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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (25 page)

BOOK: Las Dos Sicilias
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—Hoy tenemos un invitado a comer —dijo la señora Pronay a Gabrielle aquella noche, cuando ésta volvió a Czege—. Se trata de un capitán Gasparinetti que conocí en Siofok. Me dijo que también te conocía.

—Sí —asintió Gabrielle—. Mi padre estuvo en su casa inmediatamente antes del accidente. Gasparinetti lo hizo llevar a su casa, donde papá murió.

—Ay —exclamó Elisabeth—, no sabía eso. Sin duda te será desagradable el que...

—No. ¿Y qué hace en Siofok?

—Veranea en el campo.

—Sí, pero, ¿por qué fue a Siofok? Y dime, ¿cómo lo has conocido?

—En una reunión social. Lo invité a comer porque pensé que la presencia de un conocido te distraería...

A Gabrielle le pareció muy extraña la manera que tenía su prima de entablar relaciones con la gente, pero no dijo nada. Además, no compartía el deseo de Elisabeth de «distraerse».

Gasparinetti se presentó en la casa unos minutos antes de las ocho.

Entró en el salón con gran naturalidad y dijo a Gabrielle:

—¿No es extraño el que volvamos a encontrarnos aquí? Sin embargo, me alegra sobremanera, después de nuestro último y triste encuentro, volver a verla en un ambiente que, sin duda, le sienta bien. Tiene usted un magnífico aspecto.

A Gabrielle le pareció superfluo contestar a estas palabras y casi inmediatamente todos entraron en el comedor. Gasparinetti hizo un poco la corte a Elisabeth. Estaba muy apuesto, como de costumbre, y parecía haberle caído bien a Elisabeth. Gabrielle habló muy poco o casi nada, y en cuanto a Elisabeth, pareció olvidar por completo el propósito de distraer a su prima con la presencia del capitán. Gabrielle, a quien Gasparinetti le había hecho recordar la muerte de su padre, pensó también en aquella noche que había pasado en casa de los Flesse. Era notable el hecho de que en todos los lugares en los que había coincidido con Gasparinetti hubiera también un muerto.

Después de la comida, la señora Pronay, acompañada por Gabrielle, condujo al capitán a través de toda la casa. Lo hizo sin ninguna intención determinada y probablemente sólo porque todas las gentes que en otra época no vivieron en situación muy brillante y luego consiguen hacerlo en circunstancias más cómodas, se sienten obligadas a mostrar sus nuevos aposentos a cuantas personas visitan su casa.

El capitán se detuvo frente a un reloj de pared cuyo cuadrante tenía inscripciones de plata.

—Este reloj —dijo— me recuerda un poco a otro que teníamos en casa. Era uno de esos relojes llamados de plato. Según creo, procedía de mediados del siglo
XVIII
. Lo teníamos colgado sobre una tablilla forrada con terciopelo de bordes dorados, mediante un anillo, a un gran gancho de metal. El cuadrante era de plata cincelada, así como el marco, adornado con múltiples trofeos: banderas, cañones, tambores, y cosas parecidas; toda la obra era estilo Luis XV y, según se decía, ese reloj, bastante caro, había sido comprado por mi abuela (o tal vez, había sido su madre quien lo comprara) personalmente en París. Por lo demás, esa señora tenía fama de ser derrochadora y se decía que realizaba sus frecuentes viajes a París con un tiro de cuatro caballos. Pero en invierno solía mostrarse a los habitantes de la pequeña ciudad de provincia en la que vivía en un trineo tirado por ciervos domesticados; y en verdad debió de haberle sido desagradable el hecho de que los ciervos comenzaran a cambiar sus cuernos en febrero. Probablemente esto le era tan penoso como perder sus propios dientes. Y, dicho sea de paso, aún conservábamos un retrato de esa señora. Se trataba de un cuadro hecho al pastel, que la representaba con el cabello empolvado de blanco y con un gran diamante solitario en el pecho. La expresión de su rostro era de una vivacidad extraordinaria. Tuvo que haber sido una mujer muy hermosa, sólo que sus ojos eran un tanto saltones. Llevaba un vestido de raso blanco, adornado con pieles de marta cebellina.

2

Gasparinetti dejó a la señora Pronay encantada con su gentileza y sus maneras desenvueltas y a Gabrielle sumida en un estado de gran agitación.

—¿Cómo se llamaba la señora de aquel cuadro? —se había resuelto a preguntarle, después de un momento de silencio.

—Seguramente no seré capaz de recordar el nombre —le había respondido Gasparinetti—; era una rusa.

Y luego el capitán se había puesto a hablar de otras cosas.

Gabrielle no comprendía por qué no podía darse por satisfecha con la sencilla explicación de que todos los retratos de aquella época eran probablemente semejantes. Todas las señoras, siguiendo la moda, debían de llevar el pelo empolvado de blanco y diamantes en el pecho. ¿Y por qué no iban a haber estado de moda, asimismo, los vestidos de raso blanco con adornos de marta cebellina? ¿O era que verdaderamente aquellos dos retratos representaban a la misma persona de que hablaron los dos hombres? Lo cierto es que en aquella época se hacían copias de cuadros, así como hoy se hacen copias fotográficas. Bien pudiera ser que la persona que había comprado en París el reloj de plata hubiera sido una Viasemskaya, casada en Austria. Gasparinetti ya había dicho que era rusa.

—¿Y dónde estaba aquel cuadro? —se había atrevido a preguntar, por fin, Gabrielle. Y Gasparinetti le había respondido, después de lanzarle una atenta mirada, ya que la joven volvía a tocar aquel tema:

—En Viena.

—Pero, ¿no procede su familia de Italia? —preguntó Gabrielle.

—En efecto —respondió Gasparinetti—, pero ya hace mucho tiempo de eso.

De manera que, aunque Gabrielle no quería admitir que Gasparinetti había hablado de Rusia y von Pufendorf de Viena, tuvo, de todos modos, que contentarse con esas explicaciones que en modo alguno la satisfacían. Y de pronto sintió un extraño miedo hacia Gasparinetti. Lo cierto es que siempre le había parecido un hombre singular. O, mejor dicho, creía tener miedo de Gasparinetti, pero súbitamente advirtió que en realidad era von Pufendorf quien le inspiraba temor.

En el fondo nada sabía de ese hombre a quien amaba y con quien quería casarse; nada o casi nada. Cuando se declara que procede uno de Rusia, los demás en modo alguno pueden verificar tal hecho, y lo mismo valdría afirmar que uno viene de la Luna. Lukavski había concebido respecto a von Pufendorf sospechas que Gabrielle en ningún momento compartió. Es más, ahora odiaba a Lukavski tanto como von Pufendorf admitía odiarlo. Pero en medio de la oscuridad de su cuarto, en la que permanecía despierta, tendida en la cama, aquella noche Gabrielle comenzó a admitir la posibilidad de que el mayor, a pesar de todo, no se hubiera equivocado. Es verdad que el propio von Pufendorf hablaba siempre sonriendo de tales sospechas. En efecto, era inconcebible que aquel hombre hubiera podido cometer con sus brazos, con aquellos mismos brazos que estrechaban a Gabrielle y que nada tenían de hercúleos, un acto que requería una fuerza excepcional. Desde luego que no eran brazos exactamente débiles, pero sí bastante vulgares y de ningún modo excepcionalmente fuertes. Y, sin embargo, a Gabrielle le parecían ahora cubiertos por los pliegues de una capa escarlata que ondeaba sobre inauditos crímenes.

El que von Pufendorf y Gasparinetti le hubieran hablado en el mismo día sobre el mismo cuadro, bien podía deberse al azar. Pero en modo alguno hubieran podido pasar muchos días entre el momento en que el uno habló de ello y el momento en que lo hizo el otro.

No sabemos de qué modo opera el destino. Pero conocemos, en cambio, los medios en virtud de los cuales obra. Tales medios son de índole perfectamente natural. Nada, ni lo más increíble, puede ocurrir si no es mediante la ayuda de medios naturales. Y si, por ejemplo, existieran hasta los espíritus, ello sólo sería posible porque en la naturaleza existe la posibilidad de su existencia.

Y el medio del que tiene que servirse el destino para obrar es la serie.

La naturaleza posee una tendencia a la precisión matemática o geométrica que no puede realizar, sin embargo, sino —y esto sólo a medias— en sus creaciones más sencillas. La trayectoria de un astro, la forma de un cristal o de una estrella de mar, son, en verdad, de una precisión perfecta; pero prácticamente la revolución de un planeta es tan irregular como la superficie de una drusa o la estructura de un animal marino. Y la verdad es que no es posible concebir ningún objeto de una regularidad perfecta.

Pero en las creaciones superiores esa facultad de la naturaleza, de ser exacta, falta por completo. Verdad es que un árbol o un mamífero muestran cierta tendencia a la simetría, pero no son simétricos sino de un modo aproximado. Y si la naturaleza, por ejemplo, tuviera que sembrar de manera uniforme y a una distancia de varias brazas, garbanzos en un campo, en cada braza cuadrada caería, eso sí, aproximadamente el mismo número de garbanzos, pero en cada pie cuadrado no ocurriría lo mismo, sino que en un trecho el terreno estaría más densamente sembrado y en otro menos.

Así nacen las series. En grandes trechos las irregularidades se compensan. Pero únicamente en el infinito la compensación es perfecta. En efecto, la naturaleza sólo tiene la posibilidad de resolver sus problemas en lo inconmensurable.

Si la naturaleza fuera regular, todo el acontecer transcurriría asimismo regularmente. Pero como en nada es regular, el acontecer transcurre irregularmente y esa irregularidad del acaecer es lo que llamamos destino. La duplicidad o triplicidad de los casos que tanto nos maravillan (aunque por cierto más admirable sería la simplicidad) no es más que la consecuencia de la imperfección de la naturaleza, por la que
tienen
que formarse series positivas y negativas; y lo que hace que el destino se nos manifieste como algo absolutamente imprevisible e incomprensible es el número infinito de acciones recíprocas que las infinitas cosas ejercen las unas sobre las otras, así como la acción recíproca de las innumerables series que, a su vez, siguen su curso asimismo imprevisible. Pero en realidad los elementos de esta multiplicidad son muy sencillos y la complicación nace únicamente de la multiplicación de esos elementos sencillos. Luego, la naturaleza, incluso en aquellos aspectos en que nos parece grandiosa, es perfectamente sencilla, de suerte que explicarla en su totalidad o preverla en su totalidad, más que exigir una inteligencia infinita, demandaría meramente un trabajo infinito.

En suma, que el universo, aun en la época en que la gente se lo representaba mucho menor de lo que parece ser, fue considerado como algo tan inmenso que tenía que ser una creación de Dios o de los dioses, y el destino la obra de la divinidad en este mundo. Ahora bien, desde luego que el destino, a causa de su multiplicidad y de su carácter imprevisible, recibió menos que el mundo el reproche de ser imperfecto. Los impacientes y los desdichados siempre se consolaron con el pensamiento de que si bien las muelas del molino de Dios trituran con lentitud, lo hacen sin embargo de modo infinitamente menudo. Y el mundo fue siempre tenido por imperfecto, es más, ni siquiera pudo evitarse la sospecha de que pudiera ser una divinidad quien lo hubiera creado tan imperfecto. Porque, verdaderamente, todo lo creado exhibe tales imperfecciones, tan semejantes, por lo demás, a las nuestras, y el destino se cumple de modo tan inhábil, lo mismo que nuestras propias vidas, que hubo de imponerse este supuesto: nosotros mismos somos responsables de la creación y del destino.

El primero que expresó este pensamiento, al principio excepcionalmente seductor, fue uno de los amigos de Platón, Agatón, el mismo que después de haber ganado el primer premio de tragedias ofreció a Sócrates y a sus amigos el banquete que había de hacerse famoso.

Luego Marco Junio Bruto, el asesino de César, en un tratado en gran parte perdido, acerca de la virtud, cita dos versos griegos referentes a esta cuestión. Esos versos procedían de un coro de la tragedia
Onfala,
que se creía perdida. Pero a principios de este siglo se encontraron en Cirene varios fragmentos y, entre ellos, los coros.

Agatón sostiene que no fue Dios ni fueron los dioses, sino el hombre, quien creó el mundo. Hemos de procurar interpretar correctamente esa afirmación.

En primer lugar, en ella parecería que el hombre quisiera elevarse por encima de la divinidad. Pero en realidad no hace sino liberar a la divinidad de una mácula que él mismo le había reprochado: haber creado este universo en mayor o menor medida logrado.

No sabemos qué es en realidad el mundo; es más, ni siquiera sabemos si existe. Únicamente lo conocemos tal como se nos presenta. Y se nos presenta exactamente como nosotros mismos somos. Puede que no sea otra cosa que un espejo que sólo refleja
una
imagen: la nuestra. De acuerdo con esto, todas las leyes de la naturaleza —cuya existencia no puede probarse— obran meramente sobre nosotros mismos y todos los obstáculos contra los que chocamos, como contra muros, son cosas que llevamos exclusivamente en nuestras almas, de suerte que aquello que en el mundo nos parece imposible sólo lo es porque en nuestro propio interior es imposible.

De manera que el mundo, por más que nos parezca regido por fuerzas ajenas a nosotros, sigue sin embargo únicamente las leyes que nosotros le damos. Y con todo no somos, desde luego, nosotros mismos los que las establecemos, sino que también a nosotros se nos dan esas leyes según las cuales tenemos que representarnos el mundo. Y esto ocurre de acuerdo no con nuestra libre voluntad, sino con nuestra naturaleza. Sólo porque los milagros son imposibles para nosotros, no existen en el mundo, y sólo porque el destino no depende de nuestros deseos sino de nuestro ser, no obra mejor de lo que nosotros mismos somos capaces de gobernar nuestras vidas. El mundo es exactamente tan bueno o tan malo como las criaturas; no es ni peor ni tampoco mejor que ellas.

Por el hecho de que nosotros somos hombres tenemos que admitir que, respecto de nuestro mundo, el hombre es la medida, el creador y el motor de todas las cosas. Pero, ¿de dónde nos viene esta potencia tan grande? ¿Quién, si realmente el hombre creó el mundo y lo mantiene en movimiento, quién creó a su vez al hombre y lo mantiene asimismo en movimiento? ¿De dónde proviene esa fuerza y ese poder con los cuales obramos sin saberlo? Y, ¿quién nos los concedió para que los ejerciéramos? Evidentemente, Dios. Dios —séanos permitido expresarnos así a efectos de nuestro razonamiento— es la creación inacabada, en la que continuamente se está creando a sí mismo, y el hombre es el aspecto de Dios a través del cual se cumple la creación. La creación realizada es, pues, la expresión del deseo de ser Dios, mas el ansia que tiene el hombre de salvarse es la confesión de que ha cumplido de modo imperfecto los designios de Dios.

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