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Authors: C.S. Lewis

La silla de plata (7 page)

BOOK: La silla de plata
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—Estoy tratando de coger unas pocas anguilas para hacer un estofado de anguilas para la cena —dijo Barroquejón—. Aunque no me sorprendería si no agarro ninguna. Y si lo logro, a ustedes no les van a gustar mucho.

—¿Por qué no? —le preguntó Scrubb.

—Bueno, porque sería insensato que a ustedes les gustara nuestro tipo de comida, a pesar de que no dudo de que le harán frente con valentía. De todas formas, mientras yo pesco, no sería nada malo que ustedes dos trataran de prender el fuego. La leña está detrás de la choza. Es muy posible que esté mojada. Podrían encender el fuego dentro de la choza y entonces se nos llenarán los ojos de humo. O podrían prenderlo afuera, y entonces puede empezar a llover y se apagaría. Aquí tienen mi yesquero. Me figuro que no lo saben usar, ¿no es cierto?

Pero Scrubb había aprendido ese tipo de cosas durante su última aventura. Los niños corrieron juntos de regreso a la choza, encontraron la leña (que estaba perfectamente seca) y lograron encender un fuego sin mayores dificultades. Después Scrubb se sentó a cuidar el fuego en tanto Jill iba a hacerse una especie de aseo —no muy elegante— en el canal más cercano. En seguida ella cuidó el fuego y él se fue a lavar. Ambos se sintieron muchísimo más refrescados, pero con un hambre atroz.

Al poco rato se les reunió el Renacuajo. A pesar de sus expectativas de no pescar ninguna anguila, traía una docena o más, que ya había despellejado y limpiado. Puso una olla grande al fuego, echó más leña y encendió su pipa. Los renacuajos del pantano fuman un tipo de tabaco muy raro y muy pesado (algunos dicen que lo mezclan con barro) y los niños advirtieron que el humo de la pipa de Barroquejón casi no subía por los aires. Goteaba de la cazoleta de la pipa hasta el suelo y se arrastraba como una niebla. Era muy negro e hizo toser a Scrubb.

—A ver —dijo Barroquejón—. Esas anguilas se demorarán una eternidad en cocerse, y uno de ustedes podría desmayarse de hambre antes de que estén listas. Conocí a una niñita..., pero es mejor que no les cuente esa historia. Les podría bajar el ánimo, y eso es algo que yo no hago jamás. Entonces, para que no piensen en el hambre, podríamos hablar de nuestros planes.

—Sí, eso es —asintió Jill—. ¿Puedes ayudarnos a encontrar al Príncipe Rilian?

El Renacuajo chupó sus mejillas hasta dejarlas más hundidas de lo que hubieras podido imaginar.

—Bueno, no sé si ustedes lo llamarían
ayuda
—dijo—. No sé si alguien puede
ayudar
exactamente. Es evidente que no tenemos muchas posibilidades de llegar muy lejos en un viaje al norte en esta época del año, con el invierno que se nos viene encima a toda prisa. Y un invierno adelantado, por lo que parece. Pero no permitan que eso los descorazone. Es muy probable que, con los enemigos y las montañas y los ríos que habrá que cruzar, y con las veces que perderemos la ruta, y casi sin tener qué comer, y con los pies adoloridos, apenas nos daremos cuenta del clima. Y si no llegamos lo bastante lejos como para que logremos el éxito, puede que vayamos lo bastante lejos como para no volver tan rápido.

Ambos niños advirtieron que dijo “nosotros” en vez de “ustedes”, y exclamaron al mismo tiempo:

—¿Vas a venir con nosotros?

—Ah, sí, claro que iré. Da lo mismo, ¿entiendes? No creo que volvamos a ver nunca más al Rey de regreso en Narnia, ahora que ha zarpado hacia el extranjero; y tenía una tos espantosa cuando se fue. Y luego, tenemos a Trumpkin. Se está debilitando muy rápido. Y van a ver que habrá una mala cosecha después de este verano terriblemente seco. Y no me extrañaría que algún enemigo nos atacara. Acuérdense de mis palabras.

—¿Y por dónde empezaremos? —preguntó Scrubb.

—Bueno —respondió el Renacuajo del Pantano muy lentamente—, todos los demás que fueron en busca del Príncipe Rilian partieron de la misma fuente donde Lord Drinian vio a la dama. La mayoría fue hacia el norte. Y como nunca regresó ninguno de ellos, no podemos saber exactamente cómo les fue.

—Nosotros tenemos que empezar por encontrar las ruinas de una ciudad de gigantes —dijo Jill—. Así nos dijo Aslan.

—Tenemos que empezar por
encontrarlas,
¿no? —preguntó Barroquejón—. ¿No podríamos partir por
buscarlas,
verdad?

—Eso es lo que quise decir, por supuesto —repuso Jill—. Y después cuando las hayamos encontrado...

—¡Sí, cuándo! —exclamó Barroquejón, en tono burlón.

—¿Nadie sabe dónde están? —preguntó Scrubb.

—Yo no sé que lo sepa Nadie —respondió Barroquejón—. Y no digo que yo no haya oído de esa ciudad en ruinas. No partirían de la fuente, entonces; tendrían que ir a través del Páramo de Ettins. Allí es donde está la ciudad en ruinas, si es que está en alguna parte. Pero yo he ido en esa dirección igual que mucha gente y nunca llegué a ninguna ruina, así es que no los engañaré.

—¿Dónde está el Páramo de Ettins? —preguntó Scrubb.

—Mira hacia allá, al norte —contestó Barroquejón, señalando con su pipa—. ¿Ves esos cerros y esos pequeños acantilados? Ese es el comienzo del Páramo de Ettins. Pero hay un río entre el páramo y nosotros; el río Shribble. Sin puentes, por supuesto.

—Supongo que lo podremos vadear, a pesar de todo —dijo Scrubb.

—Bueno, ya lo
han vadeado
antes —admitió el Renacuajo del Pantano.

—Tal vez encontremos gente en el Páramo de Ettins que nos pueda indicar el camino —dijo Jill.

—Sí, tienes razón; vamos a encontrar gente —dijo Barroquejón.

—¿Qué clase de personas viven allí? —preguntó ella.

—No me corresponde a mí decir que no sean buenos a su manera —contestó Barroquejón—. Si a ustedes les gusta su estilo.

—Sí, pero ¿qué son? —insistió Jill—. Hay tantas criaturas raras en este país. Es decir, ¿son animales, o aves, o enanos, o qué?

El Renacuajo del Pantano dejó escapar un largo silbido.

—¡Fiu! ¿No lo saben? —exclamó—. Creí que los búhos ya se lo habían dicho. Son gigantes.

Jill se estremeció de miedo. Nunca le gustaron los gigantes, ni siquiera en los libros, y una vez tuvo una pesadilla con uno. Al mirar la cara de Scrubb, que se había puesto verde, pensó para sí; “Apuesto a que éste está más muerto de susto que yo”. Y esta idea la hizo sentirse más valiente.

—Hace mucho tiempo —dijo Scrubb—, en los días en que navegaba con el Rey en el mar, Caspian me dijo que él les había dado una feroz paliza a esos gigantes en una guerra y los había obligado a rendirle homenaje.

—Es muy cierto —asintió Barroquejón—. Claro que están en paz con nosotros. Mientras nos quedemos a nuestro lado del Shribble no nos harán el menor daño. Pero cruzando el río, de su lado, en el páramo... Sin embargo, siempre hay una posibilidad. Si no nos acercamos a ninguno de ellos, y si ninguno de ellos olvida sus buenos modales, y si no nos ven, es muy probable que podamos llegar bastante lejos.

—¡Córtala! —gritó Scrubb, perdiendo de repente los estribos, como le sucede corrientemente a la gente cuando la asustan—. No creo que todo esto sea ni la mitad de malo de lo que tú lo pintas; así como tampoco las camas de la choza eran duras ni la leña estaba mojada. Creo que Aslan jamás nos habría enviado aquí si hubiera tan pocas posibilidades como tú dices.

Casi contaba con una airada respuesta del Renacuajo, pero éste se limitó a decir:

—¡Así me gusta, Scrubb! Así se habla. Ponle buena cara. Pero todos tendremos que contenernos y no perder la paciencia, teniendo en cuenta los momentos difíciles que deberemos enfrentar los tres juntos. Mira, no nos sirve de nada que riñamos. Por lo menos, que no empecemos tan luego. Sé que estas expediciones por lo general terminan así, acuchillándose unos a otros antes del final del viaje, no me extrañaría nada. Pero cuanto más podamos evitarlo...

—Entonces, si piensas que es tan imposible —interrumpió Scrubb—, creo que será mejor que te quedes en tu casa. Pole y yo podemos seguir solos, ¿no es cierto, Pole?

—Cállate Scrubb, y no seas imbécil —exclamó Jill, con impaciencia, aterrada ante la idea de que el Renacuajo pudiera tomarle la palabra.

—No te desanimes, Pole —dijo Barroquejón—. Iré con ustedes, por supuesto que sí. No pienso perderme una ocasión como ésta; me va a hacer muy bien. Todos dicen (quiero decir, todos los otros renacuajos dicen) que soy demasiado frívolo; que no tomo la vida suficientemente en serio. Lo han dicho una y mil veces. “Barroquejón”, dicen “estás demasiado repleto de optimismo y entusiasmo y alegría; tienes que aprender que la vida no es sólo estofado de ranas y pastel de anguilas. Necesitas algo que te calme un poco. Te lo decimos por tu propio bien, Barroquejón”. Eso es lo que dicen ellos. Entonces, un asunto como éste, un viaje al norte en pleno comienzo del invierno, en busca de un Príncipe que probablemente no está allí, pasando por una ciudad en ruinas que nadie ha visto jamás, debe ser justo lo que me hace falta. Si algo así no hace sentar cabeza a un tipo, no sé qué lo hará.

Y se sobaba sus enormes manos de rana, como si hablara de ir a una fiesta o a un circo.

—Y ahora —agregó—, veamos cómo van esas anguilas.

Cuando estuvo lista la comida, resultó ser tan deliciosa que los niños se comieron dos platos grandes cada uno. Al principio el Renacuajo no podía creer que les gustaba de verdad y cuando tuvo que convencerse al verlos comer tanto, buscó una disculpa diciendo que era muy posible que les hiciera terriblemente mal.

—Lo que es alimento para los renacuajos podría ser veneno para los humanos, no me extrañaría nada —dijo.

Después de la comida tomaron té, en tarros (como habrás visto que lo toman los trabajadores en los caminos) y Barroquejón se tomó sus buenos sorbos de una botella negra cuadrada. Les ofreció un poco a los niños, pero a ellos les pareció muy repugnante.

El resto del día transcurrió en los preparativos para salir muy temprano al día siguiente. Barroquejón, como era lejos el más grande, dijo que él llevaría tres mantas y, envuelto adentro, un gran trozo de tocino. Jill tenía que llevar los restos de las anguilas, un pedazo de bizcocho y el yesquero. Scrubb debía llevar su propia capa y la de Jill cuando no quisieran usarlas. Scrubb (que había aprendido un poco a disparar cuando navegó hacia el este a las órdenes de Caspian) tenía el segundo arco de Barroquejón, y Barroquejón llevaba su mejor arco; a pesar de que decía que con vientos, arcos con las cuerdas húmedas y mala luz, y dedos congelados, había una posibilidad contra cien de que alguno de ellos pudiera apuntarle a cualquier cosa. Tanto él como Scrubb llevaban sus espadas —Scrubb había traído la que le habían dejado en su dormitorio en Cair Paravel—, pero Jill tuvo que contentarse con su cuchillo. Casi se armó una reyerta por este motivo, pero en cuanto principiaron a hacer unas fintas, el renacuajo se frotó las manos, diciendo:

—Ah, ahí los tienes, tal como me lo imaginaba. Es lo que pasa comúnmente en estas aventuras.

Esto hizo que ambos se quedaran tranquilos.

Los tres se fueron temprano a acostar, en la choza. Esta vez sí que los niños pasaron mala noche. Porque Barroquejón, después de decir: “Más vale que traten de dormir algo, ustedes dos; y no es que yo crea que alguno de nosotros vaya a pegar un ojo esta noche”, se quedó dormido al instante y se puso a roncar, con unos ronquidos tan fuertes y continuados que, cuando Jill al fin pudo dormirse, soñó toda la noche con taladros y cataratas, y que iba en un tren expreso atravesando miles de túneles.

Los agrestes yermos del norte

A la mañana siguiente, a eso de las nueve, se podían divisar tres siluetas solitarias que se abrían camino cruzando el Shribble por bancos de arena y pasaderas. Era un río fragoso y de escasa profundidad, tanto que Jill no alcanzó a mojarse más arriba de las rodillas cuando atravesaron a la orilla norte. Unos cincuenta metros más adelante, el terreno subía hasta el principio del páramo, cortado a pique por todas partes y a menudo en medio de acantilados.

—¡Supongo que
eso
es nuestra senda! —dijo Scrubb, señalando a la izquierda y al oeste hacia el lugar donde un riachuelo bajaba del páramo por una garganta no muy profunda. Pero el Renacuajo del Pantano sacudió la cabeza.

—Los gigantes viven allí, en su mayoría, por el costado de esa garganta —dijo—. Podríamos decir que ese barranco es como una calle para ellos. Será mejor que vayamos derecho adelante, aunque sea un poquito empinado.

Encontraron un sitio por donde pudieron trepar y en unos diez minutos llegaban jadeantes a la cumbre. Contemplaron con añoranza el valle de Narnia que dejaban atrás, y luego volvieron su mirada al norte. Por lo que alcanzaban a ver, el vasto páramo solitario se extendía siempre en pendiente. A la izquierda el terreno era más rocoso. Jill pensó que debía ser el filo del barranco de los gigantes y no tuvo demasiado interés en mirar en esa dirección. Se pusieron en marcha.

El suelo era bueno y liviano para caminar, y un pálido sol alumbraba el día invernal. A medida que se adentraban en el páramo, se acrecentaba la soledad; se podía escuchar el canto de las avefrías y, a veces, ver pasar un halcón. Cuando a media mañana hicieron un alto para descansar y beber en una pequeña hondonada al lado del arroyo, Jill ya empezaba a creer que iba a disfrutar de la aventura, después de todo; y se lo dijo a los demás.

—Todavía no hemos tenido ninguna —replicó el Renacuajo del Pantano.

Después de la primera detención —igual que las mañanas en el colegio luego del recreo, o los viajes por ferrocarril después de un cambio de trenes— las caminatas nunca continúan como eran antes. Al partir otra vez, Jill advirtió que el borde rocoso de la garganta se notaba más cercano. Y las rocas eran menos chatas y más rectas que antes. En realidad, parecían torrecillas de roca. ¡Y qué formas tan divertidas tenían!

—Estoy convencida —pensó Jill— de que todos los cuentos sobre los gigantes deben venir de esas rocas divertidas. Si vienes por aquí cuando esté medio oscuro, podrás pensar fácilmente que esos montones de rocas son gigantes. ¡Mira ése, por ejemplo! Hasta podrías imaginarte que el terrón de arriba es una cabeza. Sería un poco grande para el cuerpo, pero le vendría bastante bien a un gigante feo. Y ese tupido matorral —supongo que en realidad es sólo brezo y nidos de pájaros— podría pasar perfectamente por pelo y barbas. Y esas cosas que sobresalen a cada lado parecen verdaderas orejas. Son demasiado grandes, pero quizás los gigantes tienen orejas enormes, como los elefantes. Y... ¡ay, ay, ay...!

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