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Authors: C.S. Lewis

La silla de plata (3 page)

BOOK: La silla de plata
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—¿Cómo, por favor? —preguntó Jill.

—Te lo diré, Niña —dijo el León—. Estas son las Señales con las que te guiaré en tu búsqueda. Primero: en cuanto el Niño Eustaquio ponga un pie en Narnia, encontrará a un viejo y querido amigo. Debe saludar a ese amigo en seguida; si lo hace, ustedes dos recibirán una buena ayuda. Segundo: deben viajar fuera de Narnia, hacia el norte, hasta llegar a las ruinas de la antigua ciudad de los gigantes. Tercero: en esa ciudad en ruinas encontrarán unas palabras escritas sobre las piedras; deben hacer lo que les diga ese mensaje. Cuarto: reconocerán al Príncipe perdido (si dan con él) por lo siguiente: será la primera persona en todo el viaje que les pedirá que hagan algo en mi nombre, en el nombre de Aslan.

Como parecía que el León había terminado, Jill pensó que ella debería decir algo. Así es que dijo:

—Muchas gracias, ya entiendo.

—Niña —dijo Aslan, en tono más suave que el que había usado hasta ahora—, quizás no entiendes tan bien como crees. Pero el primer paso es recordar. Repíteme, en su orden, las cuatro Señales.

Jill trató, pero no las recordó muy bien. Entonces el León la corrigió y la hizo repetirlas una y otra vez hasta que se las supo perfectamente. Fue muy paciente en esto, de modo que cuando lo logró, Jill se armó de valor para preguntarle:

—¿Y cómo voy a llegar a Narnia?

—Sobre mi aliento —dijo el León—. Te soplaré al este del mundo, así como soplé a Eustaquio.

—¿Lo alcanzaré a tiempo para darle la primera Señal? Aunque supongo que no importará. Si ve a un viejo amigo, es seguro que irá a hablar con él, ¿no es cierto?

—No tienen tiempo que perder —dijo el León—. Por eso debo enviarte inmediatamente. Ven. Camina delante de mí hasta el borde del acantilado.

Jill se acordaba muy bien de que si no había tiempo que perder era por su culpa. “Si yo no me hubiera puesto a hacer estupideces, Scrubb y yo estaríamos juntos. Y él habría oído todas las instrucciones igual que yo”, pensó. Así que hizo lo que le decía. Era angustioso tener que volver al borde del acantilado, sobre todo que el León no caminaba a su lado sino detrás de ella, sin hacer ningún ruido con sus patas tan suaves.

Pero mucho antes de que llegara cerca del borde, escuchó tras ella la voz que decía:

—No te muevas. Voy a soplar dentro de unos instantes. Pero primero, recuerda, recuerda, recuerda las Señales. Repítelas para ti misma cuando despiertes por la mañana y cuando te acuestes en la noche, y cuando te despiertes en medio de la noche. Y aunque te sucedan cosas muy extrañas, no dejes que nada aparte tu mente del cumplimiento de las Señales. Y segundo, te hago una advertencia. Aquí sobre la montaña te he hablado muy claro; no lo haré así generalmente allá en Narnia. Aquí sobre la montaña el aire es claro y tu mente está clara; cuando vayas bajando a Narnia el aire se hará más espeso. Ten mucho cuidado de que no confunda tu mente. Y cuando encuentres allá las Señales que aquí has aprendido, no serán en absoluto lo que tú esperabas que fueran. Por eso es tan importante que las sepas de memoria y que no te fijes en las apariencias. No olvides las Señales y cree en las Señales. Ninguna otra cosa tiene importancia. Y ahora, Hija de Eva, adiós...

La voz se había ido haciendo más suave al final de este discurso y ahora se apagó del todo. Jill miró hacia atrás. Para su gran asombro, vio el acantilado a más de cien metros de distancia ya, y al León como un punto de oro brillante al borde del precipicio. Ella había esperado con los dientes y puños apretados la tremenda explosión del aliento del León; pero fue tan tenue que ni supo cuándo salió de la tierra. Y ahora no había más que aire a miles y miles de metros debajo de ella.

Sintió miedo, pero sólo por un segundo, pues, por una parte, el mundo allá abajo se veía tan lejano que parecía no tener nada que ver con ella, y por otra, flotar sobre el aliento del León era maravillosamente cómodo. Descubrió que podía tenderse de espalda o de bruces y darse vuelta para donde quisiera, como cuando estás en el agua (siempre que sepas flotar). Y como se movía al mismo ritmo que el aliento, no había viento y el aire era deliciosamente tibio. Era muy distinto a estar en un avión, porque no había ruido ni vibración. Si Jill hubiese subido alguna vez en un globo podría haber pensado que esto era algo semejante, pero mucho mejor.

Cuando miró hacia atrás se dio cuenta por primera vez del verdadero tamaño de la montaña que acababa de abandonar. Le extrañó que una montaña tan enorme como esa no estuviera cubierta de nieve y hielo. “Supongo que esa clase de cosas es diferente en este mundo”, pensó Jill. Luego miró hacia abajo; pero estaba a tal altura que no pudo saber si flotaba sobre tierra o sobre mar, ni tampoco a qué velocidad iba.

—¡Por la máquina! ¡Las Señales! —exclamó Jill de pronto—. Será mejor que trate de repetirlas.

Tuvo realmente pánico por un par de segundos, pero después comprobó que todavía las podía decir correctamente.

—Todo anda bien —dijo, y con un suspiro de satisfacción, se echó en el aire como si fuera un sofá.

—¡Ah, diablos! —se dijo Jill algunas horas más tarde—. Me quedé dormida. ¡Imagínate, durmiendo en el aire! ¿Alguien lo habrá hecho antes? No creo. Aunque Scrubb puede haberlo hecho también, ¡qué lata!, y en este mismo viaje, poquito antes que yo. Bueno, veamos cómo es allá abajo.

Lo que vio fue una enorme llanura de color azul muy oscuro. No se veían cerros, pero sí unas cosas blancas, grandotas, que se movían a través de la llanura.

“Deben ser nubes —pensó—, pero mucho más grandes que las que veíamos desde el acantilado. Supongo que las veo más grandes porque están más cerca. Debo ir bajando. ¡Que molesto el sol!”

El sol, que estaba muy alto al comienzo del viaje, ya le daba en los ojos. Significaba que iba bajando antes que ella. Scrubb tenía razón al decir que Jill (no sé si todas las niñas en general) nunca recordaba los puntos cardinales. Si no, habría sabido, cuando el sol comenzó a darle en los ojos, que viajaba casi, casi derecho al oeste.

Mirando con atención la llanura azul que se extendía abajo, advirtió de pronto aquí y allá unos puntitos de color más pálido y más brillante.

“¡Es el mar! —pensó Jill—, Y creo que esas son islas”.

Así era. Se habría muerto de celos si hubiera sabido que algunas de aquellas islas eran las que Scrubb había visto desde la cubierta de una nave; incluso había desembarcado en ellas. Pero Jill no lo sabía. Después de un rato empezó a ver pequeñas arrugas en la azulada tersura; pequeñas arrugas que debían ser las enormes olas del océano, si estuvieras abajo, en medio de ellas. Luego, a lo largo del horizonte, surgió una ancha línea oscura que engrosaba y se oscurecía tan rápido que podías ver cómo crecía. Fue la primera prueba de la gran velocidad a que viajaba. Y comprendió que esa línea que crecía debía ser la tierra.

De súbito, a su izquierda (porque el viento soplaba al sur), una impresionante nube blanca se abalanzó hacia ella, esta vez a su misma altura. Y antes de saber dónde estaba, se metió justo al centro de su fresca y húmeda niebla. Quedó sin respiración, a pesar de que estuvo dentro sólo un instante. Salió parpadeando a la luz del sol y con su ropa toda mojada. (Tenía puestos una chaqueta y un suéter, pantalones cortos, calcetines y zapatos bien gruesos; era un día bastante nublado allá en Inglaterra). Al salir de la nube se encontró con que seguía bajando; percibió algo que, supongo, debería haber esperado, pero que en cambio resultó una sorpresa y un sobresalto para ella: los ruidos. Hasta ese momento había viajado en medio de un silencio absoluto. Ahora, por primera vez, escuchó el ruido de las olas y los gritos de las gaviotas. Y pudo también sentir el olor del mar. Ya no cabía duda sobre la velocidad a que volaba. Vio dos olas chocar con un chasquido, y un chorro de espuma que saltaba entremedio de ellas; pero apenas había alcanzado a verlo cuando ya quedaba cien metros detrás. Se acercaba a grandes pasos a la tierra. Podía ver algunas montañas a lo lejos hacia el interior, y otras más próximas a su izquierda. Podía ver bahías y cabos, bosques y campos, y grandes extensiones de playas arenosas. El sonido de las olas rompiendo contra la orilla se hacía cada vez más fuerte y ahogaba los demás ruidos del mar.

La tierra se abrió de repente justo delante de ella. Iba llegando a la desembocadura de un río. Volaba muy bajo, a sólo unos pocos metros del agua. La cresta de una ola le rozó la punta del pie y una inmensa salpicadura de espuma la empapó hasta la cintura. Ahora iba perdiendo velocidad. En vez de continuar río arriba, iba planeando hacia la ribera izquierda. Había tantas cosas que mirar que no podía abarcarlas todas: un suave prado verde, un barco de colores tan radiantes que semejaba una enorme pieza de joyería; torres y almenas, banderas flameando al viento, una muchedumbre, alegres ropajes, armaduras, oro, espadas, el sonido de una música. Pero todo revuelto. Lo primero que tuvo claro fue que había aterrizado y estaba parada bajo un bosquecillo de árboles muy cerca de la ribera del río y allí, a unos pocos metros de ella, se hallaba Scrubb.

Su primer pensamiento fue lo sucio, desgreñado y, en general, lo insignificante que se veía. El segundo fue: “¡Estoy toda mojada!”

El Rey se embarca

Lo que hacía que Scrubb tuviera ese aspecto tan deslucido (y Jill también, si hubiera podido verse) era el esplendor que los rodeaba. Será mejor que lo describa ahora mismo.

A través de una hendidura entre esas montañas que Jill había divisado a lo lejos en el interior cuando se acercaba a la tierra, el sol derramaba su luz sobre su suave prado. Al otro lado del prado, con sus veletas relucientes por el sol, se erguía un castillo de numerosas torres y torreones; el castillo más hermoso que Jill viera en su vida. A la izquierda había un muelle de mármol blanco y amarrado a él, el barco: un barco muy grande, de alto castillo de proa y alta popa, de color dorado y carmesí, con una enorme bandera al tope, y una cantidad de pendones que se agitaban en las cubiertas, y una hilera de escudos brillantes como la plata a lo largo de la borda. Atracaron la pasarela, a cuyo pie, listo para embarcarse, se encontraba un hombre muy, muy viejo. Vestía una finísima capa púrpura, abierta adelante, que dejaba ver su cota de plata. En su cabeza lucía un delgado cintillo de plata. La barba, blanca como la lana, le caía casi hasta la cintura. Se mantenía parado bastante derecho, apoyando una mano en el hombro de un caballero ricamente vestido que se veía más joven que él, pero fácilmente podías notar que era muy anciano y frágil. Parecía que una racha de viento podía llevárselo; sus ojos estaban llorosos.

Justo frente al Rey —que se había vuelto para hablar a su pueblo antes de subir a la nave— había una pequeña silla de ruedas y, enganchado a ella, un burrito no mucho más grande que un perro cazador. Sentado en la silla, un enanito gordo. Vestía tan elegantemente como el Rey, pero por su gordura y su postura, encorvado en el asiento, el efecto era muydiverso: parecía más bien una informe bolsa de pieles, sedasyterciopelos. Era de la edad del Rey, pero se veía más saludable y jovial, y su mirada era muy viva. Su cabeza descubierta, calva yextremadamente grande, brillaba como una gigantesca bola de billar a la luz del sol poniente.

Más atrás, en un semicírculo, se encontraban los cortesanos, según pensó Jill. Eran dignos de ver, aunque sólo fuera por sus ropajes y armaduras, que los hacían parecer más bien un jardín de flores que una muchedumbre. Pero lo que dejópasmada de asombro a Jill fue la gente misma. Si es que “gente” es la palabra adecuada, pues sólo uno de cinco era humano: el resto eran seres que jamás has encontrado en nuestro mundo. Faunos, sátiros, centauros; Jill podía nombrarlos por haberlos visto en dibujos. Enanos también. Había una cantidad de animales que Jill conocía: osos, tejones, topos, leopardos, ratones y muchos pájaros. Pero eran muy diferentes a los animales que llamamos por esos nombres en Inglaterra. Algunos eran mucho más grandes; los ratones, por ejemplo, se paraban en sus patas traseras y medían cerca de sesenta centímetros de alto. Pero aparte de eso, se veían distintos. Por la expresión de sus caras te dabas cuenta de que podían hablar ypensar igual que tú.

“¡Qué increíble —se dijo Jill—. Así que es verdad después de todo. ¿Serán mansos? —agregó, pues en ese momento vio en las cercanías de la multitud a un par de gigantes y a un grupo de gente que no tuvo idea qué podían ser”.

En ese instante, Aslan y las Señales volvieron de golpe a su mente. Los había olvidado totalmente durante la última media hora.

—¡Scrubb! —murmuró, apretándole el brazo—. ¡Scrubb, rápido! ¿Ves a alguien conocido aquí?

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