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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (2 page)

BOOK: Las Hermanas Penderwick
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Rosalind regresó al coche con el obsequio.

—¿Lo habéis oído? —preguntó al resto de la familia.

—Recto, luego a la izquierda, luego a la derecha y buscar el número once —dijo el señor Penderwick, poniendo el vehículo en marcha.

—¿Qué es eso de Arundel? —inquirió Skye.

—¿Y quién es la señora Tifton? —quiso saber Jane.

—Hound
tiene que ir al baño —dijo Risitas.

—Pronto, cariño —repuso Rosalind—. Papá, por aquí y luego a la izquierda.

Al cabo de unos minutos entraban en la calle Stafford. De repente, el señor Penderwick detuvo el coche en medio de la calle y todos se miraron con asombro. La familia esperaba que la casita que habían alquilado fuese un lugar pequeño y acogedor con algunos geranios en la entrada. Ni siquiera los comentarios de Harry, el vendedor de tomates, los había preparado para lo que tenían delante. Como mucho, se habían imaginado que la tal señora Tifton viviría en otra casita junto a la de ellos y que tendría un pequeño huerto en la parte trasera.

Sin embargo, no se esperaban en absoluto lo que vieron: dos elegantes columnas de piedra, una con el número once grabado y otra con el nombre «Arundel». Tras las columnas había un camino que se perdía en la distancia, flanqueado por sendas hileras de álamos. Más allá de los álamos se vislumbraba una preciosa extensión de césped salpicada por hermosos árboles, pero no había casa alguna a la vista.

—Santo Dios —soltó Skye.

—Las casitas de veraneo no suelen tener patios delanteros como éste —comentó Rosalind—. Papá, ¿estás seguro de que ésta era la dirección?

—Totalmente —contestó él; luego volvió a poner el coche en marcha y comenzó a avanzar despacio por el camino, que parecía no acabar nunca.

No obstante, al final de una última curva la hilera de álamos terminó y Rosalind vio que sus temores eran ciertos.

—Papá, esto no es una casita.

—En absoluto; esto es una mansión.

Y eso era justamente, una descomunal mansión rodeada de fastuosos jardines. La casa, hecha de piedra gris, estaba colmada de torres, balcones, terrazas y almenas. ¡Y qué decir de los jardines! Estaban repletos de fuentes, parterres llenos de flores y estatuas de mármol, y eso sólo en la parte que podían ver desde el coche.

—Los viajeros, extenuados, se hallaron frente a una residencia digna de reyes. ¡Aquello era Camelot! ¡El Dorado! —declamó Jane.

—Lástima que no seamos reyes —apuntó Skye.

—Además, seguimos perdidos —añadió Rosalind, desalentada.

—¡Arriba el ánimo, Rosy! —dijo el señor Penderwick—. Ahí viene alguien a quien podemos preguntarle.

Un joven considerablemente alto apareció por detrás de una estatua de Cupido y Venus empujando una carretilla. El señor Penderwick bajó la ventanilla, pero, antes de que pudiese llamarlo, se oyó un ruido familiar procedente del maletero.

—¡
Hound
va a vomitar! —chilló Risitas.

Las hermanas ya sabían qué hacer en esos casos. En menos que canta un gallo bajaron del coche, sacaron al pobre animal y lo llevaron a un lado del camino. Con todo, no pudieron evitar que devolviera sobre las zapatillas de Jane.

—¡Hound!
¿Cómo has podido? —se lamentó la niña, mirando sus zapatos amarillos. El perro, sin embargo, ya se había ido a inspeccionar un arbusto.

—Podría haber sido peor —dijo Skye—. ¿Recuerdas la vez que comió pizza del cubo de la basura?

Risitas se agachó para inspeccionar el estropicio.

—Aquí está el mapa.

—¡No lo toques! —exclamó Rosalind—. Y tú, Jane, deja de agitar los pies. Lo estás esparciendo todo. Quedaos aquí hasta que vuelva —indicó, y fue al coche por unas servilletas de papel.

El chico de la carretilla se había acercado al sendero, y el señor Penderwick se había apeado para hablar con él.

—He visto que hay algunas
Linnaea borealis
a lo largo del camino. Un lugar un tanto extraño para ello; pero me interesan particularmente las
Cypripedium arietinum,
así que si sabes algún buen lugar donde buscarlas... Suelen crecer en terrenos cenagosos y oscuros.

Rosalind metió la cabeza en el maletero y rebuscó entre el equipaje. Su padre estaba hablando de plantas en latín, lo cual significaba que estaba contento. Ojalá se acordase de preguntarle al chico sobre la casita que estaban buscando. Por cierto, parecía simpático aquel muchacho. Debía de tener dieciocho o diecinueve años, y tenía el cabello de color castaño claro, a juzgar por los mechones que le asomaban por su gorra de béisbol de los Red Sox. Rosalind miró desde detrás del coche y echó un vistazo a las manos del joven. Su mejor amiga, Anna, siempre decía que se puede saber mucho de una persona sólo con fijarse en sus manos. Lástima que el chico llevase guantes de jardinero.

Las servilletas de papel estaban detrás del ordenador del señor Penderwick, debajo de una pelota de fútbol. Rosalind tomó unas cuantas y volvió a toda prisa junto a sus hermanas. Jane y Skye estaban cubriendo el vómito de
Hound
con hojas secas.

—¿Os acordáis de cuando se comió aquella tarta de limón de la mesa de picnic de los Geiger? Esa vez sí que vomitó —afirmó Skye.

—¿Y de cuando agarró aquel enorme pedazo de carne de la nevera? Estuvo malo dos días enteros —recordó Jane.

—Chist —dijo Rosalind, limpiándole las zapatillas. Su padre y el joven iban hacia ellas.

—Chicas, éste es Cagney —anunció el señor Penderwick.

—Hola —saludó él con una sonrisa de oreja a oreja, sacándose los guantes y guardándoselos en el bolsillo de los téjanos.

Rosalind se fijó bien en sus manos, pero para ella no dejaban de ser unas manos normales y corrientes. Cómo le habría gustado que Anna estuviera allí.

—Cagney, estas cuatro preciosidades son lo que más quiero en el mundo. La rubia, Skye, es la segunda en edad.

—Rubia y con ojos azules —dijo ella, orgullosa, abriéndolos bien para demostrarlo.

—Así podrás acordarte de cuál es —explicó Jane—. Tiene los ojos azules y el pelo rubio y liso. Las demás tenemos los mismos ojos marrones y el mismo cabello castaño y rizado. La gente nos confunde a mí y a Rosalind todo el tiempo.

—No es verdad. Yo soy mucho más alta que tú —arguyó Rosalind; entonces se dio cuenta, para su desgracia, de que no sólo tenía en las manos las servilletas llenas de vómito, sino que, además, llevaba la camiseta de la Escuela Primaria Wildwood. ¿Por qué diablos se la habría puesto? No quería que la gente pensara que todavía iba a la escuela primaria; en septiembre pasaría a séptimo curso.

—Sí, bueno, la más alta es Rosalind, la mayor de las cuatro; la bajita es Jane, y... —El señor Penderwick hizo una pausa y miró alrededor.

—Ahí —dijo Jane, señalando las alas de mariposa negras y naranjas que asomaban por detrás de un árbol.

—Y ésa es Risitas, la tímida. Y ahora, tropa, tengo buenas noticias. No nos hemos equivocado. Cagney es el jardinero de Arundel Hall, que es como se llama la mansión, y nos estaba esperando. Nuestra casa está al otro lado de la finca.

—Era la casa de invitados —les explicó Cagney—, en la época en que el general y la señora Framley vivían aquí. Ahora que la señora Tiflón está a cargo del lugar, todo está mucho más tranquilo.

—¡La señora Tifton! —exclamó Jane, y habría dicho más si Rosalind no le hubiera clavado el codo en las costillas.

—Muy bien, chicas, volvamos al coche —dijo el señor Penderwick—. Y, Cagney, cuando tengas un rato libre me gustaría hablar contigo de la flora del lugar.

—Me encantaría. Y ahora tome aquel camino de allá para la izquierda y siga por él hasta la cochera. Luego verá el jardín sumergido a su izquierda y el pabellón griego a la derecha. Cruce el seto y encontrará la casa unos cuantos cientos de metros más adelante. Es de color amarillo; no tiene pérdida. La llave está bajo el felpudo.

Rosalind agarró a Risitas, Skye a
Hound,
y en un periquete todo el mundo estaba de nuevo en el coche, listo para seguir. Todos menos Jane, que se había quedado embobada contemplando la mansión.

—Venga, Jane —le dijo Rosalind por la ventanilla.

Jane se giró a regañadientes.

—Me ha parecido ver a un chico mirándonos desde aquella ventana de allá arriba.

Skye se asomó, aplastando a Risitas, y dirigió la vista hacia la ventana en cuestión.

—¿Dónde?

—Ahí arriba —contestó Jane, señalando—. En el piso de arriba, a la derecha.

—Ahí no hay nadie.

—¡Quítate de encima! —exclamó Risitas. Skye volvió a su asiento. —Te lo has imaginado, Jane.

—Puede, pero no lo creo. De todas maneras, se me acaba de ocurrir una idea.

CAPÍTULO DOS

Un agujero en el seto

La casita de Arundel no sólo era amarilla, sino que era del amarillo más cremoso que las Penderwick habían visto jamás. Era todo lo pequeña y acogedora que se le suponía, con su porche de entrada, sus rosales y abundantes árboles para dar sombra.

La llave estaba debajo del felpudo, justo como había dicho Cagney. El señor Penderwick abrió la puerta y la familia fue desfilando. Para asombro de todos, el interior de la vivienda era todavía más encantador que el exterior. Todo estaba pintado de bonitos tonos verdes y azules, y los muebles, a pesar de su comodidad, eran bien sólidos. Apartado del salón, había un pequeño despacho con un escritorio y un diván que el señor Penderwick no tardó en reclamar para sí, alegando que quería estar lo más lejos posible del barullo de sus hijas.

Había llegado el momento de que las chicas fueran al piso de arriba y escogieran sus habitaciones.

—¡Yo elijo primero! —anunció Skye, yendo hacia las escaleras con su maleta.

—¡No vale! —replicó Jane—. Todavía no había pensado en eso.

—Exacto. Yo lo he pensado primero; por eso tengo derecho a elegir primero —declaró, a punto ya de llegar al piso de arriba.

—Vuelve aquí, Skye —dijo entonces Rosalind—.
Hound
decidirá el orden.

Skye gruñó y bajó las escaleras a regañadientes. No le gustaba nada que fuera el perro el que tomara las decisiones importantes, entre otras cosas porque solía elegirla a ella en último lugar.

Aquél era todo un ritual para las hermanas. Escribían el nombre de cada una en un pedazo de papel y luego los colocaban todos en el suelo junto a trozos de galletas para perros. Cuando
Hound
se ponía a olisquear, no podía evitar tocar los papeles, así que el orden en que los rozase su narizota era el orden en que ellas escogerían.

Rosalind y Jane prepararon los papeles, Risitas partió en pedazos una galleta para perros y Skye fue por
Hound,
al cual le susurró una y otra vez su nombre a la oreja, en un intento por hipnotizarlo. No obstante, fue en vano. Una vez que lo dejaron hacer, el perro tocó primero el papel de Jane, luego el de Rosalind y finalmente el de Risitas. El de Skye se lo comió junto al último trozo de galleta.

—Genial —dijo ella, irritada—. He quedado en cuarto lugar y
Hound
va a volver a vomitar.

Jane, Risitas y Rosalind subieron las escaleras a toda prisa con las maletas a cuestas para elegir sus dormitorios. Skye, por su parte, se quedó sentada en la planta baja con el entrecejo fruncido. Había fantaseado con escoger una habitación especial, quizá pintada de blanco, que pudiera mantener limpia y ordenada. Una vez, hacía ya muchos años, disfrutaba de un cuarto como ése; pero entonces nació Risitas, que fue a parar a la habitación de Jane, y Jane se mudó con ella, y de repente la mitad de su cuarto estaba pintada de color lavanda y llena de muñecas, libros y pilas desordenadas de papel. A pesar de todo, aquello no habría sido tan malo si las muñecas y los papeles de Jane no hubieran estado siempre dando vueltas por la mitad de la habitación que le correspondía a Skye. Eso la volvió loca, y como Jane seguía siendo igual de desordenada, seguía fastidiándola de la misma manera. Y ahora que estaban de vacaciones, a Skye le había tocado elegir en último lugar y probablemente acabaría dando con sus huesos en algún armario feo y oscuro. ¡Qué injusta era la vida!

De repente Rosalind la llamó.

—Skye, ya hemos elegido. Ven a ver tu habitación.

Skye se arrastró escaleras arriba y recorrió el pasillo hasta el cuarto que su hermana mayor le señalaba. En cuanto entró, se quedó tan sorprendida que dejó caer la maleta al suelo con un golpe seco. Aquello no era ni mucho menos un armario feo y oscuro. Sus hermanas le habían adjudicado el dormitorio más perfecto que había visto jamás. Se trataba de una habitación grande, pintada de blanco y limpia, con el suelo de madera pulida y tres ventanas. ¡Y dos camas! ¡Toda una cama aparte y sin que ninguna de sus hermanas fuera a ocuparla!

«Es perfecta tal como está», pensó Skye. Decidió que dejaría todas sus cosas en la maleta, la cual guardaría en el armario, y que mantendría vacía la parte superior del mismo, así como la estantería. Ni muñecas, ni peines, ni cepillos, ni cuadernos llenos de las historias de Sabrina Starr. Además, pensaba utilizar las dos camas, durmiendo en una los lunes, miércoles y viernes, y en la otra los martes, jueves y sábados. Los domingos tendría que cambiarse de cama en mitad de la noche.

Abrió la maleta, sacó un libro de matemáticas, ya que estaba estudiando álgebra por placer, y apuntó el orden de las camas junto a su problema favorito sobre trenes que salen en dos direcciones diferentes. A continuación buscó su sombrero de camuflaje de la suerte, el que llevaba puesto cuando se cayó del techo del garaje y no se rompió ni un brazo ni una pierna. Ahí estaba, debajo de sus camisetas negras. Se lo caló, cerró la maleta y la guardó en el armario.

—Y ahora, salgamos a explorar.

Después de mirarse una última vez en el espejo y darse el visto bueno, fue por sus hermanas.

Rosalind se había instalado en una pequeña habitación situada al fondo del pasillo y que no contaba más que con una cama y una ventana. Skye se la encontró ordenando cuidadosamente en la cajonera la ropa que iba sacando de la maleta.

—Me habéis dejado la mejor habitación.

—Es que quería estar cerca de Risitas —contestó Rosalind.

—Bueno, pues gracias —dijo Skye; sabía que a su hermana mayor le habría encantado poder disfrutar del lujo y el espacio de su cuarto.

Rosalind sacó una foto enmarcada de la maleta y la puso sobre la mesita de noche. Skye se acercó para poder verla mejor, aunque ya sabía perfectamente de qué imagen se trataba. Rosalind siempre la tenía junto a su cama, y Skye la había visto un millón de veces. Era una foto en la que salía la señora Penderwick riendo y abrazando a Rosalind de bebé, tan pequeña que Skye ni siquiera había nacido, y mucho menos Jane o Risitas.

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