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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (3 page)

BOOK: La vieja sirena
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Irenia no podía comprender esos odios fraternales, ni cómo la privación de alimentos, la flagelación cotidiana, los cilicios o la mugre podían agradar a ningún dios ni servirle de nada; como tampoco podía aprobar los incendios y saqueos de los terroristas. Sentía en cambio inclinación hacia la comunidad de Domicia, aunque tuviera pocos seguidores. Al frente del grupo estaba Porfiria de Sabratha, discípula del alejandrino Orígenes, muerto en Tiro pocos años antes, cuyas ideas había desarrollado ella hasta convencerse de la feminidad del llamado Cristo. Creía también —aunque no lo elevase a dogma— que fue Adán, con su orgullo masculino tan impropio de la mujer, quien realmente desafió a Dios en el paraíso terrenal e hizo pecar a Eva; aunque luego los varones redactores del Génesis impusieran una versión enmendada, muy conveniente para ellos al justificar la ulterior sumisión de la mujer en la vida social.

Porfiria abundaba en argumentos para defender su tesis. Ante todo, era imposible considerar justo a un dios que empezara por encarnarse varón, discriminando así en contra del otro sexo. Sólo sería aceptable que hubiera querido nacer andrógino o asexuado, pero, en ambos casos, su deformada humanización le hubiera impedido comprender a los seres que venía a salvar y hacerse comprender por ellos. Puesto, por tanto, a vivir con un determinado sexo, lo justo era asumir el femenino, más próximo a la creación de la vida en el proceso de generación. Cuando el contrincante rechazaba ese razonamiento, Porfiria alegaba la naturaleza misma del mensaje divino. Era imposible asomarse imparcialmente a la predicación del llamado «Jesús» sin reconocerla llena de un amor y una mansedumbre totalmente ajenas a la mentalidad de los barbudos patriarcas judíos y a sus hábitos predatorios, en sus guerras para arrebatar tierras a los cananeos invocando a su implacable Jehová. Sólo una mujer podía pensar y predicar ese mensaje de paz en una sociedad que ni siquiera le hubiera permitido predicarlo de no ser porque María, la madre milagrosa de la Niña Divina, la vistió varonilmente desde su nacimiento y la ayudó a representar ese papel hasta su muerte.

En esa esencia femenina creía sin duda el maestro Orígenes cuando llegó a castrarse a sí mismo: no para evitar sospechas acerca de sus relaciones con las catecúmenas a las que instruía (como pretendieron pacatos comentaristas) sino para identificarse con su Mesías hembra. Cristo fue mujer y el propio Orígenes, inspirado por Ella, había dejado un manuscrito —el Tratado de la Mujer Divina— que Porfiria logró salvar de la destrucción, cuando el obispo Demetrio condenó a la hoguera los escritos del filósofo, y que era la base de las creencias porfirianas junto con el conocido Evangelio de Felipe. Orígenes comentaba en su obra el mensaje divino a la luz de esa inspiración femenina y explicaba cómo ni en el pretorio ni durante la crucifixión reconoció nadie el verdadero sexo de Ella por milagrosa obcecación de todos los presentes. El texto revelaba también la verdadera relación amorosa entre la llamada «Jesús» y el hermoso apóstol Juan, que otros textos disimulaban refiriéndose tan sólo al «discípulo amado». Finalmente, profetizaba que Ella reaparecería un día sobre la tierra, ostentando su deslumbradora feminidad, y entonces prevalecería su enseñanza y reinarían en este mundo la mansedumbre, la paz y el amor.

Esas verdades, incansablemente repetidas a sus seguidores cuando Porfiria los congregaba sentándose adosada a una palmera o al brocal de un pozo, llenaban dulcemente el corazón de Irenia. La invadía entonces una paz diferente del olvido en que se sumergió navegando con los coraleros; una profunda serenidad de sus más íntimas fibras, encendiéndolas al mismo tiempo en ansias de vivir. Fue en una de esas ocasiones, mientras caía la tarde tras haber acampado en las gargantas de Millah, cuando Domicia, según le confesó después, percibió un resplandor diferente en los ojos de Irenia, aquellos ojos de tan suaves matices entre el gris y el verde malva. ¿O fue más bien la mirada de Domicia la que provocó el resplandor en Irenia, tras la ardiente exhortación de Porfiria a la vivencia del amor?… Domicia tomó de la mano a su compañera y, buscando un retiro, la condujo barranco arriba hasta un recodo de la pared rocosa donde se abría una pequeña gruta. Al entrar ya chocaron como sin querer sus cuerpos, que, sorprendiendo las voluntades, tomaron por sí mismos la iniciativa del abrazo y la unión de las bocas. No hablaron, no pensaron, fueron sólo encendida piel y, debajo, sangre fogosísima, y más al fondo aún, el imperio del sexo. Irenia, que conocía los amoríos femeninos al haberlos practicado, más bien por convención y aburrimiento, en el harem de Astafernes, vivió el abrazo con otra intensidad desconocida, creada por la transferencia a sus cuerpos del éxtasis espiritual. Desde entonces compartieron un fuego amoroso que sólo la muerte de Domicia haría impracticable. Sin por eso extinguirlo porque seguía ardiendo en la memoria de Irenia, persuadida de que también pervivía en el alma de la muerta, acogida sin duda en el paraíso de la Mujer Divina.

2. Ahram el Navegante

Como el correo Bashir anunció ayer tarde la llegada de Ahram desde Alejandría, para celebrar en familia el primero de los días epagómenos con que termina el año egipcio, la esclava anda asomándose desde el amanecer a la claraboya de su desván, oteando el mar a través de la celosía. Ha visto palidecer la oscuridad nocturna y asomar el sol: una incandescencia, un punto rojo, un arco, un círculo ardiente, una herida desangrándose por el mar abajo. Luego anaranjado al elevarse, dorado entre ampulosas nubes, fuego blanco volcando un cabrilleo de chispas sobre las aguas tranquilas… «¿Qué me importa el amo? —se pregunta—, será como todos.» Pero vuelve a su atalaya. ¡Dicen de él tantas cosas!: Siempre llega por mar, ya verás cómo manda, su barco lo planeó él mismo, adivina los vientos… Y no sólo dicen, sino que se les nota. El yerno ha suspendido su viaje a Alejandría, Amoptis está nervioso y da contraórdenes, han venido del santuario de la finca el sacerdote y su acólito, la vieja Tenuset se ha puesto faldellín plisado a uña aunque no espera ser llamada, han limpiado la casa de arriba abajo… Irenia vuelve y vuelve a su atalaya.

¡Por fin! Una embarcación dobla el promontorio occidental, inclina grácilmente sus dos mástiles, enfila su proa hacia el embarcadero de la playita. «¿Será el Jemsu?», piensa la esclava desconcertada porque no le parece un barco tan extraordinario.

Abajo contempla las palmeras sobre la playa dorada y el jardín de las mujeres, pero la celosía le impide asomarse a ver la terraza, desde donde le llegan ruidos y voces de los siervos poniendo el toldo. Al sacudir la cabeza hacia atrás para apartar sus cabellos recuerda que al día siguiente de su llegada se los cortaron al rape. Pero han vuelto a ordenarle que vaya cubierta, ahora que la trajeron a la casa de los amos. Pasaba menos calor en los establos abiertos que aquí bajo el tejado, pero eran penosos el olor de las vacas, el estiércol y el acoso de los tábanos. Aunque lo peor fueron las ocas, de la raza grande del delta, caprichosas y anárquicas, obligándola a ir y venir sin descanso para que no se le dispersaran. Y agresivas, pues sufrió dolorosos picotazos al retirar huevos de los nidales. Además le cogió antipatía el mozalbete que con ella las cuidaba; pero ésa fue su suerte porque, como la acusó de negligencia para que la castigaran, acudió a comprobarlo Tenuset, encargada de la servidumbre de cocinas abajo. Una anciana todavía ágil y de voz agradable, bajita, con ojos cansados y piernas bien hechas, que empezó regañándola pero se fue sorprendiendo a medida que la oía expresarse. Miró las manos y la cabeza de Irenia, le hizo varias preguntas inusuales y decidió llevársela a las cocinas, con lo que la esclava pasó a dormir en los desvanes de la casa grande.

Abajo suena un chillido estridente. Ella sabe que es Malki, el nieto de Ahram. Sólo lo ha visto de lejos, en el jardín, pero todos los esclavos se quejan de sus caprichos e impertinencias, sin haber cumplido aún los cinco años. Tampoco ha visto a la señora, a la que el padre llamó Sinnah pero que al casarse adoptó la forma egipcia de Sinuit; ni conoce tampoco a Neferhotep, considerado avaro y a veces cruel con los esclavos, aunque le vence la indolencia salvo en lo de ser muy exigente para el respeto debido a su cargo edilicio: es preciso dirigirse a él llamándole Excelso Señor. ¡Cómo le asombra a Irenia la meticulosa etiqueta egipcia! Domicia se habría extrañado menos, por su origen aristocrático. ¡Domicia! ¡Qué lejos le van pareciendo aquellos días! Cuando quiere recordarlos se interpone como una veladura que desdibuja la visión. A veces le es difícil evocar los ojos de Domicia, que un mes antes taladraban sus insomnios. No es por el tiempo transcurrido sino por la avalancha de seres, cosas y sucesos nuevos: esa exuberancia del país, cuyas gentes además hablan y hablan, se envuelven en historias y mitos, superponen al mundo tangible otro de fantasías y memorias. Hasta el propio Ahram le resulta mítico a Irenia visto a través de los siervos, que le temen pero le admiran; de los aparceros vinculados a la villa, que procuran engañarle pero apelan a él contra los escribas del fisco; del sacerdote de la diosa Neith, que censura su impiedad pero le agradece la restauración del culto a Nuestra Señora de las Aguas en el santuario arrasado por Caracalla. Y, sobre todo eso, basta oír pronunciar el nombre de Ahram a Tenuset y, más todavía, a Bashir.

¡Bashir! Desde que por primera vez le vio Irenia llegar de Alejandría, situada a ochenta estadios a poniente de Tanuris, y arrodillar a su camella en el patio para dirigirse a las cocinas con paso renqueante, se ha convertido para la esclava en el heraldo de Ahram, trayendo a diario las noticias y encargos de la Casa Grande, para volver allí con la información de Tanuris. Es el más antiguo compañero de Ahram, desde los difíciles comienzos aventureros en la juventud; por eso todos respetan como a un personaje, aunque oficialmente sea sólo correo, a ese viejo de cara curtida, negros ojillos chispeantes rodeados de arrugas, nariz porruda y espeso bigote cano colgando a los lados de la boca burlona. Es flaco y sarmentoso, no muy alto, y se atribuye su cojera a un lanzazo sufrido en una de sus andanzas con Ahram. Pero lo que intriga más a la esclava es la curiosidad de Bashir acerca de ella. Cuando Irenia le sirve su almuerzo en la cocina —siempre le corresponde hacerlo, por mandato de Tenuset— se siente examinada y sometida a preguntas, aunque no de manera maliciosa sino cordial y abierta. Además Bashir habla con ella casi tanto como con Tenuset y la ayuda mucho a ambientarse en Tanuris, para asombro de quienes tienen al viejo por un hombre reservado.

Ya está cerca la embarcación; ha sido veloz aunque no corra mucho viento. Irenia, que sabe de mar, aprecia ahora la finura del casco, más alargado que el de las embarcaciones de las islas, y la doble espuma levantada por la tajamar, así como la especial inclinación del mástil de mesana. La camareta central también es mucho más baja que la de las naves convencionales y empieza a comprender que el proyectista del velero no es un constructor rutinario.

La esclava reconoce una voz juvenil y estridente alternando en la terraza con la del niño. Es Yazila, nueva niñerita de Malki, más bien su compañera de juegos, porque sólo tiene diez años. Generalmente se mueve en el recinto de los señores, pero algún día ha bajado a las cocinas a deshora —evita mezclarse con el resto de la servidumbre— para reclamar bebida o alimento, pues presume de sus nuevas funciones y, sobre todo, de ser hija de Amoptis. Ahora la ve por el jardín tras el chiquillo y admira la tonalidad oscura de su cuerpo mestizo, con pechitos casi imperceptibles, y las largas piernas moviendo el trasero, apenas velado por el blanco faldellín plisado propio de su nueva posición.

El velero, mientras tanto, ha fondeado ya y dos marineros acaban de arriar la vela mayor, listada de púrpura y verde como todas en la flota de Ahram, disponiéndose luego a botar un chinchorro por estribor. Un hombre vestido con lisa túnica oscura, una faja y un estrecho turbante cuyo extremo cuelga a un lado de la cara, sale por la escotilla, pasa las piernas sobre la borda y desciende ágilmente al bote. Le sigue otro ricamente ataviado y portador de una gran bolsa, que reclama la ayuda de un marinero para bajar al chinchorro. El que le ha precedido empuña los remos y empieza a bogar vigorosamente hacia la playa, mientras el de la bolsa se instala temeroso en el banquillo de popa, sujetando sobre su cabeza la elaborada peluca egipcia. La esclava se siente hondamente decepcionada: ese personaje de la bolsa, obeso y torpe, ha desinflado el mito de Ahram. No vale la pena seguir mirándole.

Oye voces en el camino que baja a la playa a lo largo de las tapias del jardín y ve avanzar un grupo de hombres, con bullicioso acompañamiento de chiquillos, encabezados por Amoptis. Reconoce entre los primeros al capataz de los esclavos, al primer escriba y al plantador de las cosechas, todos apresurándose porque el chinchorro ha tocado ya en el pequeño embarcadero y el remero salta asiendo un cabo que diestramente amarra a uno de los pilotes, tendiendo luego la mano al pasajero para ayudarle a desembarcar. Ya en la arena se les acerca el grupo del camino y entonces la esclava queda atónita: el hombre ante quien todos se inclinan reverentes resulta ser el remero de la túnica oscura que, en ese momento, se calza las sandalias ofrecidas por el obeso pasajero. Uno de los siervos se acerca para ayudarle y otro para cubrirle con un parasol índigo —como exige siempre el Excelso Señor— pero un imperioso gesto les rechaza y les hace retroceder de espaldas e inclinándose.

¡De modo que el remero es Ahram el Navegante! La esclava suspira con alivio y reconoce la verdad del mito. Ahora contempla los acontecimientos con avidez: el señor abreviando las zalemas, sacando de su manga golosinas que atraen a los chiquillos como a gorriones, emprendiendo la marcha cuesta arriba en cuanto acaba el reparto a los pequeños. Avanza con imperio, ni descuidado ni alerta, con moderado balanceo de los brazos y leves movimientos de cabeza observando el entorno. La esclava distingue ya la daga atravesada en la faja: es de verdad un arma y no el habitual complemento decorativo. A punto de desaparecer la comitiva tras el ángulo de la casa consigue percibir la barba en punta, espesa y cuidadosamente cortada; los finos labios bajo una nariz apenas aguileña; el crespo cabello de un gris incipiente que no cubre por arriba el turbante, simple lienzo azul y oro en torno a las sienes. La fina túnica permite apreciar la firmeza del cuerpo delgado, sólido y felino a la vez. «Ése sí es Ahram —se dice la esclava—; se ha servido a sí mismo con el remo por ansia de libertad, de independencia.» Queda pensativa y, de pronto, recuerda que ella debería ya estar abajo para ayudar al servicio de la terraza, como le ordenaron ayer. Presurosa cubre su pelo, se sujeta bien el lienzo que le sirve de falda y corre descalza hacia las escaleras de servicio con una rapidez que hace saltar levemente sus firmes pechos en el torso desnudo.

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