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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

La sombra de Ender (5 page)

BOOK: La sombra de Ender
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Estaba ganando peso. Le estaban volviendo a crecer los músculos de los brazos y las piernas. No se cansaba sólo con cruzar la calle. Ahora podía mantener mejor el ritmo, cuando los otros echaban a correr. Todos se sentían más enérgicos. Estaban sanos, comparados con los pilluelos callejeros que no tenían papá. Todos podían notarlo. A los otros matones no les supondría ningún problema reclutar sus propias familias.

Sor Carlotta era reclutadora del programa de entrenamiento para niños de la Flota Internacional. Esta actividad había sido duramente criticada en su orden, y al final había logrado salirse con la suya amparándose en el Tratado de Defensa de la Tierra, lo cual constituía una velada amenaza. Si denunciaba a la orden por obstruir su trabajo para la EL, la orden perdería sus privilegios de exención de impuestos y reclutamiento. Sin embargo, ella era consciente de que cuando la guerra terminase y expirara el tratado, sin duda sería una monja en busca de hogar, pues no habría sitio para ella entre las Hermanas de San Nicolás.

Pero sabía que su misión en la vida era cuidar de los niños pequeños, y tal como ella lo veía, si los insectores ganaban la próxima etapa de la guerra, todos los niños pequeños de la Tierra morirían. Obviamente, Dios no querría que eso sucediera… Sin embargo, desde su punto de vista, al menos, Dios no deseaba que sus siervos esperaran sentados a que obrara milagros para salvarlos. Quería que sus siervos trabajaran lo mejor posible para hacer el bien. Y por este motivo su misión, como Hermana de San Nicolás, era usar su formación en el desarrollo infantil para servir a la causa bélica. Mientras la F.I. pensara que merecía la pena reclutar a niños extraordinariamente dotados para funciones de mando en futuras batallas, ella ayudaría a encontrarlos, en especial a aquellos que fácilmente serían pasados por alto. Nunca prestaban atención a algo tan infructuoso como esculcar las sucias calles de cada ciudad superpoblada del mundo, en busca de los malnutridos niños salvajes que mendigaban y robaban y se morían allí de hambre; de hecho, la posibilidad de encontrar a un niño con la inteligencia, la capacidad y el carácter para abrirse un hueco en la Escuela de Batalla era remota.

No obstante, para Dios todo era posible. ¿No decía que los débiles se volverían fuertes, y los fuertes débiles? ¿No nació Jesús de un humilde carpintero y su esposa en la provincia remota de Galilea? La genialidad de los niños nacidos del privilegio y el acomodo, o incluso de la mera suficiencia, difícilmente mostraría el milagroso poder de Dios. Y ése era el milagro que ella estaba buscando. Dios había creado a la humanidad a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó. Ningún insector de otro planeta iba a destruir la obra de Dios.

A pesar de todo, a lo largo de los años su entusiasmo, si no su fe, había menguado un poco. Ni un solo niño había conseguido tener más que un éxito mínimo en las pruebas. En efecto, se sacaba a aquellos niños de la calle y se les entrenaba, pero no en la Escuela de Batalla. No se les preparaba para que salvaran al mundo. Así que empezó a pensar que su verdadero trabajo era otro tipo de milagro: dar esperanza a los niños, encontrar unos cuantos que rescatar del abismo, para que recibieran un trato especial por parte de las autoridades locales. Se encargaba de señalar a los niños más prometedores, y luego enviaba un correo electrónico a las autoridades. Algunos de sus primeros éxitos se habían graduado ya en la universidad: decían que debían sus vidas a sor Carlotta, pero ella sabía que se la debían a Dios.

Entonces llegó la llamada de Helga Braun en Rotterdam, quien le comunicaba ciertos cambios que habían experimentado los niños que acudían a su comedor de caridad. Civilización, lo había llamado. Los niños, por su cuenta, se estaban volviendo civilizados.

Sor Carlotta acudió de inmediato, para ver algo que parecía un milagro. Y en efecto, cuando lo contempló con sus propios ojos, apenas nudo creerlo. La cola para el desayuno rebosaba ahora de niños pequeños. Los mayores, en vez de abrirse paso a empujones e intimidarlos para que ni siquiera se molestaran en intentarlo, los conducían, los protegían, se aseguraban de que cada uno obtuviera su parte. Helga se dejó llevar por el pánico al principio, temerosa de quedarse sin comida… No obstante, descubrió que cuando los benefactores potenciales vieron cómo actuaban estos niños, los donativos aumentaron. Ahora siempre había de sobra… por no mencionar la gran cantidad de voluntarios que colaboraban.

—Estaba al borde de la desesperación —le dijo a sor Carlotta—. Ese día me dijeron que un camión había arrollado a uno de los niños y le había roto las costillas. Naturalmente era mentira, pero allí estaba, justo en la cola. Ni siquiera trataron de ocultármelo. Iba a rendirme. Iba a encomendar a los niños a Dios y a irme a vivir con mi hijo mayor a Frankfurt, donde no existe ningún tratado que obligue al gobierno a aceptar a todos los refugiados de cualquier parte del globo.

—Me alegra que no lo hiciera —dijo sor Carlotta—. No se les puede encomendar a Dios, cuando Dios nos los ha encomendado a nosotros.

—Bueno, eso es lo más curioso. Tal vez a causa de la pelea que hubo en la cola, esos niños tomaron conciencia de la vida tan horrorosa que llevaban, pues ese mismo día uno de los niños mayores… el más débil, con una pierna mala, lo llaman Aquiles… bueno, supongo que yo le puse ese nombre hace muchos años, porque Aquiles tenía un talón débil, ya sabe… Aquiles, bueno, apareció en la cola con un grupo de niños pequeños. Me pidió protección, advirtiéndome de lo que le había ocurrido a aquel pobre chico de las costillas rotas… ése al que yo llamo Ulises, porque deambula de comedor en comedor. Sigue en el hospital, tenía las costillas completamente aplastadas, ¿puede creer semejante brutalidad? Pues bien, Aquiles me advirtió que lo mismo podía pasarle a los pequeños, así que hice un esfuerzo, salí temprano para vigilar la cola, y conseguí que la policía por fin me concediera un hombre, voluntarios fuera de servicio al principio, con paga parcial, pero ahora ya forman parte del cuerpo… Debería haber supuesto que yo tendría que vigilar la cola todo el tiempo, pero ¿no comprende? No servía de nada porque ellos no intimidaban en la cola, lo hacían donde yo no podía ver, así que no importaba cómo los vigilara, eran siempre los niños más grandes y malvados los que acababan en la cola, y sí, sé que son también hijos de Dios y les di de comer y traté de predicar el evangelio mientras comían, pero estaba perdiendo fuerzas. Eran muy despiadados, carecían de toda compasión, pero Aquiles fue y se encargó de un grupo entero de niños, entre los que se encontraba un niño muy pequeño, el crío más pequeño que había visto jamás en las calles. Me partió el corazón, lo llaman Bean, es tan pequeño… Debía de tener dos años, aunque desde entonces he descubierto que él piensa que tiene cuatro, y habla como si tuviera diez al menos, es muy precoz, supongo que por eso ha vivido tanto tiempo hasta conseguir la protección de Aquiles. Pero era sólo piel y huesos, la gente dice eso cuando alguien es flaco, pero en el caso del pequeño Bean, era cierto, no sé cómo tenía músculos suficientes para caminar, para estar de pie, sus brazos y piernas eran tan delgados como una hormiga… ¿no es horrible? ¿Compararlo con los insectores? O debería hablar de fórmicos, ya que ahora dicen que insector es una palabra fea en inglés, aunque la F.I. Común no es inglés
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, aunque empezara así, ¿no cree?

—Bien, Helga, me estaba contando que todo empezó con ese tal Aquiles.

—Llámeme Hazie. Ahora somos amigas, ¿no? —dijo, agarrando la mano de sor Carlotta—. Tiene que ver a ese chico. ¡Valor! ¡Tenga vista! Hágale las pruebas, sor Carlotta. ¡Es un líder de hombres! ¡Un civilizador!

Sor Carlotta no señaló que los civilizadores a menudo no eran buenos soldados. Era suficiente que el muchacho fuera interesante, y no había reparado en él la primera vez. Eso le servía de recordatorio: tenía que ser concienzuda.

En la oscuridad del amanecer, sor Carlotta llegó a la puerta donde se había formado ya la cola. Helga la llamó, y luego señaló con un gesto ampuloso a un jovencito con bastante buen aspecto rodeado de niños más pequeños. Sólo cuando se acercó y lo vio dar un par de pasos, advirtió el mal estado en que se encontraba su pierna derecha. Trató de realizar un diagnóstico. ¿Un caso de polio? ¿Un pie zambo, no corregido a tiempo? ¿Una rotura que no había soldado bien?

Apenas importaba. La Escuela de Batalla no iba a aceptarlo con esa lesión.

Entonces, en los ojos de los niños, percibió la adoración que sentían por el joven a quien llamaban papá; el deseo de que les aprobara. Pocos hombres adultos eran buenos padres. Este muchacho de… (¿cuántos, once, doce años?) ya había aprendido a ser un padre extraordinariamente bueno. Protector, proveedor, rey, dios de sus pequeños. Lo que hagáis a alguno de estos pequeños, me lo habréis hecho a mí. Cristo ocupaba un lugar especial en lo más profundo de su corazón para este Aquiles. Por lo tanto, lo pondría a prueba, y tal vez pudieran corregir su pierna; si no lo conseguía, sin duda encontraría sitio para él en algún buen colegio de una de las ciudades de Holanda, perdón, el Territorio Internacional, que no estuviera completamente abrumado por la desesperada pobreza de los refugiados.

Él se negó.

—No puedo dejar a mis hijos —dijo.

—Pero seguro que alguno de los demás podrá cuidarlos.

Una niña, vestida como si fuera un niño, intervino.

—¡Yo puedo!

Pero estaba claro que no podía: era demasiado pequeña. Aquiles tenía razón. Sus hijos dependían de él, y dejarlos sería una irresponsabilidad. El motivo por el que estaba aquí era porque era civilizado; los hombres civilizados no dejan a sus hijos.

—Entonces yo vendré a ti —resolvió ella—. En cuanto hayáis comido, llévame al lugar donde pasáis el día, y dejad que os enseñe a todos unas cuantas cosas del colegio. Sólo durante unos días, pero eso bastará, ¿de acuerdo?

Sí, eso bastaría. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sor Carlotta impartió clase a un grupo de niños. Y nunca había tenido una clase como ésta. Justo cuando su trabajo había empezado a parecer inútil, incluso para ella misma, Dios le brindaba esa oportunidad. Puede que incluso ocurriera un milagro. ¿No era el oficio de Cristo hacer andar a los cojos? Sin duda, si Aquiles salía bien de las pruebas, Dios dejaría que le arreglaran la pierna, dejaría que estuviera al alcance de la medicina.

—La escuela está bien —constató Aquiles—. Ninguno de estos pequeños sabe leer.

Naturalmente, sor Carlotta era consciente de que, si Aquiles sabía leer, desde luego que no lo hacía bien.

Pero por algún motivo, quizás por algún movimiento imperceptible, cuando Aquiles afirmó que ninguno de los pequeños sabía leer, el más pequeño de todos, el que llamaban Bean, llamó su atención. Ella lo miró a los ojos, que chispeaban como si fueran distantes fuegos de campamento en una noche negra, y supo que él sí sabía leer. Supo, sin saber cómo, que no se trataba de Aquiles, que Dios la había enviado a conocer a este pequeño.

Se estremeció, librándose de la sensación. Era Aquiles quien era el civilizador, quien hacía el trabajo de Cristo. Era el líder que la EL, querría, no el más débil y pequeño de los discípulos.

Bean permaneció lo más callado que pudo durante las clases en la escuela; nunca abría la boca, no respondía jamás, aunque sor Carlotta trató de insistir en ello. Sabía que le perjudicaría el hecho de que nadie supiera que ya sabía leer y contar, y que comprendía todos los lenguajes que se hablaban en la calle, pues se apropiaba de los nuevos idiomas como otros niños se apropiaban de unas piedras. Fuera lo que fuese que sor Carlotta estaba haciendo, fueran cuales fuesen los regalos que tenía que repartir, si los otros niños llegaban a sospechar que Bean intentaba hacerse el listo, adelantarse a ellos, él sabía que nunca regresaría a la escuela. Y aunque ella enseñaba principalmente conocimientos que él ya poseía, sus alumnos podrían sacar mucho más de sus lecciones, y quizás adentrarse en un mundo más amplio, de gran pericia y sabiduría. Ningún adulto se había entretenido jamás en hablarles así, y él se relamía con el sonido del lenguaje culto bien hablado. Cuando ella enseñaba lo hacía en la F.I. Común, naturalmente, pues era parte del lenguaje de la calle, pero como muchos de los niños habían aprendido también holandés y algunos incluso tenían el holandés como lengua materna, a menudo explicaba las cuestiones más difíciles en ese idioma. Cuando se sentía frustrada, y murmuraba entre dientes, lo hacía en español, el idioma de los mercaderes de Jonker Frans Straat, y Bean trataba de desentrañar el significado de las nuevas palabras que ella murmuraba. Sus conocimientos eran un auténtico festín, y si él se quedaba callado, podría asistir al banquete.

Sin embargo, sólo llevaban una semana de escuela cuando cometió un error. Ella les repartió unos papeles con una serie de anotaciones. Bean leyó su papel de inmediato. Era una prueba y las instrucciones decían que había que señalar con un círculo la respuesta correcta de cada pregunta. Así que empezó a marcarlas, una a una, y ya iba por la mitad de la página cuando advirtió que todo el grupo había guardado silencio.

Todos lo miraban, porque eso era lo que hacía sor Carlotta.

—¿Qué estás haciendo, Bean? — preguntó ella—. Ni siquiera os he dicho todavía en qué consiste la prueba. Por favor, entrégame tu papel.

Qué estúpido, despistado y descuidado había sido… Si moría por ello, se lo habría ganado a pulso.

Entregó el papel.

Ella lo miró, y luego lo miró a él, con mucha atención.

—Termínalo —le ordenó.

Bean recuperó el papel. Su lápiz gravitó sobre la página. Fingió estar esforzándose con las respuestas.

—Has respondido a las quince primeras preguntas en un minuto y medio —dijo sor Carlotta—. Por favor, no esperes que me crea que de repente te resulta difícil la siguiente cuestión.

Su voz era seca y sarcástica.

—No puedo hacerlo —dijo él—. Sólo estaba jugando.

—No me mientas —dijo Carlotta—. Haz el resto.

Él se rindió y las resolvió todas. No tardó mucho. Eran fáciles. Entregó el papel.

Ella le echó una ojeada y no dijo nada.

—Espero que el resto aguarde hasta que yo termine de explicar las instrucciones y os lea las preguntas. Si tratáis de adivinar por vuestra cuenta lo que significan las palabras difíciles, tendréis mal todas las respuestas.

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