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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

La tierra olvidada por el tiempo (7 page)

BOOK: La tierra olvidada por el tiempo
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Mientras Nobs y yo nos acercábamos a la figura tendida en la playa mi nariz me indicó que aquella cosa había sido en su momento algo orgánico y vivo, pero que llevaba bastante tiempo muerta. Nobs se detuvo, olisqueó y gruñó. Poco más tarde se sentó sobre sus cuartos traseros, alzó el hocico al cielo y dejó escapar un aullido lastimero. Yo le tiré una piedrecita y le hice callar: su increíble ruido me ponía nervioso.

Cuando me acerqué lo suficiente a la cosa, no pude ver todavía si había sido hombre o bestia. El cadáver estaba hinchado y descompuesto en parte. No había rastro de ropas. Un pelo fino y marrón cubría el pecho y el abdomen, y la cara, las palmas de las manos, los pies, los hombros y la espalda eran prácticamente lampiños. La criatura debió tener la altura de un hombre grande: sus rasgos eran bastantes similares a los de un hombre, ¿pero había sido un hombre?

No podía decirlo, pues se parecía más a un mono de lo que se parecía a un hombre. Los grandes dedos de los pies asomaban lateralmente, como los de los pueblos semiarbóreos de Borneo, las Filipinas y otras regiones remotas donde todavía persisten tipos inferiores. El contorno podría haber sido un cruce entre pitecantropus, el hombre de Java y una hija de la raza Piltdown del Sussex prehistórico. Junto al cadáver había un garrote de madera.

Esto me hizo pensar. No había madera de ningún tipo a la vista. No había nada en la playa que sugiriera que se trataba de un náufrago. No había nada en el cuerpo que sugiriera que podría haber conocido en vida alguna experiencia marítima. Era el cuerpo de un tipo bajo de hombre o de un tipo elevado de bestia. En ningún caso habría sido una raza marinera. Por tanto deduje que se trataba de un nativo de Caprona, que vivía tierra adentro, y que se había caído o había sido empujado desde lo alto de los acantilados. Si ese era el caso, Caprona era habitable por el hombre, aunque no estuviera habitada, ¿pero cómo llegar al interior habitable? Esa era la cuestión. Una inspección más cercana a los acantilados que desde la cubierta del U-33 sólo confirmó mi convicción de que ningún hombre mortal podría escalar aquellas alturas perpendiculares; no había ningún tipo de asidero en ellas.

Nobs y yo no encontramos ningún tiburón en nuestro viaje de regreso al submarino. Mi informe llenó a todo el mundo de teorías y especulaciones, y de renovada esperanza y determinación. Todos razonaron siguiendo los mismos parámetros que yo; las conclusiones eran obvias, pero seguía faltándonos agua. Estábamos más sedientos que nunca.

El resto del día lo pasamos realizando una concienzuda e infructuosa exploración de la monótona costa. No había otra abertura en los acantilados, ni otra minúscula playa de guijarros. Al anochecer, nuestros ánimos se vinieron abajo. Yo había intentado hablar de nuevo con la muchacha, pero ella no quiso hablar conmigo, y por eso no sólo me sentía sediento, sino también triste y abatido. Me alegré cuando el nuevo día rompió el horrible hechizo de una noche de insomnio.

La búsqueda de la mañana no nos trajo ningún fragmento de esperanza. Caprona era inexpugnable, esa fue la decisión de todos. Sin embargo, continuamos. Debían faltar unas dos campanadas para la guardia de la tarde cuando Bradley llamó mi atención hacia la rama de un árbol que, con hojas y todo, flotaba en el mar.

—Puede haber sido arrastrada hasta el océano por algún río -sugirió él.

—Sí -respondí-, es posible. Puede haber caído también desde lo alto de uno de esos acantilados.

El rostro de Bradley se ensombreció.

—También lo he pensado -replicó-, pero quería creer lo contrario.

—¡Tienes razón! -exclamé-. Debemos creerlo hasta que se demuestre que estamos equivocados. No podemos permitirnos renunciar ahora a la esperanza, cuando más la necesitamos. La rama ha sido arrastrada por la corriente de un río, y vamos a encontrarlo.

Cerré el puño, para recalcar una decisión que no estaba respaldada por la esperanza.

—¡Allí! -grité de pronto-. ¿Ves eso, Bradley?

Y señalé un punto cercano a la orilla.

—¡Mira eso, amigo!

Algunas flores y hierbas y otra rama llena de hojas flotaban hacia nosotros. Ambos escrutamos el agua y la línea de la costa. Bradley evidentemente descubrió algo, o al menos pensó que lo había hecho. Pidió un cubo y una cuerda, y cuando se los entregaron, bajó el cubo al mar y lo llenó de agua. La probó, y tras enderezarse, me miró a los ojos con expresión de júbilo, como diciendo «¡Te lo dije!».

—¡Este agua está caliente -dijo- y es potable!

Agarré el cubo y probé su contenido. El agua estaba muy caliente, y era potable, aunque tenía un sabor desagradable.

—¿Ha probado alguna vez un charco lleno de renacuajos? -preguntó Bradley.

—Eso es -exclamé-, ese es justo el sabor, aunque no lo experimentaba desde la infancia. ¿Pero cómo puede saber así el agua de un río, y qué demonios hace que esté tan caliente? Debe estar al menos a 70 u 80 grados Farenheit, si no más.

—Sí -coincidió Bradley-. Yo diría que más, ¿pero de dónde viene?

—Eso es fácil de saber ahora que lo hemos encontrado -respondí-. No puede venir del océano, así que debe venir de tierra. Todo lo que tenemos que hacer es seguir la corriente, y tarde o temprano encontraremos su fuente.

Ya estábamos bastante cerca, pero ordené volver la proa del U-33 hacia tierra y avanzamos lentamente, sondeando constantemente el agua y probándola para asegurarnos de que no nos salíamos de la corriente de agua potable. Había un ligerísimo viento y apenas rompientes, de modo que continuamos acercándonos a la costa sin tocar fondo. Sin embargo, cuando ya estábamos muy cerca, no vimos ninguna indicación de que hubiera ninguna irregularidad en la costa por la que pudiera manar ni siquiera un diminuto riachuelo, ni desde luego la desembocadura de un río grande como debía ser necesariamente para marcarse en el océano a doscientos metros de la orilla. La marea estaba cambiando, y esto, junto con el fuerte reflujo de la corriente de agua dulce, nos habría arrojado contra los acantilados si no hubiéramos tenido los motores en marcha; de todas formas, tuvimos que luchar para mantener nuestra posición. Llegamos a unos nueve metros de la impresionante pared que se alzaba sobre nosotros. No había ninguna abertura en su imponente superficie.

Mientras observábamos las aguas y escrutábamos la cara del acantilado, Olson sugirió que el agua dulce podía proceder de un geiser submarino. Esto, dijo, explicaría el calor, pero mientras hablaba, un matorral cubierto de hojas y flores, salió a la superficie y quedó flotando a la deriva.

—Los matorrales no viven en cavernas subterráneas donde hay geiser s -le sugerí a Bradley.

Olson sacudió la cabeza.

—No entiendo nada -dijo.

—¡Ya lo tengo! -exclamé de repente-. ¡Mirad aquí!

Y señalé a la base del acantilado que teníamos delante, que la marea al bajar nos mostraba gradualmente. Todos miraron, y vieron lo que yo había visto: la parte superior de una oscura abertura en la roca, por la que el agua manaba hasta el mar.

—Es el canal subterráneo de un río de la isla -exclamé-. Fluye a través de una tierra cubierta de vegetación… y por tanto de una tierra donde brilla el sol. Ninguna caverna subterránea produce ningún tipo de planta que se parezca remotamente a lo que hemos visto arrastrado por este río. Más allá de estos acantilados hay tierras fértiles y agua potable… ¡y quizás, caza!

—¡Sí, señor, tras los acantilados! -dijo Olson-. ¡Tiene usted razón, señor, tras los acantilados!

Bradley soltó una carcajada, pero de tristeza.

—Igual podría usted llamar nuestra atención, señor, sobre el hecho de que la ciencia ha indicado que hay agua dulce y vegetación en Marte.

—En absoluto -repliqué-. Un submarino no está construido para navegar por el espacio, pero está diseñado para viajar bajo la superficie del agua.

—¿Estaría dispuesto a meterse en ese negro agujero? -preguntó Olson.

—Lo estoy, Olson -repliqué-. No tendremos ninguna posibilidad de sobrevivir si no encontramos comida y agua en Caprona. Esta agua que sale del acantilado no es salada, pero tampoco es adecuada para beber, aunque cada uno de nosotros lo haya hecho. Es justo asumir que tierra adentro el río se nutrirá de arroyos puros, y que hay frutos y hierbas y caza. ¿Nos vamos a quedar aquí tumbados muriendo de sed y hambre con una tierra rica en posibilidades tan sólo a unos pocos cientos de metros de distancia? Tenemos los medios para navegar por un río subterráneo. ¿Somos demasiado cobardes para utilizar este medio?

—Por mí, de acuerdo -dijo Olson.

—Estoy dispuesto a intentarlo -coincidió Bradley.

—¡Entonces sumerjámonos, y que la suerte nos acompañe y al diablo con todo! -exclamó un joven que estaba en cubierta.

—¡A sus puestos! -ordené, y en menos de un minuto la cubierta quedó vacía, la torreta se cerró y el U-33 se sumergió… posiblemente por última vez. Sé que experimenté esta sensación, y que la mayoría de los otros también.

Mientras nos sumergíamos, me senté en el puente apuntando con las luces de proa hacia adelante. Nos sumergimos muy despacio y sin más impulso que el suficiente para mantener el morro en la dirección adecuada, y a medida que bajábamos, vi esbozada ante nosotros la negra abertura en el gran acantilado. Era una abertura que habría admitido a media docena de submarinos a la vez, de contorno vagamente cilíndrico, y oscuro como el pozo de la muerte.

Mientras daba la orden que hacía avanzar lentamente al submarino, no pude dejar de sentir un presentimiento maligno. ¿Adonde íbamos? ¿Qué nos esperaba al fondo de esta gran alcantarilla? ¿Le habíamos dicho adiós a la luz del sol y la vida, o había ante nosotros peligros aún más grandes que aquellos a los que nos enfrentábamos ahora? Traté de impedir que mi mente divagara nombrando todo lo que veía a los hombres. Yo actuaba como si fuera los ojos de toda la compañía, e hice todo lo posible para no fallarles.

Habíamos avanzado un centenar de metros, tal vez, cuando nos enfrentamos a nuestro primer peligro.

Justo delante había un brusco giro en ángulo recto en el túnel. Pude ver el material que arrastraba la corriente del río chocando contra la pared de roca a la izquierda, y temí por la seguridad del U-33 al tener que hacer un giro tan cerrado en condiciones tan adversas; pero no había más remedio que intentarlo. No advertí a mis camaradas del peligro: eso sólo podría haber producido aprensión inútil en ellos, pues si nuestro destino era aplastarnos contra la pared de roca, ningún poder en la tierra podría impedir el rápido final que nos sobrevendría. Di la orden de avanzar a toda velocidad y cargamos contra la amenaza. Me vi obligado a aproximarnos a la peligrosa pared de la izquierda para hacer el giro, y dependí de la potencia de los motores para que nos llevara de modo seguro a través de las borboteantes aguas. Bueno, lo conseguimos, pero fue difícil. Cuando girábamos, la fuerza plena de la corriente nos pilló y lanzó la proa contra las piedras; hubo un golpe que hizo temblar todo el navío, y luego un instante de desagradable rechinar cuando la quilla de acero rozó la pared de roca. Esperé el flujo de agua que sellaría nuestro destino, pero de abajo llegó la noticia de que todo iba bien.

¡Cincuenta metros más adelante hubo otro giro, esta vez hacia la izquierda! Pero la curva era más suave, y la tomamos sin problemas. Después fue navegar recto, aunque por lo que sabía, podría haber más curvas por delante, y mis nervios se tensaron hasta el borde de la ruptura. Después del segundo giro el canal se extendía más o menos recto durante unos ciento cincuenta o doscientos metros. Las aguas de pronto se hicieron más claras, y mi espíritu se animó. Le grité a los de abajo que veía luz por delante, y un gran grito de agradecimiento reverberó por todo el navío. Un momento después emergimos hasta aguas iluminadas, e inmediatamente alcé el periscopio y contemplé a mi alrededor el paisaje más extraño que había visto jamás.

Nos encontrábamos en mitad de un ancho y ahora lento río cuyas orillas estaban flanqueadas por gigantescas coníferas que alzaban sus poderosas frondas quince, veinte, treinta metros al aire. Cerca de nosotros algo subió a la superficie del río y atacó el periscopio. Tuve una visión de amplias mandíbulas abiertas, y entonces todo se apagó. Un escalofrío corrió por la timonera cuando aquella cosa se cernió sobre el periscopio. Un momento después desapareció, y pude volver a ver. Por encima de los árboles apenas atisbé una cosa enorme, con alas como de murciélago, una criatura grande como una ballena, pero más parecida a un lagarto. Entonces atacó una vez más el periscopio y rompió el espejo. He de confesar que casi estaba jadeando en busca de aliento cuando di la orden de emerger. ¿A qué extraña clase de tierra nos había traído el destino?

En el instante en que la cubierta quedó libre, abrí la escotilla de la torreta y salí. Un minuto más tarde la escotilla de la cubierta se abrió, y los hombres que no estaban de servicio subieron por la escalerilla. Olson traía bajo el brazo a Nobs. Durante varios minutos nadie habló; creo que todos estaban tan asombrados como yo. A nuestro alrededor había una flora y una fauna tan extraña y maravillosa para nosotros como podría haberlo sido la de un planeta lejano al que hubiéramos sido milagrosamente transportados de pronto a través del éter. Incluso la hierba de la orilla más cercana era como de otro mundo: crecía alta y exuberante, y cada hoja tenía en su punta una brillante flor, violeta o amarilla o carmín o azul, componiendo el césped más maravilloso que la mente humana pudiera concebir. ¡Pero la vida! Rebosaba. Las altas coníferas estaban repletas de monos, serpientes y lagartos. Enormes insectos zumbaban y revoloteaban de acá para allá. En el bosque podían verse moviéndose formas poderosas, mientras el lecho del río rebullía de seres vivos, y en el aire aleteaban criaturas gigantescas que según nos han enseñado llevan extintas incontables siglos.

—¡Mirad! -exclamó Olson-. ¿Veis esa jirafa que sale del fondo del río?

Miramos en la dirección que señalaba y vimos un largo y brillante cuello rematado por una cabeza pequeña que se alzaba sobre la superficie del agua. La espalda de la criatura quedó expuesta, marrón y brillante como el agua que goteaba de ella. Volvió sus ojos hacia nosotros, abrió su boca de lagarto, emitió un agudo siseo y nos atacó. Debía medir cinco o seis metros de longitud y se parecía lejanamente a los dibujos que yo había visto de los plesiosarios restaurados del jurásico inferior. Nos atacó con el salvajismo de un toro rabioso, como si intentara destruir y devorar al poderoso submarino, cosa que creo que en efecto pretendía.

BOOK: La tierra olvidada por el tiempo
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