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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (26 page)

BOOK: Las Dos Sicilias
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Dios es, pues, la causa primera, pero nosotros somos la segunda. En última instancia, sería, pues, Dios el que a través de nosotros creó el mundo, sólo que nuestra es la culpa (y a través de nosotros, sin embargo, también suya) de que el mundo no sea mejor de lo que es, y el comprenderlo así no hace, desde luego, mejor nuestro destino.

Pero el carácter enteramente imprevisible del destino queda muy atenuado por el sencillo hecho de reconocer que no puede servirse de ningún otro medio que no sea el tan primitivo de la serie. Todas las cosas de igual naturaleza
deben
formar grupos, si bien en algunos casos cada grupo constituye una sola unidad. Pero predominan siempre los grupos de múltiples unidades. Y si sólo hay dos unidades, tendrán que unirse en un grupo de dos unidades. La mayor parte de todos los acontecimientos es susceptible de preverse con mayor o menor precisión y en un espacio de tiempo más o menos largo. Es más, pueden concebirse casos en los que el destino, penetrado por el hombre, sea algo enteramente inerme, casi como una mujer cuyas intenciones se comprenden claramente.

Y obra del mago es intentar provocar artificialmente las series del destino, creando unidades que, al formar repeticiones dobles, triples o múltiples, se relacionan unas con otras. Así como los animales salvajes se reúnen frecuentemente en manadas o como los peces se agrupan en bancos, todas las cosas iguales o semejantes tienden a formar grupos o series. El mago coloca frente al destino un modelo, y éste, siguiendo un impulso irresistible, se siente obligado a reproducirlo una o muchas veces. El mago, por así decirlo, inventa las modas del destino.

Cuando von Pufendorf y Gasparinetti hablaron del mismo cuadro, era seguro que tenían que hacerlo en un intervalo de tiempo relativamente breve y no con una distancia de años. Si hablaron de una misma cosa, tuvieron que hacerlo en el espacio de unas pocas horas o unos pocos días, pues esas cosas, aparentemente imponderables, tienen también sus leyes, en sumo grado sencillas. Y lo que decían los dos hombres se atraía como se atraen las estrellas dobles, y era evidente que todo lo demás que entre ambos había de común tenía asimismo que atraerse y girar en torno de ellos, como estrellas dobles.

A la mañana siguiente, Gabrielle recibió una carta de Marschall. Éste le escribía desde Pest que se había presentado en la residencia de los Pronay para visitarla, pero como no la había encontrado allí, le rogaba ahora que lo recibiera en Czege, a los efectos de conversar con ella de un asunto que consideraba importante.

En cualquier otra circunstancia, Gabrielle habría rechazado aquella visita. Cada vez sentía menos simpatía por los oficiales de su padre, y hasta había llegado a odiar a uno de ellos, el mayor Lukavski. Pero lo cierto es que ahora la visita de Marschall, aunque Gabrielle no sabía exactamente por qué, le pareció que aliviaría el estado de turbación en el que se hallaba sumida.

Elisabeth dijo que los huéspedes, especialmente si eran hombres, nunca podían molestar, y Gabrielle reconoció que ahora compartía ese sentimiento, de manera que contestó al capitán que lo esperaba en Czege. Le recomendó que enviara un telegrama para que se le mandara un carruaje a la estación del tren.

Proveniente del oeste, la lluvia caía torrencialmente, y una tormenta de espectral esplendor se extendía con el color del jade por encima de las cañas que crecían en profusión en el extremo sur del lago. En la lejanía, se percibían las rocas de Tihany, envueltas en brumas. Las nubes pasaban, desgarrándose, con gran rapidez.

Marschall llegó a Czege dos días después, por la mañana. Había estado lloviendo mucho, el nivel de las aguas del lago había subido y todos los arroyos y ríos desbordaban de un agua amarillenta que, entre las verdes olas del lago, formaban como islas de contornos bien definidos, bordeadas de espuma. Las cabañas de los barqueros, que producían la extraña impresión de poder ofrecer las comodidades de una verdadera casa, se hallaban hundidas en el agua casi hasta el techo. La tormenta había cejado un poco en su violencia.

Cuando el coche de Marschall llegó a lo alto de la colina, en cuya ladera se hallaba situada la aldea de Czege y donde se abrigaban, bajo los arbustos, unos cerdos de largo pelo ensortijado, llamados Mangolitzas, el capitán descubrió el castillo, que parecía encontrarse en medio de gigantescos bosques de cañas que, saliendo del agua, penetraban tanto en la tierra que en largos trechos no podía establecerse dónde terminaba el lago y dónde comenzaba la orilla. El castillo mismo, erigido en una especie de península, estaba rodeado por una zanja que, a causa de la crecida, se había convertido en un verdadero estanque y se comunicaba con el lago. Los juncos y las rosas de agua crecían hasta los muros del castillo, y árboles aislados, como mujeres con la cabellera revuelta, agitaban sus copas al viento, por encima del estanque. Czege era un edificio de un solo piso, de pelados muros, y en sus cuatro ángulos se elevaban construcciones en forma de torres cúbicas. El viento había empujado la lluvia contra los muros, que estaban empapados. Las alfarjías del techo brillaban, negras, a causa del agua.

Atravesando el portón, al que se llegaba por un puente, el coche rodó por el patio, de forma cuadrangular y de piso empedrado. Una escalinata de estilo renacimiento llevaba al piso superior. La lluvia castigaba rudamente el patio.

Al apearse del carruaje, y luego mientras subía la escalera, Marschall se sintió impulsado a comparar Czege con Gegendt. La Carintia le había parecido, en ciertos momentos, un territorio casi húngaro. Pero lo que allá, bajo el sol estival, le había resultado amable, tornábase aquí, a pesar del aspecto primitivo de la casa —o precisamente a causa de eso—, de una grandeza salvaje, y la lluvia de esa tormenta de equinoccio bien podía haber castigado un lago del Asia, en lugar del de Balaton.

La señora Pronay aseguró al capitán que en Czege no siempre hacía ese tiempo, sino que, por el contrario, en general, el calor era hasta sofocante, pero que cuando llovía solía encontrarse buena sociedad en Siofok o en Balantonfüred, aun ahora, en septiembre.

—Es usted muy amable en hacérmelo notar —dijo Marschall—. Pero lo cierto es que, de todos modos, no podré gozar por mucho tiempo de su cordial hospitalidad y, por lo demás, en todos los alrededores del lago no podría encontrar una sociedad más amable que la que se me ofrece aquí.

Pero Marschall se equivocaba a este respecto. Por lo menos la sospecha de que
un
hombre estaría presente, hombre que en modo alguno podía contarse entre los miembros de una amable sociedad, terminó por hacer de aquella visita cualquier cosa menos una estancia agradable.

Después de comer, la señora Pronay dejó solos al capitán y a Gabrielle. Al poco rato éstos oyeron que su automóvil salía del patio, probablemente con rumbo a Siofok.

—Lamento mucho —dijo Marschall a Gabrielle, después de haberse quedado ambos un buen rato escuchando el rumor del coche que se alejaba—, lamento mucho no haberla encontrado en Pest. De haber estado usted allí, yo habría podido permanecer algún tiempo en la ciudad y, además, le habría pedido autorización para verla a usted de cuando en cuando. De esta manera me habría sido posible familiarizarla con la petición que tengo que hacerle; cosa que aquí no me es posible, pues me quedaré sólo unos días y esto gracias a la amabilidad de la señora Pronay, que me ha invitado. Ahora bien, lo que tengo que decirle es algo que la sorprenderá de manera tal que puedo hablarle de ello tanto hoy mismo como pasado mañana. Quiero pedirle que sea mi mujer.

Mientras Marschall hablaba, a Gabrielle le pareció que no era él mismo quien lo hacía. Bien podía haber sido también Fonseca, o Silverstolpe, y hasta el mismo Engelshausen. Y a través de la voz de Marschall, Gabrielle creía estar oyendo a Lukavski. Es más, hasta podía ser la voz de su padre.

Marschall había hablado con un tono amable, pero impersonal. Era el tono de todos los jóvenes oficiales que Gabrielle había conocido. Tal vez aquél fuera el tono de todos los oficiales. Las palabras del joven estaban como dictadas por algo que ella, como mujer, no podía comprender. Sin embargo, von Pufendorf, que también era oficial, nunca le había hablado en ese tono.

—Señor von Marschall —le replicó por fin—, usted apenas me conoce... por no decir que apenas le conozco. Suelen pasar meses enteros sin que nos veamos. Dígame, ¿qué motivo lo impulsa a usted a viajar de Viena a Pest y de Pest hasta aquí para hacerme semejante proposición?

—Desde luego que me esperaba esta pregunta —respondió Marschall—, y la seguridad de que usted me la formularía me ha tenido permanentemente preocupado en los últimos días... e incluso mucho antes. No tendría ningún objeto asegurarle a usted que la amo. Tal vez, sin embargo, aprenda a amarla... El motivo que me ha llevado a hacerle esta proposición es, para decirlo en dos palabras, el siguiente: unos días antes de que Silverstolpe muriera, hablamos ambos sobre usted y en aquella ocasión Silverstolpe me preguntó si yo no estaría dispuesto a proponerle matrimonio.

La voz con la que Marschall seguía hablando continuaba siendo la voz de otro hombre. Y la voz con la que Gabrielle le respondió, tampoco a ella le parecía la suya, o por lo menos no la de los últimos tiempos. La joven habría podido replicar que ya estaba comprometida con otro, y con seguridad unos días atrás lo habría hecho así; pero, en cambio, preguntó:

—¿Qué puede haber llevado a Silverstolpe a hablar de estas cosas?

—No lo sé —dijo Marschall mientras fijaba en ella sus ojos—. Es decir, sé de ello tanto o tan poco como usted misma.

Y como Gabrielle no replicara nada, Marschall agregó:

—Pero tengo que confesarle que cuando nuestro amigo me habló de esa manera en el estado en que se hallaba, me sentí profundamente conmovido. Me sentí incapaz de discutir sus palabras y me limité sencillamente a aceptarlas.

Sobrevino un momento de silencio.

—¿Y antes no había usted hablado con él de esto? —terminó por preguntar Gabrielle.

—No.

—¿Y tampoco hablaron ustedes de mí en alguna otra ocasión?

—Apenas.

—Señor von Marschall —dijo Gabrielle—, ¿reflexionó usted alguna vez verdaderamente sobre mí?

—Desde que me resolví a buscarla, con mucha frecuencia.

—¿Y qué piensa usted de sí mismo, ahora que ya me ha hecho esa proposición?

Marschall frunció el ceño.

—No la comprendo a usted bien —dijo—, pero en todo caso no tengo la intención de creer en ciertas cosas que se cuentan de usted. Para mí sigue siendo la hija de Rochonville, un hombre a quien venero tanto más cuanto que él nunca dudó de que cada uno de nosotros tuviera un corazón tan grande como el de él mismo, nuestro coronel. De manera que sería colocarme en una situación ridícula si afirmo que, al acercarme a usted, tengo conciencia de que me amenaza un peligro. Tampoco admito que mantenga usted las peligrosas relaciones que se le atribuyen, ni que yo mismo corra algún riesgo al venir a turbarlas. De manera que si le propongo que sea mi mujer no me siento ni en peligro ni deshonrado. Le ruego que me conceda su amor y créame que me sentiré abochornado de no poder corresponder con los sentimientos que usted merece al sentimiento que tal vez se resuelva usted a manifestarme. Cierto es que le he hablado de estas cosas en los primeros momentos de nuestro encuentro; pero bien comprendo que no querrá responderme inmediatamente, aun cuando tenga la intención de acceder a mi demanda. Y es más, sé que, aunque ya esté segura ahora mismo de rechazarme, su delicadeza le impedirá comunicármelo enseguida. Por eso le ruego que me dé su respuesta dentro de un par de días, en el momento mismo en que yo emprenda mi viaje de regreso.

A la mañana siguiente, Gabrielle salió para Komorn, donde pasó el día.

Entretanto, el viento había dejado de soplar, pero continuaba lloviendo. El aire, la niebla y hasta la misma agua, en fin, todas las cosas, parecían envueltas en un fino velo de lluvia. Marschall, después de haber pasado la mañana en la biblioteca hojeando distintos libros que evidentemente nadie —y por lo demás él mismo tampoco— leía (había allí preciosas obras escritas en latín de Agrippa y de Pico de la Mirandola y un moderno tratado en inglés, ilustrado con láminas en colores, sobre armas asiáticas), por la tarde, unas dos horas antes de la del té, desamarró uno de los botes que flotaban junto al muro del castillo y, recorriendo el canal a través de las cañas, salió al lago para pescar. Atravesó una gran extensión cubierta por cañas, ya un poco marchitas, en medio de las cuales crecían juncos e islotes de nenúfares. El canal por el que pasaba el bote y hasta la luz del aire parecía de un verde jade translúcido; la lluvia caía como si sus gotas fueran perlas arrojadas sobre al agua. Unos cuantos patos salvajes se elevaron súbitamente en el aire, saliendo de entre las cañas, y unas aves desconocidas, tal vez grullas o garzas, una de ellas enteramente oscura, casi negra, volaron alto hacia el cielo, pasando por encima de la barca. Volaban de oeste a este. Los cañaverales se extendían a lo lejos y parecían no tener fin; Marschall creyó hallarse en un paisaje de cañas japonés, y tuvo la impresión de que su barca había llegado por fin a la orilla de una isla en la que se elevaba un santuario; pensó que allí se conservaban los gigantescos restos de una armadura del tiempo de los Kamakura; se trataba de una
oyoroi
de hierro esmaltado y piel de vaca cosida con seda purpúrea, cuyas hombreras eran comparables a poderosas alas. Las partes de hierro de la armadura estaban forradas tal vez con cuero oscurecido al fuego de agujas de pino. Desde el yelmo amenazaban las
kuwagata,
dorada cornamenta de bronce, y esa armadura tal vez hubiera sido la Minamotono-Yoritomo, «el gran mariscal que derrotó a los bárbaros».

Con el crepúsculo se renovó la tormenta. El lago volvió a agitarse con violentas olas coronadas de espuma, en el verde jade del paisaje de cañas. La luz se hizo completamente espectral. A Marschall, que había cogido dos pescados que brillaban con los plateados reflejos del mercurio, le costó bastante trabajo retornar a Czege, donde llegó algunos minutos después de las seis de la tarde.

3

Una vez en Komorn, Gabrielle procuró ocultar al preso el estado de dudas y de turbación en que se hallaba sumida desde dos días atrás. A las mujeres les resulta relativamente fácil disimular sus estados de ánimo; sin embargo advertimos cuándo tienen la cabeza puesta en otras cosas. Pero en el caso particular de las pelirrojas resulta vano pretender adivinar lo que piensan, aunque, claro está, probablemente piensan lo mismo que una rubia o una morena.

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