La Soledad de los números primos (4 page)

BOOK: La Soledad de los números primos
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—Ali, a cenar —resonó la odiosa voz de su padre a través del cristal esmerilado.

No contestó. Se chupó las mejillas para ver qué aspecto tenía.

—Ali, ¿estás ahí? —insistió su padre.

Ella besó su reflejo sacando los labios y tocando con la lengua la fría superficie. Cerró los ojos y, como se hace en los besos de verdad, empezó a girar la cabeza a un lado y otro, aunque demasiado mecánicamente para que resultara creíble. El beso que ella deseaba aún no lo había encontrado en la boca de nadie.

El primero que la besó con lengua había sido Davide Poirino, cuando iban a tercero, por una apuesta que perdió; el tal Davide hizo girar su lengua tres veces, en sentido horario, alrededor de la de ella, tras lo cual se volvió hacia sus amigos y les preguntó: «¿Así vale?» Todos rompieron a reír y uno de ellos le dijo que había besado a la patizamba, pero a Alice no le importó, habiendo recibido el primer beso de su vida de un chico que además no estaba mal.

Luego había besado a otros: a su primo Walter en el cumpleaños de la abuela, y a un amigo del tal Davide, cuyo nombre ni conocía y que le pidió en secreto que por favor le dejara probar a él también; se escondieron en un rincón del patio del colegio y allí estuvieron unos momentos con los labios pegados, sin atreverse a mover un solo músculo. Cuando al final los despegaron, él le dio las gracias y se fue todo ufano, sintiéndose un hombre hecho y derecho.

Ahora iba retrasada. Sus compañeras hablaban de posturas y chupetones y de cómo usar los dedos, y discutían si era mejor con preservativo o sin él, mientras que Alice no tenía otro bagaje que el recuerdo insípido de un morreo dado cuando iba a tercero.

—¡Ali, ¿me oyes?! —gritó más fuerte su padre.

—¡Qué pesado! Te oigo, sí —contestó ella, irritada, en voz bien alta, para que la oyera.

—A cenar —repitió él.

—¡Ya voy! —replicó, y musitó para sí—: Plasta.

Soledad sabía que Alice tiraba la comida. Al principio, cuando veía que se dejaba algo en el plato, le decía: «Mi amorcito, cómetelo todo que en mi país los niños se mueren de hambre.»

Hasta que una noche Alice se quedó mirándola y le respondió furiosa:

—No se morirán menos aunque yo me atraque.

Soledad no volvió a decirle nada, pero empezó a servirle menos cantidad. Lo mismo daba: Alice sabía pesar los alimentos con la mirada, seleccionaba sus trescientas calorías de la cena y lo demás lo desechaba como fuera.

Comía con la mano derecha puesta sobre la servilleta, y delante del plato colocaba el vaso del vino, que se hacía llenar pero nunca se bebía, y el del agua, para que formaran una barrera de cristal. Y luego, durante la cena, situaba también estratégicamente el salero y la aceitera. Entonces aguardaba un momento de distracción de sus padres, absortos en la fatigosa operación de masticar, para echar dentro de la servilleta la comida previamente troceada en el plato.

En el curso de una cena solía escamotear tres servilletas llenas en los bolsillos del chándal. Luego, antes de lavarse los dientes, las vaciaba en el retrete, tiraba de la cadena y veía cómo toda aquella pitanza desaparecía por el desagüe. Se pasaba la mano por el vientre y lo sentía satisfactoriamente vacío y limpio como un jarrón de cristal.

—Sol, mujer, ya has hecho otra vez la salsa con nata —se quejó su madre a la criada—. ¿No te he dicho mil veces que me sienta mal? —Y con asco apartó el plato.

Alice se había presentado a la mesa con una toalla enrollada en la cabeza, para justificar el tiempo pasado en el baño con una ducha que en realidad no había tomado.

Mucho había reflexionado sobre si consultarlo o no, porque de todos modos se lo haría: lo deseaba con locura.

—Quiero hacerme un tatuaje en el vientre —anunció. Su padre apartó el vaso del que estaba bebiendo.

—¿Cómo dices?

—Lo que oyes —contestó Alice, mirándolo con expresión desafiante—. Que quiero hacerme un tatuaje.

Su padre se pasó la servilleta por boca y ojos, como si hubiera visto algo feo y quisiera borrarlo, la dobló luego con esmero, se la puso sobre las rodillas, tomó el tenedor y dijo, procurando mostrar templanza:

—¡Qué cosas se te ocurren!

—¿Y qué quieres tatuarte, a ver? —intervino su madre mudando el semblante, aunque más por la salsa con nata que por la pretensión de la hija.

—Una rosa pequeñita, como la que lleva Viola.

—¿Y esa Viola quién es, si puede saberse? —preguntó su padre en tono levemente irónico.

Alice sacudió la cabeza y miró al centro de la mesa sintiéndose insignificante.

—Una compañera de clase —contestó Fernanda con impertinencia—. Ha hablado de ella un millón de veces… ¿Dónde tienes la cabeza?

El abogado Della Rocca fulminó a su mujer con la mirada, como diciéndole que no se metiera.

—Perdonad si no me intereso mucho por lo que las compañeras de clase de nuestra hija se tatúan en el cuerpo. Sea como sea, tú no te tatúas nada.

Alice echó en la servilleta unos espaguetis más y, mirando de nuevo al centro de la mesa, repuso con voz quebrada que delató cierta inseguridad:

—Ni que pudieras impedírmelo.

—Repite eso —dijo su padre, sin alterar el volumen ni la calma de su voz.

—Digo que no puedes impedírmelo —repitió Alice alzando la vista, pero sin poder sostener la mirada de los profundos y escalofriantes ojos de su padre más de medio segundo.

—¿Eso crees? Por lo que sé, tienes quince años, luego dependes de tus padres por, el cálculo es fácil de hacer, tres años más —explicó el abogado—. Concluido este período serás libre de, digámoslo así, embellecer tu cuerpo tatuándote flores, calaveras o lo que quieras.

El letrado sonrió, volvió la vista al plato y se llevó a la boca el tenedor lleno de espaguetis muy bien enrollados. Hubo un largo silencio. Alice pasaba los dedos gordo e índice por el ribete de la servilleta. Su madre, no satisfecha con la cena, mordisqueaba un bastoncillo paseando la mirada por el comedor. Su padre aparentaba comer con gusto, masticaba haciendo rotar las mandíbulas y daba los dos primeros mordiscos de cada bocado cerrando los ojos con delectación. Alice decidió no callarse, porque lo detestaba de verdad, porque verlo comer de aquel modo le ponía rígida hasta la pierna sana.

—A ti te importa un comino que yo no guste a nadie; que nunca guste a nadie.

Su padre la miró desconcertado, tras lo cual siguió comiendo como si nada hubiera oído.

—No te importa haber destrozado mi vida —prosiguió Alice.

El abogado Della Rocca se quedó con el tenedor en el aire, miró a su hija consternado y dijo con voz algo trémula:

—No sé qué estás diciendo.

—Lo sabes perfectamente —replicó ella—. Tú tienes la culpa de que me quede así para siempre.

El padre apoyó el tenedor en el borde del plato y se cubrió los ojos con la mano, como abismándose en profundas reflexiones. Al poco se levantó y salió de la estancia. Sus pesados pasos resonaron en el suelo de mármol del pasillo. Fernanda dijo «Ay, Alice», sin compasión ni reproche, sacudiendo la cabeza resignada, y salió también tras su marido.

Alice se quedó mirando su plato casi dos minutos, mientras Soledad, silenciosa como un fantasma, quitaba la mesa. Al final se metió en el bolsillo la servilleta llena de comida y corrió a encerrarse en el baño.

4

Pietro Balossino había renunciado hacía tiempo a penetrar en el oscuro universo de su hijo. Cuando su mirada recaía por descuido en aquellos brazos cubiertos de cicatrices, pensaba en las noches que había pasado en vela registrando la casa en busca de objetos cortantes; noches en que Adele, atiborrada de sedantes, dormía con la boca abierta en el sofá porque no quería seguir compartiendo lecho con él; noches en que el futuro parecía no ir más allá del día siguiente y él contaba las horas por el toque de campanas que sonaban a lo lejos.

El convencimiento de que una mañana encontraría a su hijo boca abajo sobre una almohada ensangrentada se había incrustado tan hondo en su mente que acabó haciéndose a la idea de que él no existía… aunque en aquel momento lo llevase sentado al lado en el coche.

Lo conducía al nuevo colegio. Llovía, pero tan levemente que no hacía ruido.

Semanas antes, la directora del instituto científico E.M. los había convocado a él y Adele a su despacho para, según escribió en la agenda de clase de Mattia, «informarles de cierta situación». Al principio se anduvo por las ramas y se explayó hablando de lo sensible y extraordinariamente inteligente que era el muchacho, que en todas las asignaturas sacaba nueve de media.

El señor Balossino, por motivos formales que sin duda sólo a él importaban, quiso que su hijo estuviera presente. Sentado junto a sus padres, Mattia se pasó todo el tiempo con la vista clavada en las rodillas y apretando los puños, con lo que acabó haciéndose sangre en la palma izquierda: dos días antes Adele, en un momento de distracción, había olvidado revisarle las uñas de esa mano.

Mattia oía a la directora como si hablase de otra persona, y recordó el día en que, cuando iba a quinto, la maestra Rita, después de cinco días seguidos sin decir él palabra, lo hizo sentar en medio del aula y pidió a los demás que se colocaran a su alrededor. Empezó entonces a decir que seguramente Mattia tenía un problema del que no quería hablar con nadie, que era un niño muy inteligente, quizá demasiado para su edad, y pidió a sus compañeros que lo ayudaran, le dieran confianza y se hicieran amigos suyos. Cuando le preguntó a Mattia, que se miraba los pies, si quería decir algo, él habló por fin, para pedir permiso de volver a su sitio.

Concluidos los elogios, la directora fue al grano —aunque el señor Balossino no se hizo cargo hasta unas horas después— y comenzó a hablar de cierto malestar manifestado por todos los profesores de Mattia, una vaga sensación de inadecuación frente a aquel muchacho excepcionalmente dotado que no parecía querer relacionarse con sus compañeros.

En este punto hizo una pausa, se reclinó en su cómoda butaca, abrió una carpeta en la que no pareció consultar nada y la cerró como recordando de pronto que había personas en su despacho; insinuó entonces a los Balossino, en muy estudiados términos, que el instituto E.M. quizá no podía responder debidamente a las exigencias de su hijo.

Cuando, durante la cena, su padre le preguntó si quería cambiar de colegio, él se encogió de hombros y se quedó observando el destello del tubo fluorescente en el cuchillo de la carne.

***

—En realidad no llueve oblicuo —dijo Mattia mirando por la ventanilla y sacando al padre de su ensimismamiento.

—¿Qué? —preguntó Pietro, sacudiendo la cabeza.

—Viento no hace, o se moverían también las hojas de los árboles —explicó Mattia.

Su padre se esforzó por seguir el razonamiento. En verdad le importaba poco, seguramente no era más que otra excentricidad del chico.

—¿Y?

—Las gotas resbalan torcidas por el cristal, pero es porque nos desplazamos. Midiendo el ángulo que forman con la vertical se podría calcular la velocidad a la que caen.

Mattia siguió con el dedo la trayectoria de una gota. Acercó la cara al parabrisas, echó el aliento y con el índice trazó una línea en el vaho.

—No empañes el cristal que luego quedan marcas —le advirtió su padre.

Mattia no hizo caso.

—Si no viéramos nada fuera del coche, si no supiéramos que estamos moviéndonos, no habría manera de saber si es por culpa de las gotas o nuestra —dijo.

—¿Culpa de qué? —preguntó el padre, desconcertado y algo irritado.

—De que resbalen tan oblicuas.

Pietro Balossino asintió con gesto grave, aunque sin comprender. Habían llegado. Detuvo el coche y echó el freno de mano. Mattia abrió la portezuela y una bocanada de aire fresco entró en el habitáculo.

—A la una vengo a recogerte —dijo Pietro.

Mattia asintió con la cabeza. El señor Balossino se inclinó un poco para darle un beso, pero el cinturón lo detuvo. Se reclinó de nuevo en el asiento y observó a su hijo bajar y cerrar la portezuela.

El nuevo colegio estaba situado en una bonita zona residencial de la colina. El edificio databa de tiempos del fascismo y pese a las recientes reformas seguía desentonando en medio de aquellas lujosas villas; era un bloque rectangular de cemento blanco, con cuatro filas horizontales de ventanas equidistantes y dos escaleras de emergencia pintadas de verde.

Mattia subió los dos tramos de escalinata que conducían a la entrada, donde otros chicos esperaban en grupos el primer timbrazo, y se quedó aparte, fuera de la marquesina, aunque se mojaba.

Cuando entró, buscó el panel en que figuraba un plano de las aulas, para no pedir ayuda a los bedeles.

El aula de segundo F estaba al final del pasillo del primer piso. Entró dando un profundo suspiro y aguardó pegado a la pared del fondo, con los pulgares metidos en las presillas de la mochila y una expresión que decía tierra trágame.

Los nuevos compañeros que iban tomando asiento le lanzaban miradas aprensivas, sin sonreírle. Algunos cuchicheaban y Mattia estaba seguro de que hablaban de él.

Se fijaba en los sitios que quedaban libres, y cuando el que había junto al de una chica con las uñas pintadas de rojo fue ocupado, sintió alivio. Al fin la profesora entró en el aula y Mattia se escurrió hasta el único que había quedado sin ocupar, al lado de la ventana.

—¿Eres tú el nuevo? —le preguntó el compañero, que parecía tan solo como él.

Mattia asintió con la cabeza, sin mirarlo.

—Yo soy Denis —se presentó el otro, y le tendió la mano.

Mattia se la estrechó blandamente y dijo hola.

—Bienvenido —añadió Denis.

5

A Viola Bai la admiraban y temían con el mismo fervor todas sus compañeras, por ser guapa como ella sola y por conocer la vida, a sus quince años, mejor que ninguna, o al menos por aparentarlo. Los lunes por la mañana, en el recreo, las chicas le hacían corro en su sitio y escuchaban con avidez su resumen del fin de semana, que la mayoría de las veces era una astuta versión de lo que Serena, su hermana ocho años mayor, le había contado a su vez el día anterior. Viola se apropiaba de todo, aunque adobándolo con detalles sórdidos de su propia cosecha que a sus amigas les sonaban inquietantes y misteriosos. Hablaba, por ejemplo, de locales en los que nunca había estado, pero describiendo al detalle la iluminación psicodélica o la sonrisa maliciosa que le había dirigido el camarero al servirle un cubalibre.

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