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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (10 page)

BOOK: La vieja sirena
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—Para que no te vayas —dijo Narso. Y añadió ferozmente, incorporándose sobre el codo y dominando con los ojos el tendido cuerpo femenino—. ¡No te irás!

Kilia se asombró: ¿Por qué había de irse? ¿Qué más podía existir en el mundo?

Lo que no podía adivinar entonces, y menos en su éxtasis, era que la vida lo decidiría al revés: se irían ellos, no ella. Ambos: la Madre primero, y él, y hasta Nira, la hija aún no nacida pero ya emergiendo en su vientre a la vida.

5. Crecen las aguas

Ya no son las palomas mensajeras sino los pescadores del canal quienes anuncian la inundación. Las aguas han llegado a Memphis con verdes acarreos de vegetación y, en seguida, fangos rojizos. Óptimas noticias: en el nilómetro se calcula una crecida de dieciséis codos. Se podrá sembrar la máxima superficie compatible con la buena conservación de las acequias, que una crecida desmesurada obligaría luego a reparar. La gente de Tanuris está contenta y ya no se exaspera ante los campos aún resecos ni bajo una atmósfera tan pesada que casi rechaza la brisa marina. De noche las celosías parecen atascadas, no entra un soplo y las siervas duermen como perros fatigados. Por las tardes el cielo es un vapor plomizo y sólo a veces una colérica racha sacude el toldo en la terraza. Hay quien teme plagas o epidemias desatadas por el ojo cruel de Sekhmet, como cuando el año de la peste de los sicomoros. «Ya falta poco para romper aguas aquí, como las mujeres en el parto —tranquiliza Tenuset a Irenia—. Entonces acabarán nuestros dolores.»

Dada la buena expectativa de la cosecha y a fin de evitar que los obreros ociosos conciban nuevas pretensiones durante su inactividad, Neferhotep ha organizado una ofrenda de agradecimiento a la Señora de las Aguas, la diosa Neith venerada en el santuario de Tanuris. Él mismo, en su excelsitud, condesciende a ser llevado en la litera hasta el templete donde, en el tabernáculo de diorita, reside la imagen divina con un delfín a sus pies y, al lado, la barca ceremonial donde se la transporta en las procesiones. Acompaña al señor un largo cortejo de servidores, presididos por Amoptis y seguidos por los campesinos de la aldea y los siervos de la villa. A pesar del calor, el señor viste hasta los pies una blanquísima túnica cuidadosamente plisada a uña y con un delantal en punta, a la última moda. De su ancho cinturón con placas de oro pende una escarcela recamada y un espantamoscas de crin de cebra con mango de ébano. Las mangas hasta el codo descubren sus brazos blancuchos cargados de brazaletes. Varios anillos con gemas y camafeos adornan sus dedos y un hermoso pectoral de malaquita, con jeroglíficos incisos, completa sus adornos. La recompuesta peluca negra enmarca su redondo rostro, donde la nariz achatada y los gruesos labios sensuales contrastan con los ojillos maliciosos. Junto a la litera camina el portabastón llevando las sandalias doradas del señor.

Las siervas han acudido también para presenciar la ceremonia, pero Irenia se ha quedado con Tenuset, cuyas piernas baldadas le impiden la caminata. Sentado también bajo el sombrajo de las cocinas se encuentra Bashir, que ya puede volver a masticar el quem, gracias a una nueva provisión. Irenia descansa, pues Neferhotep se ha llevado a su hijo en la procesión para irle iniciando en la vida de los adultos, ya que no tardará en recibir su primer vestido. Sólo Nufria y las doncellas de la señora han permanecido en la casa para atenderla en una de sus jaquecas, aunque se le quitará —asegura Nufria en un viaje a las cocinas— en cuanto lleguen dos damas amigas que residen en otra villa cercana y han anunciado su visita. Durante la mañana, la jaqueca no ha impedido a Sinuit contribuir con sus propias manos a preparar los panes que, con la cerveza, una hermosa pareja de ocas y unas percas recién pescadas en el canal —el pez predilecto de Neith— constituyen la ofrenda a la diosa.

—¿También ofrecéis sacrificios los cristianos? —pregunta Tenuset.

—Yo no soy cristiana —responde Irenia.

—Pues vivías con ellos.

—Sí —suspira—, viví.

—¿Y también matabas? —se extraña Tenuset.

Irenia no contesta. Es inútil; la vieja está imbuida de las ideas comunes acerca de los llamados «terroristas». Algunos llegan a creer, tras haber oído algo acerca de la crucifixión de Cristo, que fueron los propios cristianos los asesinos de su dios puesto que, según ellos mismos dicen, siguen comiendo su carne y su sangre.

—¿Y ahora, en el santuario, qué hacen? —pregunta, para cambiar de tema, mientras maquinalmente se lleva la mano a su cabello en un gesto habitual, olvidando que le ha sido cortado.

—Como te lo has perdido por venir a acompañar con Bashir a una vieja baldada, te lo voy a contar.

La anciana, aclarándose la voz de vez en cuando con un traguito de cerveza —otro de los privilegios que le ha otorgado Ahram—, habla de los dioses egipcios, aunque de Neith no sabe mucho por ser una de las divinidades más antiguas, postergada por otras más modernas. Explica el ritual común, observado también en el santuario de Tanuris, que comienza cada mañana cuando el sacerdote rompe el sello de arcilla puesto la víspera en la puerta de acceso al recinto interior, se prosterna luego ante la imagen y le muestra el ojo de Horus así como una pequeña figura de la diosa Ma'at, con su pluma de avestruz en el pelo: la Verdad, la Justicia, el orden del universo.

—Así la diosa puede empezar a vivir —prosigue la anciana—. Hasta ese momento las imágenes de los templos no son más que trozos de madera o piedra. Cuando el sacerdote le muestra la Verdad y el Ojo Sagrado, entonces la diosa se hace también Verdad Divina. Es como adquiere vida, ¿me comprendes?, y por eso el sacerdote se pone a cuidarla como si atendiera al despertar de una reina. Lava la imagen, que ya es diosa, la viste, la perfuma, le ofrece incienso y luego pone a sus pies la ofrenda que, luego, será devorada por el fuego.

—¡Ya pasarán las ocas a la tripa del sacerdote! —interrumpe Bashir burlonamente.

—¡Calla, descreído nabateo! Cierto que parte de las ofrendas son para los templos, pero nosotros las damos a los dioses.

—¿Y luego? —pregunta Irenia.

—Depende de la solemnidad. Hoy seguro que pondrán a Neith en su barca —los dioses navegan siempre, con Osiris— y la sacarán en procesión, con todos los que han ido a la fiesta. ¡Ah, qué procesiones se celebran en los grandes templos! Al final, cuando ella vuelva a su santuario, el sacerdote la desnudará, se retirará de espaldas y volverá a sellar la puerta, cuidando de borrar bien las huellas de sus pasos: el acceso a los dioses ha de ser misterioso.

A media tarde, finalizada ya la ceremonia, la señora, a pesar del calor y de su dolencia, sale a la terraza a despedir a su esposo. Neferhotep aparece vestido para viaje, prescindiendo de la peluca —que llevará en la caja especial su bastonero— y sustituyendo la túnica plisada por otra lisa, además de calzar unos borceguíes de estilo romano en lugar de las sandalias. Hasta las escaleras de la puerta, ante la cual espera la litera con cortinillas, a lomo de dos asnos, le acompaña su esposa.

—¿Es indispensable que te vayas, querido mío, con este calor?

—El mensaje era perentorio, hermanita. Hay reunión oficiosa del Consejo. La inundación plantea siempre problemas, con tanta gente concentrándose en la ciudad desde los campos anegados. Además —añade bajando la voz— hay un asunto feo con los permisos dados por otro edil para construir en el barrio de Rhakotis. Habré de quedarme allí esta noche.

—¡Cuánto lo van a sentir mis amigas! ¡Les gusta tanto escucharte!

—Yo también lo lamento porque son encantadoras —comenta el señor, aunque sabe que el interés de las damas es más bien para contar a sus esposos las noticias que puedan sacarle a él acerca de los debates municipales—. ¡Oye, no se te ocurra contarles nada de esas licencias, por Ma'at!

—Descuida, hermanito, no soy tonta. Pero el caso es que te vas a la ciudad y yo aquí meses y meses… si no fuera por las cartas de Pompilia, que me tienen al día, estaría hecha una provinciana y te cansarías de mí.

—¿Cómo puedes decir eso? Hemos de vigilar esta propiedad, y el campo es lo que mejor sienta a nuestro Malki. Por vosotros dos me sacrifico… y por sus futuros hermanitos.

—No corras. No pienso ser una de esas vacas paridoras que tanto os gustan a vosotros; no me aviejaré de ese modo. Imita a tus amigos, ya que los prefieres griegos y romanos, por mucho que presumas de egipcio, y ten los hijos que quieras con tus otras mujeres.

—Tengo esos amigos porque son los que mandan. Para que nos dejen vivir en paz, esos bárbaros.

—En fin, no olvides mi encargo. A ver si ya está terminada mi peluca, para probármela antes de que nos vayamos.

—Bien. La mandaré a buscar donde siempre.

—¡No, donde siempre no! ¿Ves como no me atiendes cuando te hablo? ¡Sólo piensas en salir corriendo hacia tu comisión municipal! Esta peluca la llevó Bashir a Lisinio, el mejor peluquero de todo Oriente.

—Antes decías que lo era Teopompo.

—El año pasado, cuando se llevaban las pelucas muy rígidas, con gomorresina. Ahora el pelo va muy suelto; por eso el de la terrorista me quedará precioso… Fíjate bien en las señoras que veas y me cuentas cómo visten… Por cierto, ¿no crees que le está creciendo el pelo muy de prisa a esa Irenia? ¿Tendrá poderes mágicos?

—Yo no voy a la ciudad a mirar a las mujeres, cariño —concluye el señor besándola a la griega y acelerando su partida al oír en el jardín las voces chillonas de las visitantes.

Hasta Yazila sabe, y se lo ha chismorreado a Irenia, que las tareas del señor en Alejandría, sobre todo cuando le exigen pernoctar, incluyen algo más placentero que los debates del Consejo. Aunque él justifica sus cenas como relaciones públicas, para cultivar el trato con el navarca, los jefes de los gremios, los poderosos banqueros o incluso a veces el prefecto mismo, lo cierto es que en tales banquetes participan siempre hermosas muchachas del lupanar de Dofinia o de cualquier otro igualmente famoso en el barrio alegre; así como muchachitos no menos agraciados, preferidos por algunos comensales. Es lo normal, después de todo, entre la buena sociedad y ni siquiera las esposas lo ignoran, por lo que el Excelso sube a su litera pensando, sin el menor escrúpulo, en la noche de placer que le aguarda.

Me hubiese gustado ver a la «Dama del Delfín», como ha llamado Tenuset a esa diosa Neith, ¡cuántos delfines en Psyra!, se acercaban en bandadas hasta la misma playa, y qué culto tan extraño, el sacerdote dando vida al dios, otra sorpresa de Egipto, para la vieja lo más lógico, «pues claro, así como Râ da el alma al faraón, que nos sustenta a todos nosotros, así hemos de dar vida a los dioses», ¿no debería ser al revés, los dioses quienes mantuvieran a los hombres?, pero Egipto es Egipto, cada humano tres almas, akh, ba, ka, los cristianos sólo una, pero también divinizaban cosas ahora que caigo, en los ágapes Porfiria hacía carne de Dios el pan, con sus palabras la harina se volvía cuerpo del Cristo-Mujer, otro argumento que ella repetía, a la hembra le corresponde consagrar, más que al varón, digan lo que digan obispos machos la mujer es quien nos da la vida, según eso los dioses necesitan a los hombres, ¿necesitarán también a ese pavo hinchado del Excelso?, ¿a esas frívolas que visitan a la señora?, en comparación Tenuset es la sabiduría misma, feliz con estar viva a pesar de sus achaques, ellas aburridas teniéndolo todo, pero es que no están vivas, han parido hijos y no los viven, los entregan a las esclavas, al preceptor, al gimnasio, ni se enteran, su sangre está fría, sus ojos no ven, sólo sirven para llevar cosméticos en los párpados, tampoco mi señora ve a su marido tal como es, ¿qué tiene ese tipo para atraer nada menos que a la hija de Ahram?, y además hermosa, una hermosura extraña, nada egipcia, me recuerda a Shingia, la de los ojos oblicuos, quiso envenenar a Astafernes, ¡qué desesperada había de estar!, ¡qué muerte más horrible!, desollada lentamente, un palmo de piel cada día, nos obligaban a verla, reclinada en cojines, atendida con manjares y bebidas, pero cada día más en carne viva, quiso matarse pero se lo impedían, tenía una cara parecida, seguro que Sinuit la ha heredado de su madre, ¿cómo sería esa esposa de Ahram?, me han dicho que murió de sobreparto, ¿cómo serán ahora sus mujeres?, según Tenuset no tiene muchas, sólo las que exige su posición, como las mujeres de Astafernes, meras prisioneras, no las visitaba nunca, tenía otro gineceo, claro que Ahram es lo contrario, lo más hombre, las llevará a su lecho, pero tampoco perderá mucho tiempo con hembras, lo suyo es la acción, lo dicen todos, ¿tendrá alguna favorita? Tenuset lo sabe seguro, por Bashir se entera, son uña y carne, comparten los secretos, se intercambian los del amo y de la villa, pero qué me importa su favorita, no pienso en hombres, sólo mi Malki, Domicia me lo ha enviado, qué me importan sus mujeres, Tenuset no sabe cuántas son, no muchas, estos gineceos no son los de Asia, aquello era otro mundo, ¡cómo cambió mi vida desde mi isla al harem de Astafernes!, un salto indescriptible, más todavía: empezar de nuevo, hasta con otro nombre, Falkis, renacer en aquella canasta, enrollada como feto en un vientre, ¡cómo la recuerdo!, mis rodillas contra el pecho, mi cabeza casi entre ellas, puntitos de luz en los entrecruzamientos de los mimbres, dolor en los músculos inmóviles, el calambre amagando, sudor en arroyuelos por mis pechos, el acre olor del camello, las implacables sacudidas a cada paso de la bestia, todo lo revivo ahora, también allí renací, sin olvidar la muerte, la de mi pobre niña y de mi Narso, Falkis, otra reencarnación, como ahora, desde el desierto cirenaico a esta abundancia egipcia, desde las femineras a la casa de Ahram, también piensa llamarme de otro modo, ¿se acordará de buscarme un nombre?, ¡con todo lo que dirige!, sólo me falta el nombre para que sea reencarnación, no me gustaba el de Irenia aunque lo usara Domicia, ¡y qué poco me lo llamaba, prefería palabras de amor!… Astafernes, ¡qué diferente de Ahram!, era todo lo contrario, pero también grandeza en sus proyectos, también riquezas, empresas, poder, a su lado fui Falkis, el extraño acompañante…

La caravana había recogido su carga del navío arribado al puerto de Trapezus, había remontado hacia Armenia el curso del río Hyssus, había cruzado los valles del Acampsis y el Glaucus y descendía ahora a lo largo del Araxes hacia el palacio en Artaxata. Era una caravana reducida: apenas tres docenas de camellos con los jinetes y servidores acompañantes, procurando no llamar la atención, porque su carga aparte las provisiones y el agua podía despertar codicias criminales. Su objeto era llevar al poderoso Astafernes unos cuantos muchachitos, casi niños, todos de la más delicada belleza ofrecida en el gran mercado y todavía intactos, además de una esclava muy especial. El jefe de la caravana, mientras la dirigía, se preguntaba si habría acertado en esta última compra, que fue idea suya al visitar el burdel. Igual podía valerle un magnífico regalo o un ascenso en la jerarquía del palacio que una paliza o mutilación y la pérdida de su empleo. En todo caso, la vigilaba personalmente, ocultándola celosamente con manto y velo, y haciéndola dormir a su lado, encadenada por el tobillo a su propia pierna.

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