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Authors: C.S. Lewis

La silla de plata (17 page)

BOOK: La silla de plata
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—¡Bravo! ¡Viva el buen Barroquejón! —gritaron Scrubb y Jill.

Pero de pronto el Príncipe exclamó:

—¡Cuidado! Miren a la Bruja.

Cuando la miraron, se les pusieron los pelos de punta.

El instrumento musical cayó de sus manos. Sus brazos parecían estar pegados a sus costados. Sus piernas se entrelazaron y desaparecieron sus pies. La larga cola verde de su falda se volvió más gruesa y sólida y parecía formar una sola pieza con la retorcida columna de sus piernas unidas. Y esa verde columna retorcida se doblaba y oscilaba como si no tuviera articulaciones o como si fueran sólo articulaciones. Tenía la cabeza echada muy hacia atrás y a medida que su nariz se alargaba y se alargaba, las demás partes de su cara parecieron desaparecer, excepto sus ojos. Eran ahora unos abrasadores y enormes ojos, sin pestañas ni cejas. Toma tiempo describir todo esto; pero sucedió tan rápido que uno apenas alcanzaba a verlo. Mucho antes de que hubiera ocasión de hacer algo, el cambio era completo, y la gran serpiente en que se había transformado la Bruja, verde como el veneno y gruesa como la cintura de Jill, había enrollado dos o tres anillos de su repugnante cuerpo en las piernas del Príncipe. Veloz como un relámpago, lanzó otro lazo tratando de sujetar el brazo de la espada. Pero el Príncipe estuvo más rápido. Levantó los brazos y le quedaron libres; el nudo viviente se cerró sólo hasta su pecho, listo para quebrar sus costillas como si fuera leña a medida que se fuera estrechando.

El Príncipe cogió el cuello de la criatura con su mano izquierda, tratando de apretarlo hasta estrangularla. Tenía su cara (si puedes llamar cara a eso) a unos diez centímetros de la suya. La lengua dividida por la mitad como un tenedor bailaba horriblemente entrando y saliendo, pero no pudo alcanzarlo. Rilian echó hacia atrás la espada con su mano derecha para asestar el golpe lo más fuerte que fuera posible. Entretanto, Scrubb y Barroquejón habían sacado sus armas y corrían en su ayuda. Los tres golpes cayeron al mismo tiempo: el de Scrubb (que ni siquiera traspasó las escamas y no valió de nada) en el cuerpo de la serpiente bajo la mano del Príncipe; pero el golpe del Príncipe y el de Barroquejón dieron ambos en el cuello. Mas ni eso logró matarla del todo, aunque empezó a soltar un poco su abrazo a las piernas y el pecho de Rilian. Con repetidos golpes le cortaron la cabeza. La horrible cosa seguía enroscándose y moviéndose como un trozo de alambre hasta después de muerta; y el suelo, ya puedes imaginar, quedó hecho una inmundicia espantosa.

Cuando recobró el aliento, el Príncipe dijo:

—Caballeros, les doy las gracias.

Los tres conquistadores quedaron mirándose fijamente y jadeando largo rato, sin decir una palabra. Jill, prudentemente, se había sentado y guardaba silencio; se decía: “Espero no desmayarme... ni lloriquear... ni hacer ninguna idiotez”.

—Mi real madre ha sido vengada —dijo Rilian de pronto—. Este es sin duda el mismo reptil que perseguí en vano al lado de la fuente en los bosques de Narnia, hace tanto tiempo. Todos estos años he sido el esclavo de la asesina de mi madre. Sin embargo, estoy contento, caballeros, de que esa Bruja asquerosa haya por fin tomado su forma de serpiente. Iría contra mis sentimientos y contra mi honor el tener que asesinar a una mujer. Pero miren a la dama.

Se refería a Jill.

—Estoy bien, gracias —dijo ella.

—Damisela —le dijo el Príncipe, haciendo una reverencia—. Tienes mucho valor, y por lo tanto no dudo de que eres de sangre noble en tu mundo. Pero vengan, amigos. Aquí queda un poco de vino. Tomemos un trago y hagamos un brindis por cada uno de nosotros. Y después, a nuestros planes.

—Superbuena idea, Señor —dijo Scrubb.

Bajotierra sin la Reina

Sintieron que se habían ganado lo que Scrubb llamó un “respiro”. La Bruja había cerrado la puerta con llave y ordenado a los terrígeros que no la molestaran, por lo tanto no había peligro de interrupciones por ahora. Su primera tarea era, por supuesto, el pie quemado de Barroquejón. Con un par de camisas limpias que sacaron del dormitorio del Príncipe, cortadas en tiras y bien untadas por dentro con mantequilla y aceite de la ensalada que tomaron de la mesa de la cena, hicieron unas vendas bastante buenas. Una vez puesto el vendaje, se sentaron y comieron una cena ligera, mientras discutían planes para escapar de Bajotierra.

Rilian les explicó que había una cantidad de salidas por las cuales se podía llegar a la superficie; a él lo habían sacado por la mayoría de ellas alguna vez. Pero nunca había salido solo, únicamente con la Bruja, y siempre llegó a estas salidas viajando en un barco a través del mar sin sol. Nadie podía adivinar qué dirían los terrígeros si él bajaba a la bahía sin la Bruja, y con tres extranjeros, y ordenaba simplemente que le prepararan un barco. Pero es bien probable que hicieran preguntas embarazosas. Por otra parte, la nueva salida, la que se construía para la invasión al Mundo de Encima, estaba a este lado del mar, y sólo a pocos metros de distancia. El Príncipe sabía que estaba casi terminada; unos pocos centímetros de tierra nada más separaban las excavaciones del aire exterior. Era incluso muy posible que ya estuviese totalmente terminada. Quizás la Bruja había vuelto para decírselo y comenzar el ataque. Aun si no era así, probablemente podían cavar ellos mismos y salir por esa ruta en unas pocas horas, siempre que pudieran llegar hasta allí sin que los detuvieran, y siempre que no hubiera guardia en el lugar de las excavaciones. Esas eran las dificultades.

—Si me preguntan a mí... —empezó a decir Barroquejón, cuando Scrubb lo interrumpió.

—Escuchen —dijo—¿Qué es ese ruido?

—¡Hace rato que lo oigo! —exclamó Jill.

En efecto, todos habían escuchado el ruido, pero había comenzado y había aumentado tan gradualmente que no supieron en qué momento lo advirtieron por primera vez. Al principio fue una vaga inquietud, como una brisa suave o el rumor muy lejano del tránsito. Luego creció hasta ser un murmullo semejante al mar. Después hubo estruendos y carreras precipitadas. Ahora parecía que se escuchaban voces también y además un clamor constante que no era de voces.

—¡Por el León! —exclamó el Príncipe Rilian—. Parece que esta tierra silenciosa ha encontrado por fin su lengua.

Se levantó, caminó hasta la ventana y corrió las cortinas. Los otros se agruparon a su alrededor para mirar hacia afuera.

Lo primero que advirtieron fue un enorme resplandor rojo. Su reflejo dibujaba una mancha roja en la bóveda del Mundo Subterráneo a miles de metros sobre ellos, y les permitía ver un techo rocoso que tal vez había estado oculto en la oscuridad desde los comienzos del mundo. El resplandor venía de una parte alejada de la ciudad, de modo que numerosos edificios, grandes y lúgubres, se destacaban tenebrosamente contra su luz. Pero también proyectaba su claridad en varias calles que conducían al castillo. Y algo muy curioso estaba sucediendo en aquellas calles. Las apretadas y silenciosas muchedumbres habían desaparecido. En su lugar se veían siluetas moviéndose precipitadamente, de a uno, de a dos, de a tres. Se comportaban como gente que no quiere que la vean; acechando en la sombra detrás de los pilares o en los portales, y luego cambiándose de sitio rápidamente, atravesando el espacio abierto hacia nuevos escondites. Pero lo más raro de todo, para cualquiera que sepa de gnomos, era el ruido. Gritos y llantos por todas partes. Mas de la bahía venía un rumor bajo, sordo, que se hacía continuamente más fuerte y que ya estaba estremeciendo la ciudad entera.

—¿Qué les ha pasado a los terrígeros? —preguntó Scrubb—. ¿Son ellos los que gritan?

—Es casi imposible —respondió el Príncipe—. Nunca oí a ninguno de esos bribones hablar en voz alta en todos estos aburridos años de mi cautiverio. Alguna nueva maldad, no lo dudo.

—¿Y qué es esa luz roja allá arriba? —preguntó Jill—. ¿Algún incendio?

—Si me preguntan a mí —dijo Barroquejón—, diría que es el centro de la tierra que estalla para dar paso a un nuevo volcán. Y nosotros vamos a estar en el medio, no me extrañaría nada.

—¡Miren ese barco! —exclamó Scrubb—. ¿Por qué viene tan rápido? No se ve a nadie remando.

—¡Miren, miren! —dijo el Príncipe—. El barco ya se ha alejado de este lado de la bahía... está en la calle. ¡Miren!

¡Todos los barcos se desvían hacia la ciudad! ¡Que me zurzan, el mar está subiendo! Las aguas se nos van a venir encima. Y ¡alabado sea Aslan! Este castillo está a buena altura. Pero el agua avanza a una velocidad increíble...

—Pero ¿qué puede estar pasando? —gritó Jill—. Fuego y agua y toda esa gente escabullándose por las calles.

—Te diré lo que pasa —dijo Barroquejón—. Esa Bruja ha conjurado una serie de maleficios a fin de que a su muerte, en ese preciso instante, todo su reino se haga pedazos. Es de esa clase de persona a quien no le importa morir con tal de estar segura de que el tipo que la mate va a morir quemado, o sepultado vivo, o se ahogará cinco minutos después.

—¡Diste en el clavo, amigo Renacuajo! —exclamó el Príncipe—. Cuando nuestras espadas cortaron la cabeza de la Bruja, ese golpe acabó con sus poderes mágicos, y ahora las Tierras de las Profundidades están cayendo a pedazos. Estamos presenciando el final del Mundo Subterráneo.

—Así es, Señor —dijo Barroquejón—. A menos que dé la casualidad de que sea el final de todo el mundo.

—¿Y nos vamos a quedar aquí... a esperar? —balbuceo Jill, asombrada.

—Yo no lo aconsejaría —dijo el Príncipe—. Yo iré a rescatar a mi caballo Azabache y al de la Bruja, Copo de Nieve (una noble bestia que merecía una mejor dueña), que están en las caballerizas, en el patio. Y después, larguémonos y tratemos de llegar a lugares más altos, y recemos para poder encontrar una salida. Si es necesario, podemos ir de a dos en cada caballo, y si los espoleamos podrán pasar por sobre las aguas.

—¿Su Alteza no se pondrá la armadura? —preguntó Barroquejón—. No me gustan nada
esos...

Y señaló hacia abajo, a la calle. Todos miraron. Docenas de criaturas (y ahora que estaban cerca, eran evidentemente terrígeros) subían desde la bahía. Pero no se movían como un gentío sin ningún propósito. Se comportaban como modernos soldados al ataque, cargando y poniéndose a cubierto, cuidando de que no los vieran desde las ventanas del castillo.

—No me atrevo a volver a mirar esa armadura —dijo el Príncipe—. Cabalgué dentro de ella como en una mazmorra andante, y apesta a magia y a esclavitud. Pero llevaré el escudo.

Salió de la habitación y volvió un poco después con una luz extraña en sus ojos.

—Miren, amigos —dijo, mostrándoles el escudo— Hace una hora era negro y sin ningún emblema; y ahora, esto.

El escudo estaba ahora brillante como la plata, y sobre él, más roja que la sangre o las cerezas, la figura del León.

—No hay duda —afirmó el Príncipe—. Esto significa que Aslan será nuestro guía y señor, ya sea que quiera que vivamos o que muramos. Y es lo mismo, vivir o morir. Ahora, yo propondría que nos arrodillemos y besemos su imagen y que luego nos demos la mano como buenos amigos que pronto deberán separarse. Y después bajemos a la ciudad y aceptemos la aventura que se nos envía.

Hicieron lo que decía el Príncipe. Pero cuando Scrubb le dio la mano a Jill, le dijo:

—Hasta luego, Jill. Siento haber sido tan gallina y tan rabioso. Espero que llegues bien a casa.

Y Jill dijo:

—Hasta luego, Eustaquio. Yo siento haber sido tan porfiada.

Era la primera vez que usaban sus nombres de pila, ya que eso no se acostumbraba en el colegio.

El Príncipe abrió la puerta y todos bajaron la escalera, tres de ellos con sus espadas desenvainadas y Jill con su cuchillo en la mano. Los sirvientes habían desaparecido y la espaciosa sala al pie de la escala del Príncipe estaba vacía. Aún ardían las grises y lúgubres lámparas y, gracias a su luz, no tuvieron dificultad en atravesar galería tras galería y en descender escalera tras escalera. Acá no se escuchaban tan claramente los ruidos de afuera como en la habitación de arriba. Dentro del castillo reinaba un silencio de muerte y todo estaba desierto. Al entrar al gran salón del piso bajo se encontraron, al dar vuelta una esquina, con su primer terrígero: una criatura gorda y blancuzca, con cara de cerdo, que engullía todos los restos de comida de las mesas. Se puso a chillar (con un chillido también similar al de los cerdos) y se tiró debajo de un banco, quitando justo a tiempo su larga cola del alcance de Barroquejón. Luego salió disparado por la puerta del fondo, tan rápido que no alcanzaron a perseguirlo.

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