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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

La sombra de Ender (8 page)

BOOK: La sombra de Ender
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—Qué dilema.

—¿Qué es un dilema?

—Iba a hacerle las pruebas también a Aquiles. Creo que podría entrar en la Escuela de Batalla.

Todo el cuerpo de Bean se tensó.

—Entonces no me envíe a mí. Él o yo.

—¿De verdad crees…? — La voz de la monja se apagó—. ¿De verdad crees que intentaría matarte allí?

—¿
Intentar
? —replicó Bean, mostrando su desdén—. Aquiles no
intenta
.

Sor Carlotta sabía que la personalidad de la que hablaba Bean, aquella implacable determinación, era uno de los requisitos indispensables para ingresar en la Escuela de Batalla. Podría hacer que Aquiles les resultara más atractivo que Bean. Y allí arriba podrían canalizar aquella violencia asesina, darle un buen uso.

Pero civilizar a los matones de la calle no había sido idea de Aquiles. Había sido Bean quien lo había pensado. Increíble, para un niño tan joven. Este niño era el premio, no el que vivía para la venganza en frío. Pero una cosa estaba clara. Sería un error por su parte llevarlos a ambos. Aunque sin duda también podría llevar al otro a una escuela aquí en la Tierra, y apartarlo de las calles. Aquiles se volvería verdaderamente civilizado, al ver que la desesperación de la calle ya no incitaba a los niños a la violencia.

Entonces se dio cuenta de la tontería que había estado pensando. No era la desesperación de la calle lo que impulsó a Aquiles a asesinar a Poke. Fue el orgullo. Fue Caín, quien pensó que la vergüenza era motivo suficiente para quitarle la vida a su hermano. Fue Judas, quien no vaciló en besar antes de matar. ¿En qué estaba pensando, en considerar el mal como si fuera un mero producto mecánico de la privación? Todos los niños de la calle sufrían miedo y hambre, indefensión y desesperación. Pero no todos se convertían en asesinos calculadores y fríos.

Es decir, si Bean tenía razón.

Pero ella no albergaba ninguna duda de que Bean le decía la verdad. Si Bean mentía, renunciaría a juzgar el carácter infantil. Ahora que lo pensaba, Aquiles era astuto. Un adulador. Todo lo que decía estaba calculado para impresionar. Pero Bean hablaba poco, y cuando lo hacía hablaba con claridad. Y era joven, y su miedo y su pesar en esta habitación eran reales.

Naturalmente, también había instado a matar a otro niño.

Pero sólo porque suponía un peligro para los demás. No era orgullo.

¿Cómo puedo juzgar? ¿No se supone que Cristo es el juez de los vivos y los muertos? ¿Por qué esto está en mi mano, cuando no soy digna de hacerlo?

—¿Quieres quedarte aquí, Bean, mientras comunico los resultados de tu prueba a la gente que autoriza el acceso a la Escuela de Batalla? Aquí estarás a salvo.

Él se miró las manos y asintió. Entonces apoyó la cabeza en sus brazos y sollozó.

Aquiles volvió al nido esa mañana.

—No podía mantenerme alejado —dijo—. Era una situación demasiado arriesgada.

Los llevó a desayunar, como siempre. Pero Poke y Bean no estaban allí.

Entonces Sargento hizo su ronda habitual, escuchando aquí y allá, hablando con otros niños, hablando con un adulto u otro, para descubrir qué sucedía, averiguar cualquier dato que pudiera ser de utilidad. Fue en el muelle de Winjhaven donde oyó a algunos de los marineros comentar que había aparecido un cadáver en el río esa mañana. Una niña. Sargento se informó de dónde habían llevado el cuerpo hasta que llegaran las autoridades. No se amedrentó, se acercó directamente al cadáver, que estaba cubierto por una lona, y sin pedir permiso a nadie la retiró y miró a la niña.

—¡Chico! ¿Qué estás haciendo?

—Se llama Poke —dijo.

—¿La conoces? ¿Sabes quién puede haberla matado?

—Un chaval llamado Ulises, ése es el que la mató —afirmó Sargento. Entonces soltó la lona y terminó su ronda. Aquiles tenía que saber que sus temores no eran infundados, que Ulises iba a eliminar a todos los miembros de la familia que pudiera.

—No tenemos más remedio que matarlo —dijo Sargento. Ya se ha derramado suficiente sangre —contestó Aquiles—. Pero me temo que tienes razón.

Algunos de los niños más pequeños lloraban. Uno de ellos explicó: Poke me dio de comer cuando me estaba muriendo. — Cierra el pico —ordenó Sargento—. Ahora comemos mejor que cuando Poke era la jefa.

Puso una mano sobre el hombro de Sargento y trató de tranquilizarlo.

—Poke hizo lo mejor que un jefe de banda podía hacer. Y ella es la que me aceptó en la familia. Así que en cierto modo, todo lo que yo hago para vosotros lo consiguió ella.

Todos asintieron solemnemente.

—¿Crees que Ulises se cargó a Bean también? —preguntó un niño.

—Si lo hizo, es una gran pérdida —dijo Sargento.

—Toda pérdida para mi familia es una gran pérdida —aclaró Aquiles—. Pero ya no habrá más. Ulises tendrá que marcharse de la ciudad, ahora mismo, o morirá. Haz correr la voz, Sargento. Que se sepa en las calles que el desafío sigue en pie. Ulises no comerá en ningún comedor de la ciudad, hasta que se enfrente a mí. Eso es lo que decidió él mismo, cuando eligió clavarle a Poke un cuchillo en el ojo.

Sargento le dirigió un saludo militar y echó a correr. Ésa habría sido la imagen de la obediencia total si no hubiera llorado mientras corría. Porque no le había dicho a nadie cómo había muerto Poke, cómo su ojo se había convertido en una cuenca ensangrentada. Tal vez Aquiles lo sabía de alguna otra forma, tal vez ya se había enterado, pero no lo mencionó hasta que Sargento regresó con las noticias. Tal vez, tal vez. Sargento sabía la verdad. Ulises no levantó la mano contra nadie. Lo hizo Aquiles. Como había advertido Bean desde el principio. La mató ahora porque las culpas recaerían en Ulises. Y allí estaba, hablando de lo buena que era ella y de cómo todos deberían de estarle agradecidos y diciendo que todo lo que Aquiles podía darles, era gracias a Poke.

Así que Bean tenía razón. En todo. Aquiles podría ser un buen padre para la familia, pero también era un asesino, y nunca perdonaba.

Pero Poke lo sabía. Bean la había advertido, y ella lo sabía, pero escogió a Aquiles como padre de todas formas. Lo escogió y luego murió por él. Era como ese Jesús del que Helga predicaba en su comedor mientras comían. Murió por su gente. Y Aquiles era como Dios. Hacía que la gente pagara por sus pecados, no importaba lo que hicieran.

Lo importante es estar del lado de Dios. Eso es lo que enseña Helga, ¿no? Estar con Dios.

Estaré con Aquiles. Honraré a mi padre, eso seguro, para poder permanecer vivo hasta que sea lo bastante mayor para seguir solo.

Y en cuanto a Bean, bueno, era listo, pero no lo suficiente para permanecer con vida, y si no eres lo bastante listo para permanecer con vida, entonces estás mejor muerto.

Cuando Sargento llegó a su primera esquina para divulgar la noticia de que Aquiles prohibía a Ulises probar bocado en ningún comedor de la ciudad, ya había dejado de llorar. Se acabó la pena. Ahora se trataba de sobrevivir. Aunque Sargento sabía que Ulises no había matado a nadie, pretendía hacerlo, y seguía siendo importante que muriera para proteger a la familia. La muerte de Poke era una buena excusa para exigir al resto de los padres que se retiraran y dejaran que Aquiles tratara con él. Cuando todo terminara, Aquiles sería el líder de todos los padres de Rotterdam. Y Sargento permanecería a su lado, sabiendo el secreto de su venganza, sin decírselo a nadie, porque de este modo Sargento, la familia y todos los pillastres de Rotterdam lograrían sobrevivir.

4. Recuerdos

—Me equivoqué con el primero, los resultados que ha obtenido en las pruebas son satisfactorios, pero su carácter no acaba de encajar en la Escuela de Batalla.

—No entiendo cómo ha llegado a esta conclusión a partir de las pruebas que me ha mostrado.

—Es muy agudo. Da las respuestas correctas, pero no son verdad.

—¿Y qué prueba realizó usted para determinar eso?

—Cometió un asesinato.

—Sí, eso es un contratiempo. ¿Y el otro? ¿Qué se supone que voy a hacer con un niño tan pequeño? A un pez tan chico normalmente se le vuelve a arrojar a la corriente.

—Enséñenle. Denle de comer. Crecerá.

—Ni siquiera tiene nombre.

—Sí que lo tiene.

—¿Bean? ¿Habichuela? Eso no es un nombre, es una broma.

—No lo será cuando termine con eso.

—Consérvelo hasta que tenga cinco años. Haga con él lo que pueda y muéstreme los resultados entonces.

—Tengo que encontrar a otros.

—No, sor Carlotta, no. En todos sus años de búsqueda, éste es el mejor que ha encontrado. Y no hay tiempo para encontrar otro. Eduque a éste, y toda su obra merecerá la pena, por lo que respecta a la F.l.

—Me asusta cuando dice que no hay tiempo.

—No veo por qué. Los cristianos llevan milenios esperando el final inminente del mundo.

—Pero todavía no ha llegado este final.

—Hasta ahora.

Al principio, lo único que le importaba a Bean era la comida. Había suficiente. Comía todo lo que caía en sus manos. Comía hasta que se quedaba repleto: ésa era la palabra más milagrosa de todas, que hasta ese momento no había tenido ningún significado para él. Comía hasta saciarse. Comía hasta reventar. Comía con tanta frecuencia que descargaba las tripas todos los días, a veces dos veces al día. Se reía de eso y se lo contaba a sor Carlotta.

—¡Todo lo que hago es comer y cagar!

—Como una bestia del bosque —decía la monja—. Es hora de que empieces a ganarte esa comida.

Naturalmente, ella cada día le daba clases de lectura y aritmética, para que llegara al «nivel» adecuado, aunque nunca especificaba qué nivel tenía en mente. También le daba tiempo para dibujar, y había sesiones que consistían en sentarse y tratar de evocar todos los detalles sobre sus primeros recuerdos. El sitio limpio le resultaba particularmente fascinante. Pero la memoria tenía sus límites. Entonces él era muy pequeño, y su lenguaje no era muy rico. Para él, todo era un misterio. Recordaba haber subido por la barandilla de su cama y haber caído al suelo. No caminaba bien entonces. Gatear era más fácil, pero le gustaba andar porque eso era lo que hacían los mayores. Se agarraba a los objetos y a las paredes, y progresaba tanto con sus pies que gateaba solamente cuando tenía que cruzar un espacio despejado.

—Debías de tener ocho o nueve meses —dijo sor Carlotta—. La mayoría de la gente no conserva ningún recuerdo de esa edad.

—Recuerdo que todo el mundo estaba inquieto. Por eso escapé de la cama. Todos los niños tenían problemas.

—¿Todos los niños?

—Los pequeños como yo. Y los más grandes. Algunos adultos entraban y nos miraban y lloraban.

—¿Porqué?

—Cosas malas, eso es todo. Yo sabía que iba a pasar algo malo y que les ocurriría a todos los que estábamos en las camas. Así que me escapé. No fui el primero. No sé qué les pasó a los demás. Oí que los adultos gritaban y se enfadaban cuando descubrieron las camas vacías. Me escondí, y no me encontraron. Tal vez encontraron a los otros, tal vez no. Todo lo que sé es que cuando salí todas las camas estaban vacías y la habitación estaba muy oscura, excepto un cartel luminoso que decía «salida».

—¿Sabías leer entonces? — preguntó ella. Parecía escéptica.

—Cuando supe leer, recordé que ésas eran las letras del cartel —dijo Bean—. Eran las únicas letras que vi entonces. Por eso las recordé.

—Así que te quedaste solo y las camas estaban vacías y la habitación a oscuras.

—Ellos volvieron. Los oí hablar. No entendí la mayoría de las palabras. Me escondí otra vez. Y esta vez, cuando salí, incluso las camas habían desaparecido. En cambio, había mesas y archivadores. Una oficina. Y no, no sabía entonces qué era una oficina, pero ahora sé lo que es y recuerdo que en eso se convirtió la habitación. Oficinas. La gente entraba durante el día y trabajaba allí, sólo unos pocos al principio, pero mi escondite resultó no ser demasiado bueno, cuando la gente trabajaba allí. Y tenía hambre.

—¿Dónde te escondiste?

—Venga, usted lo sabe. ¿No?

—Si lo supiera, no te Jo preguntaría.

—Vio la forma en que actué cuando me enseñó la taza del lavabo.

—¿Te escondiste dentro de la taza?

—En el depósito de detrás. Era difícil levantar la tapa. Y allí dentro no se estaba cómodo. No sabía para qué servía. Pero la gente empezó a utilizarlo, y el agua subía y bajaba y las piezas se movían y me daban miedo. Y, como decía, tenía miedo. Sí, sed no pasé, pero me meaba, allí dentro. Mi pañal estaba tan empapado que se me cayó del culo. Estaba desnudo.

—Bean, ¿entiendes lo que me estás diciendo? ¿Que estabas haciendo todo eso antes de cumplir un año?

—Es usted quien dijo qué edad tenía —replicó Bean—. Yo no sabía nada de edades, entonces. Me dijo usted que recordara. Cuanto más le cuento, más cosas vuelven a mí. Pero si no me cree…

—Es que… claro que te creo. Pero ¿quiénes eran los otros niños? ¿Qué era ese lugar donde vivías, ese sitio limpio? ¿Quiénes eran esos adultos? ¿Por qué se llevaron a los otros niños? Se trataba de algo ilegal, sin duda.

—Sí, puede que sí. Da igual —dijo Bean—. Me alegré de salir del lavabo.

—Pero has dicho que estabas desnudo. ¿Y saliste de allí?

—No, me encontraron. Salí del lavabo y un adulto me encontró.

—¿Y qué ocurrió luego?

—Me llevó a casa. Así encontré ropas. Las llamé ropas entonces.

—Ya hablabas.

—Un poco.

—Y ese adulto te llevó a casa y te dio ropas.

—Creo que era un conserje. Ahora sé más sobre los trabajos y creo que eso es lo que era. Trabajaba de noche, y no llevaba un uniforme como los guardias.

—¿Qué pasó?

—Entonces descubrí por primera vez lo que era legal e ilegal. No era legal que él tuviera un niño. Oí que hablaba de mí a su mujer, a voces, pero no logré entender nada. De todos modos, al final supe que había perdido y ella había ganado, y él empezó a decirme que tenía que marcharme, y por eso me fui.

—¿Te dejó suelto en las calles?

—No, me marché. Creo que él iba a entregarme a otra persona, y me dio miedo, así que me marché antes de que pudiera hacerlo. Pero ya no estaba desnudo ni tenía hambre. Era un hombre amable. Apuesto a que en cuanto me marché no tuvo más problemas.

—Y entonces empezaste a vivir en las calles.

—Más o menos. Encontré un par de sitios, y allí me dieron de comer. Pero siempre, otros niños, más grandes, veían que me alimentaban y acudían a mí gritando y mendigando, y la gente dejaba de darme comida o bien los niños más grandes me apartaban y me quitaban el alimento de las manos. Me sentía asustado. Una vez un niño mayor se enfadó tanto porque yo comía que me metió un palo por la garganta y me hizo vomitar lo que acababa de comer, allí en el suelo. Incluso trató de comérselo, pero no pudo: también le hizo vomitar. Ésa fue la vez que pasé más miedo. Me escondí después de eso. Me escondí. Todo el tiempo.

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