroline estaba de pie muy cerca de él. Apoyó la frente en su vientre y la mano de la joven se perdió en su cabello.

—Sylvie…

—¿Es algo serio?

—Sí.

—El gran Nico ha sucumbido. Estás enamorado… Debe ser extraordinaria…

—Lo es.

—Bien. Llevaré a Dimitri a tu casa en el transcurso del día. ¿Podrás decirle a tu poli que se quede con él hasta que vuelvas? Me refiero a ese policía que tenemos que llevar pegado al culo por no sé qué razón.

—De acuerdo. Aunque seguirás bajo vigilancia policial hasta el final de la investigación.

—Haz lo que quieras. Pero que no se meta en mis asuntos, no es el momento. Creo que ya nos lo hemos dicho todo. Te llamaré cuando me encuentre mejor.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Nada, sobre todo nada. Eres la última persona con la que debo contar. Hasta uno de estos días, Nico.

—Buena suerte, Sylvie.

Ella colgó primero. Un episodio de su vida estaba a punto de cerrarse. Tiernamente, atrajo a Caroline hacia él.

—Bésame —murmuró.

Ella obedeció. La estrechó entre sus brazos y olvidó el mundo que los rodeaba.

No había logrado dormir. Mal presagio. Ya no conseguía controlar el alud de sus pensamientos. Necesitaba, una y otra vez, matar. ¿Cómo explicarlo? Había leído tanto sobre el tema, preguntado la opinión de los psiquiatras más eminentes: era la consecuencia de un profundo sentimiento de exclusión, de la acumulación de traumas sufridos en su infancia. La mala influencia de sus padres estaba en el origen: un padre ausente y una madre dominadora, incluso castradora, que había elevado a su hijo único al rango de compañero. Bla-bla-blá… Tonterías. Aceptarse tal como era, transigir con sus impulsos, no había nada más que hacer. Le gustaba matar, daban igual las razones, y continuaría haciéndolo. Desafiar a Nico Sirsky, golpearlo en lo que más quería aportaba emoción a los acontecimientos. Esa basura no sería más que la sombra de sí mismo. Porque conocía su punto débil…

Su beso fue interrumpido por el timbre del teléfono. Nico ya no tenía la mente muy clara. Caroline se liberó de su abrazo y regresó al sillón al otro lado del despacho.

—¿Nico? Soy Kriven. Acaba de pasar algo que es de locos. Han introducido una nueva ficha médica en el ordenador de Perrin.

—¡Por todos los santos! ¿La de la quinta víctima?

—¡En absoluto!

—Explícate, David.

—¡Tu ficha, Nico! La que te hicieron en el hospital Saint-Antoine…

La quinta víctima
15

Sintió cómo se le helaba la sangre. Su nivel de adrenalina subió de repente, acelerando los latidos de su corazón.

—¿De qué hablas? —acabó preguntando.

—Tu visita al hospital, el nombre del médico, tu fibroscopia, los resultados… Está todo —respondió Kriven.

—¡Es imposible!

—Según Gamby, entrar en la red del hospital es un juego de niños. Salvo que era necesario que nuestro hombre supiera la hora del reconocimiento.

—¿Pero a qué viene eso? Aparte de provocarme con total desfachatez, de demostrarme que conoce mi vida y milagros…

—No lo sé. Pero sin duda quiere decirte algo.

—¿Gamby ha podido descubrir la fuente?

—No, imagínate. Se está volviendo loco. No lo consigue, no hay forma.

—O sea, que el tipo es un genio…

—Eso seguro, sabe la tira de informática. Ha levantado todas las barreras necesarias, confundido todas las pistas que llevan hasta él. Gamby está empeñado en conseguirlo, lo ha convertido en un asunto personal. ¡Su ego ha quedado muy tocado!

—¿Y sobre Isabelle Saulière?

—Nada concluyente por ahora.

—¿Y Briard?

—Lo encontraremos dentro de poco, créeme.

—Treinta minutos, es todo lo que te doy. Después quiero a todo el mundo en mi despacho; pasa la consigna.

La capitana Amélie Ader, segunda del grupo de Kriven, contemplaba fijamente la pantalla, incrédula. Lo había encontrado. Aparecía su nombre y con él su verdadero rostro. Pero debía de haber algún error. Era imposible, pura ficción. A menos que… A menos que ese hombre no fuese realmente el criminal a quien seguían la pista desde hacía más de cuatro días. ¿No tenían los sociópatas un gran talento para engañar a las personas de su entorno, para ocultar su perverso juego? En esas condiciones, ¿a quién creer, en quien confiar? Si el peor de los asesinos en serie era un eminente miembro de la autoridad, entonces algunos de sus valores estallarían en pedazos.

Volvió a pensar en las etapas que lo habían conducido de un hogar de acogida a otro, y en la lista de los establecimientos escolares donde había estudiado el joven Arnaud Briard, cuyo rastro había podido seguir hasta su mayoría de edad. Y ahí, de repente, un agujero negro. ¿Qué había sido de él? Parecía haberse esfumado en el aire. Había creído que no conseguiría encontrar la clave del enigma. Y luego se le había ocurrido una idea genial, había que reconocerlo. Había entendido hasta qué punto su procedencia debía molestar al joven. Probablemente se había forjado una nueva personalidad. Entonces, en cuanto tuvo la edad para iniciar el proceso, había presentado una solicitud de cambio de patronímico, alegando el prejuicio provocado por su apellido que sin cesar le recordaba su pasado. Se había enviado un expediente al ministro de Justicia, y el anuncio legal había aparecido en el Boletín Oficial. Por último, un decreto había ratificado la decisión y el fiscal de la República había rectificado los certificados de estado civil. Fuera con Arnaud Briard. Nueva identidad, nueva vida. Releyó por enésima vez el nombre que había elegido; seguía sin poder asimilar la información. Ya era hora de que divulgase la primicia a sus superiores, tenía prisa por ver qué cara pondrían…

Kriven había dispuesto ante sí las fotos de Marie Briard y de su hijo. Las víctimas del asesino en serie no se parecían nada a la joven. En cuanto a Arnaud Briard, tenía un aspecto dulce, un pequeño rubiales de ojos azules, cuya apariencia física era la viva imagen de su madre. Resultaba difícil imaginar que era ese muchacho quien, treinta años más tarde, cometía semejantes crímenes. Mirándolo con atención, los rasgos del chiquillo no le eran totalmente desconocidos. ¡Qué extraña impresión! ¿Dónde entonces se escondía ahora Arnaud Briard? ¿Qué estaba haciendo en el mismo momento en que su equipo intentaba echarle el guante? ¿Y qué interés tenía el expediente médico de Nico? ¿Qué quería hacer con él? Eso le angustiaba visiblemente más que a su jefe.

—¿Comandante?

Kriven estaba tan ensimismado en sus pensamientos que se sobresaltó. Miró fijamente a la joven que trabajaba a pocos metros de él, sentada en un despacho vecino.

—¿Sí, tienes algo?

Amélie asintió con gravedad. David Kriven comprendió al instante que sus investigaciones habían tenido éxito.

—No te lo puedes imaginar: ¡adivina por qué todavía no habíamos echado el guante a Arnaud Briard! ¡Sencillamente cambió de nombre!

—¿Cambió de nombre?

—Exacto.

—¿Y? ¡Por Dios, Amélie, suéltalo!

—¿Estás bien sentado? Es mejor, créeme…

Había amanecido y las primeras luces del día iluminaban la ciudad con su pálido resplandor. Había permitido a Caroline volver a su casa, pero en un coche camuflado y escoltada por dos policías. Quería darse una ducha, cambiarse. La habría acompañado… Ahora que ella se había ido se sentía solo. ¡Curiosa sensación! Un grupo de policías irrumpió en su despacho sin molestarse en llamar. Levantó una mirada asombrada hacia sus visitantes: el comisario Jean-Marie Rost al frente, seguido por el comandante Kriven y el segundo de su grupo, Amélie Ader, una guapa mujer. El comandante Théron y Dominique Kreiss cerraban la comitiva. El agotamiento se leía en sus rostros: los ojos ojerosos, los rasgos cansados, la tez pálida.

—¡Querías novedades, las tendrás! —empezó el comisario Rost.

—¿Habéis encontrado a Arnaud Briard? —interrogó Nico.

—¡Ya lo creo! —comentó Kriven—. Amélie ha encontrado la aguja en el pajar; ¡y qué olfato!

—Ah, el olfato… —se burló Nico—. Se os paga bien para que lo tengáis, ¿no? ¿Y bien? ¿Dónde está?

—No muy lejos —continuó Rost.

El comisario tendió una hoja blanca doblada en dos a su superior.

—Es como en los premios César
[10]
, está escrito dentro —concluyó—. Un pequeño detalle: Briard ha cambiado de nombre, por eso nos ha costado un poco descubrirlo. ¡Agárrate bien!

Nico desdobló el papel y miró con atención cada una de las letras escritas con tinta azul. Tragó saliva, completamente desconcertado.

—Increíble… ¿Estáis seguros?

—No hay error posible —respondió el capitán Ader.

—La A por Arnaud y la B por Briard, lógico —prosiguió Nico.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Kriven.

—Ir a verlo inmediatamente a su despacho. Encontradme todo lo que podáis sobre él; sus horarios desde el lunes, expediente médico, examen de ADN, situación familiar. Lo quiero todo y enseguida. ¿Amélie?

—¿Sí?

—Buen trabajo. Vuelve a tu casa a acostarte, te lo has ganado…

—Todavía hay mucho que hacer, comisario. Prefiero quedarme con el grupo.

—Es una orden, capitán. Necesitaremos tropas frescas, así que obedece. Cuando hayas descansado, vuelve. Tienes mala cara.

—No quiero ningún trato especial. Si es porque soy mujer…

—¡Mierda! —cortó Nico—. ¡Lárgate sin discutir!

La joven desapareció, resignada pero contenta de haberse ganado algunas horas de descanso.

—¿Qué más? —interrogó Nico.

—Gamby está bregando como un poseso —respondió Kriven.

—Tenemos el supuesto ADN del asesino y de su madre, eso es lo fundamental —prosiguió Rost—. Podremos compararlo con nuestro sospechoso. Por lo que respecta a los treinta latigazos, los atribuiremos a la fecha de aniversario de la muerte de Marie Briard.

—Creo que ahora el perfil del asesino está claro —expuso a su vez Dominique Kreiss—. Debemos desconfiar del descontrol de su comportamiento: el hombre ya no se controla, pierde contacto con la realidad. Lo demuestra el análisis grafológico de Marc Walberg. El examen del último mensaje pone de manifiesto modificaciones típicas de una escritura femenina. Ya no sabe dónde está. Eso lo hace todavía más peligroso, pero al mismo tiempo ya no está a salvo de cometer un error, lo vuelve frágil. Tengo que volver a llamar al psicólogo del último hogar de acogida de Arnaud Briard; sigue en activo.

—En cuanto a Isabelle Saulière, nada —intervino el comandante Théron—. No veo nada en su vida privada o profesional que merezca la pena que le dediquemos más tiempo.

—Me lo imaginaba —comentó Nico—. El único punto en común de las cuatro víctimas, aparte de su parecido físico o su nivel social, es el hecho de que estuvieran embarazadas. Joder, ¿cómo tuvo acceso el asesino a esa información? ¡Quiero saberlo!

—Tal vez te lo diga… —sugirió Kriven.

—Tal vez, en efecto… ¡Poneos a trabajar! Todavía tenemos un montón de curro.

—¿Quieres que alguien te acompañe? —preguntó Jean-Marie Rost.

—No creo. Si ha dedicado tanta energía a ocultar su pasado, no se confiará delante de toda una asamblea. Por ahora, es mejor que hable con él de hombre a hombre, antes de que se sepa. Simplemente avisaré a Cohen de lo que voy a hacer. Os informaré en cuanto pueda.

Nico abandonó el 36 del Quai des Orfèvres; el frío lo sorprendió violentamente. Había olvidado el abrigo en el despacho y su traje no bastaba para protegerlo de las pocas gotas de lluvia que empezaban a caer. Levantó la cara hacia un cielo que anunciaba tormenta. No temía ese tiempo; sus raíces estaban en el norte, las historias de su infancia tenían como decorado la lluvia, la nieve y el viento glacial. Se encaminó al Palacio de Justicia, Rue de Harlay, a pocos pasos del «36». Este corto paseo le sentó bien. De nuevo avanzaba por pasillos, delante de puertas protegidas por secretarias exasperadas. Su placa le confería autoridad y rápidamente pudo cruzar todas las barreras.

—Descolgó el teléfono, maquinalmente.

—Señor, el comisario de división Sirsky está aquí, quiere verlo. ¿Le digo que pase? —anunció su secretaria.

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