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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (6 page)

BOOK: La vieja sirena
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—Me duele decirlo, señor —explica Amoptis—, pero esta esclava ha pegado al niño.

La señora se horroriza, como si oyese una blasfemia.

—¡Pegar a este inocente! ¡No es posible!

—Se empeñaba en levantar las piedras donde se ocultan del sol los alacranes —explica Irenia.

—Pues sujétale, pero ¡pegarle! ¡A tu amo!

—Tiene que aprender a no hacerlo —responde Irenia, serena.

—¿Aprender? —chilla la madre, mientras Neferhotep vuelve a instalarse en la sillita, dejando el asunto en otras manos—. ¿Y para que estás tú entonces? ¡Seis azotes, mereces! ¡Y sólo seis porque soy la bondad misma!

—Hubiera hecho igual con mi propio hijo.

El mayordomo alza los brazos al cielo, tomándolo por testigo de tamaña irreverencia.

—¿Cómo te atreves a llamar «hijo» a tu amo? ¿Quién te crees que eres? ¡Todo porque aquel perro salvaje te dio tanto miedo que fuiste incapaz de huir! No seis, sino nueve azotes. Ya has oído, Amoptis. Mañana mismo y en el patio grande. En cuanto al niño…

Va a decir que dejará de cuidarlo Irenia, pero recuerda a tiempo que esa decisión la tomó su padre. Como necesitará consultarle concluye su frase haciendo acercarse a Yazila, que contempla la escena desde la escalera con disimulada sonrisa.

El castigo es ejecutado al siguiente día, desnudando el torso de la esclava y atando sus manos a un caballete de herrar a los asnos. Como ya no hay tareas en el campo acuden casi todos los de la Villa, pues la nueva esclava es muy discutida por su rara cabellera, su fama de terrorista y su suerte al alcanzar tan pronto la gracia del Amo. El escriba mayor dirige el castigo y cuenta puntualmente los golpes, dados por el capataz de los siervos con un recio látigo de cuero de hipopótamo que, para asombro general, no logra desgarrar la delicada piel, trazando sólo unos largos verdugones amoratados. Al menos la esclava gritó de dolor a partir del cuarto golpe, para satisfacción del capataz, que ya temía quedar desprestigiado.

Pero no es ese dolor lo más angustioso para la esclava. Mientras Tenuset alivia luego con agua y vinagre su espalda lacerada, su mayor pena es el temor de verse separada del niño. No se arrepiente: Malki ya sabe ahora que no puede hacer cuanto se le antoje. Pero si se lo confían a otra empezarán a maleducarle, pues le consentirán todo por temor a los azotes. La idea le quita el sueño.

Sin embargo no pierde a Malki. A la mañana siguiente Bashir manda llamar a la esclava y la recibe a solas, en su camaranchón junto a las cocinas, donde algunas noches pernocta. La escucha atentamente y luego se hace mostrar la espalda, tocando uno de los verdugones con suavidad no esperable en sus dedos rugosos.

Si le asombra el escaso efecto de un látigo de hipopótamo en esa suave piel no lo comenta. Al ver que eso es todo y que termina la entrevista la esclava cae de rodillas, se abraza a las del viejo y las moja con sus lágrimas.

—¡No me importan los azotes, pero que no me quiten al niño! ¡Le pegué para educarle, explícaselo al Señor! ¡Él me mandó que le hiciese hombre y yo sé lo que es un hombre! ¡Dile, por favor, que…!

Bashir no la deja seguir. La toma de los brazos, la hace levantarse y, con extraña luz en sus ojos, la acompaña hasta la puerta.

—Vete en paz, mujer; no sufras. Te lo digo yo, Bashir.

A la mañana siguiente le devuelven a la esclava sus sandalias y su túnica, confiándole de nuevo el niño. La portadora de la orden es Yazila, que la transmite con muchos extremos de compasión y solidaridad.

Caminando por Cirenaica entre los fieles de la Mujer Divina, Irenia se inclinaba poco a poco a bautizarse, impulsada por el amor a Domicia y el deseo de vivir tan serenamente como ella. Además en la femenina Mesías de la teología porfiriana veía otra advocación de la eterna Diosa Madre, reverenciada siempre por Irenia no tanto como divinidad ginecomórfica, sino por encarnar lo único que estimaba digno de adoración y entrega total: la Vida en sí. Irenia había sacrificado ya blanquísimas palomas a esa Madre en el harem de Astafernes, llamándola Ishtar, y, con Uruk, había invocado a la diosa subterránea que hace brotar los pastos para los caballos de quienes habitan en las redondas tiendas. La había oído llamar también Astarté, Baalat, Isis, Venus y, sobre todo, con el nombre de Afrodita, que resonaba en lo más hondo de su corazón.

Por su parte Porfiria, fascinada por la inteligencia, la energía y la sensibilidad de Irenia, quería instruirla para ordenarla diaconisa de Domicia cuando ella faltara. Aquella matrona infatigable, de largo cabello blanquecino, hundidos ojos oscuros, nariz audaz y apasionada voz enronquecida, arrastraba a los oyentes cuando predicaba, siempre vistiendo manto viril como lo llevó Ella en Palestina hasta su crucifixión. En Irenia había apreciado valiosas dotes; además de su misterioso origen en la playa de Psyra, susceptible de ser interpretado como muestra del favor divino hacia la congregación. Por eso platicaba largamente, con ella y con Domicia, bajo las palpitantes estrellas de la noche cirenaica, hasta el punto de provocar esa preferencia maliciosas interpretaciones, aunque la Madre jamás hiciera el menor gesto sospechoso.

Pero mientras Irenia vacilaba ante el bautismo, que Porfiria administraba por inmersión total para purificar el cuerpo en aguas regeneradoras, la vida de las femineras quedó perturbada por la intromisión de otro grupo cristiano que, si bien las salvó en un principio del hambre, acabó luego con la paz de la congregación y acarreó su patético final. Dirigía ese grupo Roteph, defensor acérrimo de una iglesia africana independiente del obispo de Roma y partidario de quebrantar el orden imperial por los medios más violentos a su alcance; sobre todo asaltando en sus ricas villas a los latifundistas concesionarios del gobierno, atacando pequeños destacamentos de legionarios o practicando secuestros para conseguir rescates que sostuvieran la lucha. Era, en suma, uno de los que atrajeron el calificativo de «terroristas» para los cristianos y, aunque su cabeza había sido puesta a precio, lograba escapar siempre de los legionarios, dejando todo lo más entre sus garras algún rezagado del grupo. Con su habilidad guerrillera, su conocimiento del terreno y su connivencia con los campesinos pobres, para quienes era una especie de bandido generoso, Roteph conseguía salvar siempre a su gente, entre la que abundaban los esclavos fugitivos y los huidos de sus aldeas por no poder pagar los onerosos impuestos.

Roteph apareció con los suyos, cierto atardecer primaveral, en el desmedrado oasis al que habían llegado por la mañana las femineras. Su idea era compartir aquella noche el agua del pozo y el lugar de acampada pero, al acercarse a Porfiria, quedó deslumbrado por Irenia, que se alarmó ante la lasciva mirada del recién llegado. Con su experiencia de los hombres sabía que iba a ser acosada por aquel cuerpo vigoroso, en la plenitud de unos cuarenta años vividos en constante ejercicio al aire libre. Las negras melenas y la barba espesa, ambas bien cuidadas a diferencia de la mayoría errante, enmarcaban la nariz aquilina, la boca fácil a la carcajada y el grito, bajo unos ojos negros donde relampagueaban la arrogancia y la ausencia de escrúpulos.

Roteph disimuló al principio sus sentimientos y habló a Porfiria del abastecimiento y de otros problemas propios de la vida errante. En cuanto a su dogma, difería del de la Madre pues creía en un Cristo andrógino, afirmando que la pareja era, en el cielo como en la tierra, el origen de la humanidad y fundamento de su vivir. Por eso en su grupo los sacerdotes no eran célibes y las mujeres administraban sacramentos y dirigían oficios, lo que le acercaba a las ideas de Porfiria mucho más que el machismo excluyente de los cristianos convencionales. Por eso la Madre aceptó la propuesta de unir sus dos grupos, al menos durante los duros tiempos de la persecución; quizás porque, agotada tras largos meses de lucha, atravesaba una etapa de debilidad. Tan pronto como ambos jefes comunicaron el acuerdo, tras las oraciones de la tarde, empezó una entusiasmada confraternización, pues las femineras veían en ella el fin de la penuria y la gente de Roteph se regodeaba de antemano con la mayoría femenina en la Iglesia de la Mujer Divina.

Los primeros días, sin embargo, fueron apacibles, quizás porque estaba próxima la conmemoración de la Pasión de Cristo, vivida con espíritu de penitencia incluso por gentes tan libres y violentas como las de Roteph. Pero no tardó mucho éste en declarar su pasión a Irenia y proponerle el emparejamiento, para encarnar mejor la doble naturaleza de su Cristo andrógino e incluso constituir una trinidad en la que Porfiria representaría a la Madre. Irenia, de acuerdo con Porfiria, iba demorando la respuesta negativa porque temía una reacción violenta, pero el acoso de Roteph crecía y hubiera llegado a estallar de no ser porque, cuando ya celebraban la Pascua, dos centurias, que hacía tiempo les perseguían, cayeron sobre ellos inesperadamente. La sorpresa y la superioridad militar destrozaron a los grupos cristianos, muriendo allí mismo la mayoría, incluidas Porfiria y Domicia que, juntas, cayeron traspasadas de flechas. Los cristianos supervivientes fueron capturados para su venta como esclavos o para ser echados a las fieras, separando a hombres de mujeres en la conducción hasta Cirene.

Fue días después, en las prisiones subterráneas del circo al que habían sido condenados, cuando Irenia volvió a encontrar a Roteph, reconociéndole en la oscuridad al oír un inconfundible bramido de cólera. Aunque no le hubiese inspirado amor, ella reconocía las cualidades del hombre y por eso avanzó hacia él casi arrastrándose sobre cuerpos que protestaban o que, consumidos por la fiebre, se limitaban a quejarse. Roteph, encadenado al muro, la recibió con el mismo júbilo que si hubiera estado libre en el desierto y se expresó con igual apasionamiento. Irenia le interrumpió para recordarle a Dios en el trance que les esperaba.

—Me tiene sin cuidado. ¿No sabes que mi dios eres tú?

Ella le reprochó la blasfemia. Roteph se echó a reír.

—Yo sólo creo en esta vida. Me hice cristiano para gozarla a mi gusto, libre contra los romanos. En mi grupo queríamos amargarles la vida a los gordos ricachos que nacen ya teniéndolo todo. Acabará cayendo un rayo y destruyendo a esa gente; lo sé, pero yo quería apresurarlo. Roteph el Bautista, como decís los cristianos: el Bautista del rayo. Lo de la pareja encarnadora de Cristo lo pensé porque para eso estamos hechos como estamos, y lo defendí ante Porfiria con más calor porque acababa de verte. ¡Me enamoraste en el acto, y eso que llevabas el pelo siempre cubierto! ¡Pensar que ahora, aquí, es cuando puedo acariciarlo…! Verte y olvidar la guerra, mi terrorismo como dicen ellos, fue todo uno… Quizás por eso me descuidé y nos sorprendieron…

Calló un momento, mientras sus manos rozaban el cabello y se posaban en los hombros femeninos.

—¿Qué poder tienes, de dónde vienes? —continuó—. Te vi y fue como si vaciaras mi sangre de guerrero y pusieras en mis venas otra de amante. Me olvidé de que, al acercarnos al oasis y saber qué grupo erais, yo había prometido a mis hombres mujeres para todos. Me olvidé de gozarte en el acto, como hice siempre; hice esperar a los míos y yo acepté esperar, porque era tu voluntad.

Volvió a reír suavemente:

—Y mi mayor penitencia, escuchar aquellas teologías de Porfiria e inventar, para asombro mío, cosas que yo no había pensado antes, nuevas teologías… ¡Qué importaba una más! Pero viéndote, pensaba que Porfiria tenía razón. Dios es mujer porque tú eres mi dios.

Irenia tapó la barbada boca con la mano y recibió en ella un beso tan apasionado que se sintió abrazada aunque las cadenas no lo permitiesen. Oyó al hombre jadear, calmando poco a poco su emoción.

—Déjame solo. No soy digno.

Fue tan inesperada la humildad tras su soberbia que a Irenia se le saltaron las lágrimas.

—Yo soy —continuó el hombre— como el buen ladrón y ahora, a tu lado, estoy en el paraíso. Confieso en ti mi fe, Cristo mío. Ven a mí.

Fascinada, Irenia acercó su rostro y, al sentir en sus labios el fuego de Roteph, no pudo dejar de abrazarle. Así pasaron juntos la noche, Irenia consolada por el hombre pues, aunque a ella, sin Domicia, no le importaba mucho morir en aquellos instantes, tenía miedo de sufrir si las fieras no la mataban pronto. Roteph le aseguró que moriría mucho antes que él, porque estaba destinado a ser crucificado con cuerdas para que los zarpazos tardaran más en alcanzarle y no pudiera defenderse.

Por eso, a la tarde siguiente, cuando se abrieron puertas, penetró alguna luz y les llegó el griterío del público en las gradas, Roteph fue llamado el primero, para ser previamente atado. Después salieron los demás, cegados por el sol, ensordecidos por los aullidos de la gente. Irenia vio la cruz clavada en la arena y Roteph amarrado a ella de modo que las fieras sólo pudieran saltar y desgarrarle, dificultando la dentellada mortal. Y entonces, cuando sonaron los clarines, se hizo un silencio y hasta vieron saltar un leopardo a la arena; alguien penetró en el grupo de cristianos detenidos al borde del coso y, asiendo por el brazo a Irenia, la hizo retroceder: ésta aún tuvo tiempo de ver cómo Roteph había logrado soltarse un brazo, se estaba desatando y, con un grito bárbaro, se disponía a rechazar a un león con las manos desnudas. Irenia se sintió arrastrada hacia atrás, volvió a repasar el portillo por donde había salido a la arena, la envolvió de nuevo la oscuridad, fue llevada por corredores y escaleras hasta que el clamoreo del público se convirtió en un rumor lejano. La introdujeron en una estancia pequeña de bajo techo y la mandaron acercarse a un romano obeso y calvo, con toga orlada de rojo, sentado en una silla. De pie a su lado, un jefe de esclavos aguardaba con aire sumiso. Cerraron tras ella la puerta, el gordo hizo un gesto sin decir palabra y el otro tiró violentamente del manto de Irenia y la dejó desnuda, con sólo la tira que sujetaba sus pechos. Se la quitaron también y el gordo habló:

—¡Estúpidos sin ojos! No distinguís calidades… Mirad qué piel, qué cabello, qué caderas… Tú, vuélvete.

Ella obedeció. Sintió la mano fofa contornear sus nalgas.

—Me di cuenta apenas salió… ¡Imbéciles! El prefecto disfrutará ofreciendo a sus morenas hambrientas esta delicada carne… Envíasela.

Irenia tembló. En Psyra los pescadores temían a las morenas más que a las medusas urticantes y a los marrajos, porque no se las veía entre las rocas y atacaban ferozmente. Siguieron otros tres días de encierro solitario, asombrada de no intentar quitarse la vida y, con ella, el miedo al dolor y la pesadumbre de haber perdido a Domicia, hasta que la condujeron a una lujosa villa con un jardín espléndido. La desnudaron y la dejaron sola junto a un rosal. Las abejas zumbaban, una mariposa se posó en su pecho izquierdo. Atardecía dulcemente; perfumes florales llenaban el aire. Irenia se extrañaba, en su situación, de poder percibir tanta suavidad.

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