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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

La tierra olvidada por el tiempo (3 page)

BOOK: La tierra olvidada por el tiempo
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Nos acercábamos al submarino a media velocidad, y casi pude distinguir los rasgos de los hombres en cubierta. Un marinero se me acercó y deslizó algo duro y frío en mi mano. No tuve que mirar para saber que era una pesada pistola.

—Cójala y úsela -fue todo lo que dijo.

Nuestra proa apuntaba directamente hacia el submarino cuando oí dar la orden a la sala de máquinas de pasar a avante toda. Al instante me agarré con fuerza a la barandilla de bronce del grueso remolcador inglés: íbamos a embestir las quinientas toneladas del submarino. Apenas pude reprimir un viva. Al principio los boches no parecieron comprender cuál era nuestra intención. Evidentemente pensaron que estaban siendo testigos de una exhibición de escasa marinería, y gritaron sus advertencias para que el submarino redujera velocidad y lanzara el ancla a babor.

Estábamos a treinta metros de ellos cuando comprendieron la amenaza que implicaba nuestra maniobra. Los artilleros estaban desprevenidos, pero saltaron a sus armas y enviaron un inútil proyectil sobre nuestras cabezas. Nobs dio un salto y ladró furiosamente.

—¡A por ellos! -ordenó el capitán del remolcador, y al instante los revólveres y rifles descargaron una lluvia de balas sobre la cubierta del sumergible. Dos de los artilleros cayeron; los otros apuntaron a la línea de flotación del remolcador. Los que estaban en cubierta replicaron al fuego de nuestras pequeñas armas, dirigiendo sus esfuerzos contra el hombre al timón.

Empujé rápidamente a la muchacha hacia el pasillo que conducía a la sala de máquinas, y luego alcé mi pistola y disparé por primera vez a un boche. Lo que ocurrió en los siguientes segundos sucedió tan rápidamente que los detalles se nublan en mi memoria. Vi al timonel abalanzarse sobre la rueda, y hacerla girar para que el remolcador virara rápidamente de rumbo, y recuerdo que advertí que todos nuestros esfuerzos iban a ser en vano, porque de todos los hombres a bordo, el destino había decretado que éste fuera el primero en caer bajo una bala enemiga. Vi cómo la menguada tripulación del submarino disparaba su pieza y sentí la sacudida del impacto y oí la fuerte explosión cuando el proyectil estalló en nuestra proa.

Advertí todas estas cosas mientras saltaba a la cabina del piloto y agarraba la rueda del timón, a horcajadas sobre el cadáver del timonel. Con todas mi fuerzas hice girar el timón a estribor, pero fue demasiado tarde para desviar el propósito de nuestro capitán. Lo mejor que hice fue rozar contra el costado del submarino. Oí a alguien gritar una orden en la sala de máquinas; el barco se estremeció de pronto y tembló ante el súbito cambio de los motores, y nuestra velocidad se redujo rápidamente. Entonces vi lo que aquel loco capitán había planeado desde que su primer intento saliera mal.

Con un alarido, saltó a la resbaladiza cubierta del submarino, y tras él lo hizo su encallecida tripulación. Salí corriendo de la cabina del piloto y los seguí, para no quedarme atrás cuando hubiera que enfrentarse a los boches. Desde la sala de máquinas llegaron el jefe de máquinas y los maquinistas, y juntos saltamos tras el resto de la tripulación y nos enzarzamos en una pelea cuerpo a cuerpo que cubrió la cubierta mojada de roja sangre. Nobs me siguió, silencioso ahora, y sombrío.

Los alemanes salían por la escotilla abierta para tomar parte en la batalla. Al principio las pistolas dispararon entre las maldiciones de los hombres y las fuertes órdenes del comandante y sus oficiales; pero poco después estábamos demasiado revueltos para que fuera seguro usar armas de fuego, y la batalla se convirtió en una lucha cuerpo a cuerpo por dominar la cubierta.

El único objetivo de cada uno de nosotros era lanzar al agua al enemigo. Nunca olvidaré la horrible expresión del rostro del gran prusiano con quien me enfrentó el destino. Bajó la cabeza y embistió contra mí, mugiendo como un toro. Con un rápido paso lateral y agachándome bajo sus brazos extendidos, lo eludí; y cuando se volvió para atacarme de nuevo, le descargué un golpe en la barbilla que le hizo retroceder hasta el borde de la cubierta. Vi sus salvajes intentos por recuperar el equilibrio; lo vi girar como un borracho durante un instante y luego, con un fuerte grito, caer al mar. En el mismo momento un par de brazos gigantescos me rodearon por detrás y me alzaron en vilo. Pataleé y me rebullí como pude, pero no podía volverme contra mi antagonista ni liberarme de su tenaz presa. Implacablemente, me arrastraba hacia el costado del barco y la muerte. No había nada para enfrentarse a él, pues cada uno de mis compañeros estaba más que ocupado enfrentándose a uno o hasta a tres enemigos. Durante un instante temí por mi vida, y entonces vi algo que me llenó de un terror aún más grande.

Mi boche me arrastraba hacia el costado del submarino contra el que todavía golpeteaba el remolcador. El hecho de que fuera a ser aplastado entre los dos fue insignificante cuando vi a la muchacha sola en la cubierta del remolcador, como vi la popa en el aire y la proa preparándose para la última zambullida, como vi la muerte de la que no podría salvarla tirando de las faldas de la mujer que, bien lo supe ahora, amaba.

Me quedaba tal vez una fracción de segundo de vida cuando oí un furioso gruñido tras nosotros, mezclado con el grito de dolor y furia del gigante que me sujetaba. Al instante cayó a la cubierta, y al hacerlo extendió los brazos para salvarse, liberándome. Caí pesadamente sobre él, pero me puse de pie al instante. Al levantarme, dirigí una rápida mirada a mi oponente. Nunca más me amenazaría, ni a nadie, pues las grandes mandíbulas de Nobs se habían cerrado sobre su garganta. Entonces salté hacia el borde de la cubierta más cercana a la muchacha.

—¡Salte! -grité-. ¡Salte!

Y le extendí los brazos. Al instante, como confiando implícitamente en mi habilidad para salvarla, saltó por la borda del remolcador al inclinado y resbaladizo costado del submarino. Me dispuse a agarrarla. En ese mismo instante el remolcador apuntó su popa hacia el cielo y se perdió de vista. Mi mano perdió la de la muchacha por una fracción de pulgada y la vi caer al mar; pero apenas había tocado el agua cuando me lancé tras ella.

El remolcador hundido nos arrastró bajo la superficie, pero yo la había agarrado en el momento en que golpeé el agua, y por eso nos hundimos juntos, y juntos subimos… a unos pocos metros del submarino. Lo primero que oí fue a Nobs ladrando furiosamente; era evidente que me había perdido de vista y me estaba buscando. Una sola mirada a la cubierta del navío me aseguró que la batalla había terminado y que habíamos vencido, pues vi a nuestros supervivientes manteniendo encañonados a un puñado de enemigos mientras uno de los tripulantes salía del interior del sumergible y se alineaba en cubierta con los otros prisioneros.

Mientras nadaba con la muchacha hacia el submarino, los insistentes ladridos de Nobs llamaron la atención de algunos miembros de la tripulación del remolcador, así que en cuanto llegamos al costado había manos de sobra para ayudarnos a subir. Le pregunté a la muchacha si estaba herida, pero ella me aseguró que esta segunda inmersión no había sido peor que la primera; tampoco parecía sufrir ningún shock. Pronto iba yo a aprender que esta criatura esbelta y aparentemente delicada poseía el corazón y el valor de un guerrero.

Cuando nos reunimos con nuestro grupo, encontré al contramaestre del remolcador comprobando a los supervivientes. Quedábamos diez, sin incluir a la muchacha. Nuestro valiente capitán había caído, igual que otros ocho hombres más. Éramos diecinueve y habíamos despachado de un modo u otro a dieciséis alemanes y habíamos hecho nueve prisioneros, incluyendo al comandante. Su lugarteniente había muerto.

—No ha sido un mal trabajo -dijo Bradley, el contramaestre, cuando completó su conteo-. Perder al capitán es lo peor -añadió-. Era un buen hombre, un buen hombre.

Olson (quien a pesar de su nombre era irlandés, y a pesar de que no era escocés era el jefe de máquinas del remolcador), se nos acercó a Bradley y a mí.

—Sí -reconoció-. No ha estado mal, pero ¿qué vamos a hacer ahora?

—Llevaremos al submarino al puerto inglés más cercano -contestó Bradley-, y luego iremos a tierra y nos tomaremos unas cervezas -concluyó, riendo.

—¿Cómo vamos a dirigirlo? -preguntó Olson-. No podemos fiarnos de estos alemanes.

Bradley se rascó la cabeza.

—Supongo que tienes razón -admitió-. Y no sé nada de nada sobre submarinos.

—Yo sí -le aseguré-. Sé más sobre este submarino en concreto de lo que sabía el oficial que lo capitaneaba.

Ambos hombres me miraron sorprendidos, y entonces tuve que explicarles otra vez lo que le había explicado ya a la muchacha. Bradley y Olson se quedaron encantados. Inmediatamente me pusieron al mando, y lo primero que hice fue bajar con Olson e inspeccionar la nave a conciencia en busca de boches escondidos y maquinaria dañada. No había ningún alemán bajo cubierta, y todo estaba intacto y en perfecto estado. Entonces ordené que todo el mundo bajara excepto un hombre que actuaría como vigía. Tras interrogar a los alemanes, descubrí que todos excepto el comandante estaban dispuestos a reemprender sus tareas y ayudarnos a llevar al navío a un puerto inglés. Creo que se sintieron aliviados ante la perspectiva de ser retenidos en un cómodo campo de prisioneros inglés durante lo que quedara de guerra en vez de enfrentarse a los peligros y privaciones que habían sufrido. El oficial, sin embargo, me aseguró que nunca colaboraría en la captura de su barco.

No hubo, por tanto, otra cosa que hacer sino cargar al hombre de cadenas. Mientras nos preparábamos para aplicar esta decisión por la fuerza, la muchacha bajó desde cubierta. Era la primera vez que ella o el oficial alemán se veían desde que abordamos el submarino. Yo estaba ayudándola a bajar la escalerilla y todavía la sostenía por el brazo (posiblemente después de que tal apoyo fuera necesario), cuando ella se dio la vuelta y miró directamente al rostro del alemán. Cada uno de ellos dejó escapar una súbita exclamación de sorpresa y desazón.

—¡Lys! -exclamó él, y dio un paso hacia ella.

Los ojos de la muchacha se abrieron como platos, y lentamente se llenaron de horror, mientras retrocedía. Entonces su esbelta figura se enderezó como un soldado, y con la barbilla al aire y sin decir palabra le dio la espalda al oficial.

—Lleváoslo -ordené a los dos hombres que lo custodiaban-, y cargadlo de cadenas.

Cuando el alemán se marchó, la muchacha me miró a los ojos.

—Es el alemán del que le hablé -dijo-. El barón von Schoenvorts.

Yo simplemente incliné la cabeza. ¡Ella lo había amado! Me pregunté si en el fondo de su corazón no lo amaba todavía. De inmediato me volví insanamente celoso. Odié al barón Friedrich von Schoenvorts con tanta intensidad que la emoción me embargó con una especie de exaltación.

Pero no tuve muchas oportunidades para regocijarme en mi odio entonces, pues casi inmediatamente el vigía asomó la cabeza por la escotilla y gritó que había humo en el horizonte, ante nosotros. Al punto subí a cubierta para investigar, y Bradley vino conmigo.

—Si son amigos, hablaremos con ellos -dijo-. Si no, los hundiremos… ¿eh, capitán?

—Sí, teniente -repliqué, y le tocó a él el turno de sonreír.

Izamos la bandera inglesa y permanecimos en cubierta. Le pedí a Bradley que bajara y asignara su función a cada miembro de la tripulación, colocando a un inglés con pistola detrás de cada alemán.

—Avante a media velocidad -ordené.

Más rápidamente ahora, cubrimos la distancia que nos separaba del barco desconocido, hasta que pude ver claramente la insignia roja de la marina mercante británica. Mi corazón se hinchó de orgullo ante la idea de que los ingleses nos felicitarían por tan noble captura; y justo en ese momento el vapor mercante debió avistarnos, pues viró súbitamente hacia el norte, y un momento más tarde densas columnas de humo surgieron de sus chimeneas. Entonces, tras marcar un rumbo en zigzag, huyó de nosotros como si tuviéramos la peste bubónica. Alteré el curso del submarino y me dispuse a perseguirlos, pero el vapor era más rápido que nosotros, y pronto nos dejó dolorosamente atrás.

Con una sonrisa triste, ordené que se reemprendiera nuestro curso original, y una vez más nos dirigimos a la alegre Inglaterra. Eso fue hace tres meses, y no hemos llegado todavía: ni es probable que lo hagamos nunca. El vapor que acabábamos de avistar debió telegrafiar una advertencia, pues no había pasado ni media hora cuando vimos más humo en el horizonte, y esta vez el barco llevaba la bandera blanca de la Royal Navy, e iba armado. No viró al norte ni a ninguna otra parte, sino que se dirigió hacia nosotros rápidamente. Estaba preparándome para hacerle señales cuando una llamarada brotó en su proa, y un instante después el agua ante nosotros se elevó por la explosión de un proyectil.

Bradley había subido a cubierta y estaba a mi lado.

—Un disparo más, y nos alcanzará -dijo-. No parece darle mucho crédito a nuestra bandera.

Un segundo proyectil pasó sobre nosotros, y entonces di la orden de cambiar de dirección, indicando al mismo tiempo a Bradley que bajara y diera la orden de sumergirnos. Le entregué a Nobs y al seguirlo me encargué de cerrar y asegurar la escotilla. Me pareció que los tanques de inmersión nunca se habían llenado más despacio. Oímos una fuerte explosión sobre nosotros; el navío se estremeció por la onda expansiva que nos arrojó a todos a cubierta. Esperé sentir de un momento a otro el diluvio del agua inundándonos, pero no sucedió nada. En cambio, continuamos sumergiéndonos hasta que el manómetro registró cuarenta pies y entonces supe que estábamos a salvo. ¡A salvo! Casi sonreí. Había relevado a Olson, que había permanecido en la torreta siguiendo mis indicaciones, pues había sido miembro de uno de los primeros submarinos ingleses, y por tanto sabía algo del tema. Bradley estaba a mi lado. Me miró, intrigado.

—¿Qué demonios vamos a hacer? -preguntó-. El barco mercante huye de nosotros; el de guerra nos destruirá; ninguno de los dos creerá nuestros colores y nos dará una oportunidad para explicarnos. Tendremos una recepción aún peor si nos asomamos a un puerto inglés: minas, redes y todo lo demás. No podemos hacerlo.

—Intentémoslo de nuevo cuando ese barco haya perdido la pista -insté-. Tendrá que haber algún barco que nos crea.

Y lo intentamos otra vez, pero estuvimos a punto de ser embestidos por un pesado carguero. Más tarde nos disparó un destructor, y dos barcos mercantes se dieron la vuelta y huyeron al vernos aproximarnos. Durante dos días recorrimos el Canal de un lado a otro intentando decirle a alguien que quisiera escuchar que éramos amigos; pero nadie quería escucharnos. Después de nuestro encuentro con el primer barco de guerra, di instrucciones para que enviaran un cable explicando nuestra situación: pero para mi sorpresa descubrí que el emisor y el receptor habían desaparecido.

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