La Soledad de los números primos (7 page)

BOOK: La Soledad de los números primos
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—Sol —dijo al fin Alice.

—¿Qué?

—Tengo que pedirte una cosa.

Soledad dejó los volúmenes en la mesa y se le acercó.

—Dime,
mi amorcito
.

—Necesito que me hagas un favor.

—¿Un favor? Claro, dime.

Alice se enrolló en el dedo el elástico de los pantalones.

—El sábado voy al cumpleaños de mi amiga Viola.

—Ay, pues qué bien —sonrió Soledad.

—Quiero llevar un postre y me gustaría prepararlo yo. ¿Tú me ayudarías?

—Pues claro, mi vida. ¿Qué postre?

—No lo sé, una tarta, o un tiramisú… o esa tarta que haces tú con canela.

—La tarta de mi madre —dijo Soledad no sin orgullo—. Yo te enseño cómo se prepara.

Alice la miró suplicante.

—Entonces, ¿vamos el sábado a hacer la compra, aunque libres?

—Pues claro, mi vida.

Por un momento, Soledad se sintió importante y en aquella joven insegura reconoció a la niña que había criado.

—¿Y podrías llevarme a otro sitio? —preguntó Alice.

—¿A qué sitio?

La muchacha vaciló un instante y luego contestó decidida:

—A hacerme un tatuaje.

—Oh,
mi amorcito
—objetó Soledad con pena—. Ya sabes que tu padre no quiere.

—No tiene por qué saberlo. Y no me lo verá —insistió Alice, gimoteando.

Soledad sacudió la cabeza.

—Va, Sol, por favor —le suplicó Alice—. Si voy sola no me lo harán, se necesita el permiso de los padres.

—¿Y entonces yo qué puedo hacer?

—Hacerte pasar por mi madre. Sólo tienes que firmar un papel y no te preguntarán nada.

—Da igual, no puede ser. Tu padre me despediría.

Alice se puso de pronto más seria y la miró fijamente.

—Será nuestro secreto, Sol. —Hizo una pausa—. Al fin y al cabo ya tenemos uno, ¿o no?

Soledad la miró desconcertada, sin comprender al pronto.

—Yo sé guardar un secreto —prosiguió Alice, con calma. Se sentía fuerte y despiadada como Viola—. Si no, hace tiempo que te habrían despedido.

La criada sintió una opresión en la garganta y balbució:

—Pero…

—¿Sí o no? —la apremió Alice.

Soledad humilló los ojos y murmuró:

—Vale.

Se dio media vuelta y empezó a ordenar los libros de la estantería, mientras se le saltaban dos lagrimones.

10

Mattia era deliberadamente muy silencioso en todos sus movimientos. Aunque sabía que el desorden del mundo no puede sino aumentar, que el ruido de fondo crecerá hasta cubrir toda señal coherente, creía que si ejecutaba con cuidado todos sus actos tendría menos culpa en esta lenta desintegración.

Caminaba apoyando primero la punta del pie y luego el talón, descansando el peso en ambos extremos, con lo que reducía al mínimo la superficie de contacto con el suelo. Había aprendido esta técnica hacía años, cuando se levantaba por las noches y registraba en secreto la casa, porque las manos se le secaban tanto que para seguir sintiéndolas suyas nada le parecía mejor que pasar por ellas algún objeto con filo. Con el tiempo, aquel andar raro y sigiloso había acabado siendo su natural caminar.

No era infrecuente que sus padres se lo encontraran repentinamente de frente, cual holograma proyectado desde el suelo, con su mirada ceñuda y la boca siempre cerrada. Un día a su madre se le cayó un plato del susto; Mattia se agachó a recoger los trozos y bastante le costó resistir la atracción de aquellos bordes afilados. Su madre le dio las gracias con embarazo y cuando él desapareció se sentó en el suelo y allí se quedó un buen rato, derrotada.

Mattia giró la llave en la puerta de la casa. Había aprendido que si tiraba del pomo y tapaba con la mano el ojo de la cerradura podía ahogar casi del todo el chasquido del pestillo. Y aún más con la mano vendada.

Se deslizó en el vestíbulo, introdujo la llave por dentro y repitió la operación; no parecía sino que allanara su propia morada.

Su padre ya estaba en casa, había vuelto antes de lo habitual. Cuando oyó que alzaba la voz se detuvo, sin saber si pasar por el salón e interrumpir la discusión de sus padres, o salir de nuevo y no entrar hasta que desde el patio viera que apagaban la luz.

—…que no me parece justo —decía su padre en tono de reproche.

—Claro —replicó Adele—, tú prefieres hacer como si nada, fingir que no pasa nada.

—¿Pues qué es lo que pasa?

Hubo una pausa. Mattia pudo imaginarse con claridad a su madre abatir la cabeza y apretar los labios, como diciendo contigo es imposible.

—¿Que qué pasa? —contestó—. Pasa que…

Mattia se detuvo a un paso de la franja de luz que proyectaba la puerta del salón sobre el vestíbulo. Observó la línea de sombra que iba del suelo a las paredes y el techo. Formaba un trapecio, aunque se dijo que era por engaño de la perspectiva.

Su madre suspendía con frecuencia las frases a la mitad, como si mientras las pronunciaba se olvidara del final. Aquellas interrupciones dejaban en sus ojos y en el aire como burbujas de vacío que Mattia se imaginaba haciendo explotar con el dedo.

—Pasa que delante de todos sus compañeros se ha clavado un cuchillo en la mano. Pasa que creíamos que eso se había terminado y hemos vuelto a equivocarnos —contestó su madre.

Mattia comprendió que hablaban de él, pero no se inmutó. Sólo se sintió algo culpable de estar allí escuchando una conversación que no debía.

—Pero ésa no es razón para hablar con los profesores a sus espaldas —replicó el padre, si bien en tono más humilde—. Ya es mayorcito y tiene derecho a estar presente.

—Por Dios, Pietro —replicó la madre, que nunca lo llamaba por su nombre—, la cuestión no es ésa, ¿no lo ves? Y deja de tratarlo como si fuera… —Se interrumpió.

El silencio se expandió por el ambiente como carga electrostática. Mattia tuvo un estremecimiento.

—¿Como si fuera qué?

—Como si fuera normal —reconoció la madre.

Mattia notó que la voz le temblaba un poco y se preguntó si estaría llorando. Desde aquella tarde era algo que le sucedía a menudo, casi siempre sin motivo, o porque la carne le había quedado gomosa o las plantas del balcón se habían llenado de parásitos. Pero, fuera por lo que fuese, siempre lloraba con la misma desesperación, como si todo fuera irremediable.

—Sus profesores dicen que no tiene amigos, que sólo habla con el compañero de al lado y siempre está con él. Cuando a su edad los chicos salen por la noche, ligan…

—¿No creerás que es… —la interrumpió el padre— que es…?

Mattia quiso completar la frase, aunque no supo cómo.

—No, no lo creo —contestó la madre—, aunque casi prefiero que sólo sea eso. A veces pienso que algo de Michela se ha reencarnado en él.

El padre soltó un profundo resoplido y dijo con cierta irritación:

—Prometiste que no volverías a hablar del tema.

Mattia pensó un instante en Michela, que había desaparecido en la nada, pero enseguida distrajo su atención la imagen empequeñecida y distorsionada de sus padres reflejada en la superficie curva y pulida de un paragüero. Empezó a rascarse el codo con la llave, cuyos dientes notaba pasar por el hueso.

—¿Sabes lo que más miedo me da? —dijo Adele—. Las buenas notas que saca, nueves, dieces, siempre las más altas… Hay algo espantoso en eso.

Mattia oyó que su madre se sorbía, primero una vez y luego otra, esta última como si tuviera la nariz oprimida contra algo. Supuso que su padre la había abrazado.

—Tiene quince años, edad cruel —dijo Pietro.

La madre no contestó. Mattia oyó cómo aquellos sollozos rítmicos aumentaban hasta un punto álgido y luego disminuían poco a poco hasta cesar.

Aprovechando aquel silencio entró en el salón. Heridos por la luz, los ojos se le cerraron levemente. Se detuvo a dos pasos de sus padres, que, abrazados, lo miraron con pasmo, como dos chiquillos sorprendidos haciendo manitas. Sus semblantes estupefactos parecían preguntar cuánto tiempo llevaba ahí.

Mattia miró un punto intermedio entre ambos y dijo:

—El sábado voy a la fiesta de unos amigos.

Luego continuó hacia el pasillo y se metió en su cuarto.

11

El de los tatuajes miró receloso primero a Alice y luego a aquella mujer de piel oscura y expresión temerosa a la que la cría había presentado como su madre. No se lo creyó ni por un segundo, pero no era asunto suyo. A mentiras como aquélla y a adolescentes caprichosas estaba acostumbrado. Y cada vez son más jóvenes, pensó, ésta no tendrá ni diecisiete. Aunque tampoco iba a rechazar un trabajo por cuestión de principios. Hizo sentarse a la mujer, que estuvo el resto del tiempo, quieta y en silencio, con el bolso entre las manos, como si de un momento a otro fuera a marcharse, y mirando a todos lados menos a la aguja.

La cría no se quejó. Él le preguntaba si le dolía, pues era una pregunta que no podía dejar de hacer, y ella contestaba que no apretando los dientes.

Al final le aconsejó que llevara la gasa al menos tres días y se limpiara la herida mañana y noche durante una semana, le regaló un frasco de vaselina y se guardó la pasta.

En el baño de su casa, Alice despegó el esparadrapo que sujetaba la venda. El tatuaje tenía unas cuantas horas de vida y ya se lo había mirado por lo menos diez veces. Y siempre que lo hacía su entusiasmo se evaporaba un poco como agua de charco al sol de agosto. Esta vez se fijó en lo roja que se había puesto la piel alrededor del dibujo y con un nudo en la garganta se preguntó si recuperaría su color natural. Pero pronto desechó tal temor. Odiaba que todo lo que hacía se le antojara irremediable, definitivo. Lo llamaba «el peso de las consecuencias» y estaba convencida de que era otro de los fastidiosos rasgos paternos que con los años arraigaban más y más en su ser. Envidiaba rabiosamente la despreocupación de las chicas de su edad, su frívolo sentido de inmortalidad. Deseaba poseer la ligereza que correspondía a sus quince años, pero cuando trataba de alcanzarla no sentía sino la furia con que volaba el tiempo. Y el peso de las consecuencias se volvía insoportable y sus pensamientos empezaban a dar vueltas cada vez más rápido, en círculos más y más estrechos.

En el último momento había cambiado de idea, y así se lo dijo al tío que había encendido aquella zumbante máquina y aproximaba a su vientre la punta de la aguja. ¿Ya no quieres hacértelo?, le preguntó el otro sin sorpresa. Ella contestó que sí quería, pero no una rosa, sino una violeta.

El de los tatuajes se quedó mirándola desconcertado y le dijo que no sabía muy bien cómo eran las violetas. Pues parecidas a las margaritas, le explicó Alice, pero con tres pétalos arriba y dos abajo, y de color lila. Vale, dijo el otro, y puso manos a la obra.

Alice se miró la florecilla que le adornaba el ombligo y se preguntó si Viola entendería que se lo había hecho por ella, por su amistad. Decidió que no se lo enseñaría hasta el lunes. Quería mostrárselo sin costras y en todo el esplendor de su piel clara. Se reprochó no haber despertado antes, porque habría podido tenerlo listo para la noche. Se figuró qué pasaría cuando se lo enseñara en secreto al chico al que había invitado a la fiesta. Dos días antes Mattia se había presentado ante ella y Viola con su aire ensimismado y les había dicho que él y Denis irían a la fiesta. Viola no tuvo tiempo de hacer ningún comentario desagradable, porque al instante el chico dio media vuelta y se alejó pasillo adelante, cabizbajo.

No estaba segura de querer besarlo, pero la suerte ya estaba echada y si se acobardaba quedaría fatal ante Viola. Calculó la altura exacta a la que debía quedar el ribete de la braga para que se viera el tatuaje pero no la cicatriz que había justo debajo. Se puso unos vaqueros, una camiseta y un suéter holgado que le tapara todo, tatuaje, cicatriz y huesudas caderas. Salió del baño y fue a la cocina, donde Soledad estaba preparando para ella su tarta con canela.

12

Con hondas y prolongadas inspiraciones, Denis trataba de llenar sus pulmones del olor del coche de Pietro Balossino, olor a sudor levemente acre que no parecían rezumar tanto las personas como las fundas ignífugas de los asientos, y a algo húmedo que debía de llevar allí muchos días, oculto quizá bajo las alfombrillas. Aquellos olores se mezclaban formando una especie de venda cálida que le envolvía la cara.

Con gusto se habría quedado toda la noche en aquel coche, recorriendo una y otra vez las carreteras medio oscuras de la colina, viendo cómo los faros de los coches que venían en sentido contrario iluminaban la cara de su amigo y la dejaban nuevamente en la sombra, para no consumirla. Mattia iba sentado delante, con su padre. Denis, que espiaba sus semblantes inexpresivos, tenía la impresión de que se hubieran puesto de acuerdo para no pronunciar palabra en todo el trayecto, y para evitar que ni por casualidad se cruzasen sus miradas.

Observó que tenían el mismo modo de coger los objetos, rozándolos con los dedos estirados más que apretándolos, como si temieran deformarlos. Así maniobraba el señor Balossino el volante. Mattia pasaba sus lastimadas manos por las aristas de la caja del regalo que su madre le había comprado a Viola, y que él llevaba sobre sus piernas juntas.

—¿Así que vas al colegio con Matti? —dijo el señor Balossino en tono voluntarioso.

—Sí —contestó Denis con una vocecita aguda que parecía habérsele atragantado mucho tiempo—. Nos sentamos juntos.

El padre de Mattia asintió gravemente y, descargada la conciencia, volvió a sumirse en sus pensamientos. Mattia no pareció ni darse cuenta de este conato de conversación y, sin apartar los ojos del parabrisas, siguió preguntándose si la causa de que la raya discontinua de la mediana se percibiera como una línea continua era el retraso del ojo en responder o algún otro mecanismo más complejo.

Pietro Balossino detuvo el coche a un metro de la gran verja de entrada de la propiedad de los Bai y echó el freno de mano, por estar la calle en ligera cuesta. Inclinándose hacia delante para atisbar entre la verja, comentó:

—No vive mal vuestra amiga.

Ni Denis ni Mattia confesaron que de aquella chica apenas conocían más que el nombre.

—Entonces os recojo a medianoche, ¿os parece?

—A las once —se apresuró a precisar Mattia—, mejor a las once.

—¿A las once? Pero si ya son las nueve. ¿Qué podéis hacer en un par de horas?

—A las once —insistió Mattia.

Pietro Balossino inclinó la cabeza y dijo vale.

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